Soy cantante y editora. Siempre
odié escuchar música con auriculares, inclusive al grabar en estudio me resultaba
antinatural. Aunque me los hubiera regalado mi hija Luisa para un día de la
madre de un año feliz. Pero en una época de mi vida, agobiada por maltratos
laborales varios, decidí llevármelos a la editorial donde trabajaba, a modo de
escape diario de las miserias cotidianas. Funcionaron.
No hacía mucho tiempo mi
vida había sufrido un tsunami: me había dejado mi pareja; a los quince días sorpresivamente
se había muerto mi madre, joven y hermosa; la editorial donde trabajaba se
había vendido a una multinacional, por lo que peligraba mi sustento y, como si
todo esto fuera poco, la familia de mi ex había puesto mi casa en venta.
Llegaba al trabajo y me
ponía a lidiar con los libros. Mientras tanto, gracias a la música, recuperaba
mi identidad, mi fortaleza, mis gustos. Los auriculares me hacían escuchar para
adentro y escucharme. Saber quién fui, reaprender lo que siempre he sido y afirmarme
como cantante.
Al mismo tiempo esos
auriculares me permitieron volver a contactarme con viejos temas. Como buena neurótica
que soy, no puedo escuchar música nueva haciendo “otra cosa”. La música para mí
es centro, no fondo. Pero funciona diferente si conozco las canciones, si ellas
son parte del soundtrack de mi
educación musical y sentimental. En ese caso puedo trabajar tranquilamente, leer
textos y editarlos, corregir pruebas.
Un día cambié de vida,
cambié de barrio, cambié de trabajo. Cuando empecé a cantar en vivo como
solista, paralelamente a mi carrera de editora, perdí los auriculares en un
cajón. En la nueva oficina tenía maravillosos compañeros y desafíos
estimulantes que no necesitaban un escape.
Los usé por última vez
en una ocasión muy especial, un lujo que me dio la vida: escuchar “Ángel”, el disco póstumo de Mercedes Sosa,
antes de que saliera a la venta. Quería transcribir las letras, percibir la
respiración de Mercedes, sus tonos, para poder editar el cuadernillo del
interior. Necesitaba sentir esas letras lo más concentradamente que pudiera,
porque eran palabras atrapantes como telas de araña, sutiles como reflejos en
el agua; como una luz. Después de eso, se los regalé a Nielsen.
Allá se fueron, a una pared de piedra. Y mis
recuerdos se fueron con ellos.
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