“No importaba tanto lo que sonase en el
Winco. Era un aparato de mi tía Eugenia que era sinónimo de fiesta, de evento,
de lindas chicas en minifalda contorneándose por todos lados de la casa. El
rubor en mis mejillas de niño que un día comprendería como deseo.
Gracias Raul Lavié, gracias Wawancó,
gracias Beatles. California Duerme y San Telmo explota. El plato gira y el
automático deja caer un disco tras otro. Pero lo que nadie sabe es que lejos de
las fiestas y las chicas que me hacían soñar con Isidoro Cañones había una
relación privada con ese Winco que un día mi tía me regalaría, cuando a su casa
llegó el combinado Ranser.
Les comento: soy hijo único. Y un hijo
único se crea solo. Juega solo. Ese plato giratorio sería para mí una pista de
autos de carreras – jamás tuve un Scalectrix o una pista de caballos Derby -
donde desfilarían autitos y soldaditos a caballo con alma de jockeys. Pero como
cada cosa permanecía en su lugar en el plato giratorio, no eran carreras sino
desfiles; a lo sumo una calesita. Nunca había un ganador, y esto es lógico: en
esas tardes de hijo solitario no tenía con quien competir. ¡Gracias Winco!”
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