Con Pablo Suárez nos
hicimos amigos cuando compartimos un concurso de arquitectura en el Galpón
Estudio. Fue para un edificio de Telpin en Pinamar, un concurso público de la
SCA. Pablo tiene sobre su escritorio un gato chino, de esos que mueven el
bracito, al que le pide trabajo para su oficina. No es que él crea realmente en
eso, pero le parece gracioso. El gato tenía un par de marcas y raspones que
delataban –eso creía yo- el largo tiempo que llevaba sobre su motherboard. En un momento del concurso
se enojó no sé por qué cosa, dijo “uf, no quiero trabajar más” y tiró el
juguete contra la pared. De ahí era que veían los raspones, pensé. Aunque esta
vez el gato estaba roto. Preocupado, Pablo no pudo volver a hacerlo funcionar.
Se quedó un instante mirándolo entristecido, como si hubiera sido verdad que
todo el trabajo de su vida le hubiera venido gracias a ese amuleto, y en un
desagradecido acto de ira momentánea él hubiera acabado con la racha. Si la
superstición de Pablo había sido, hasta ahí, graciosa, la preocupación de ahora
era aún más graciosa. “Mirá si se me acaba el trabajo definitivamente”. El
bracito del gato estaba quebrado; se lo acomodó como pudo. No se movía más.
En esos días lo vi
varias veces consultar el tema del brazo gatuno. Le puso una cinta de papel,
como si estuviera enyesado. E intentó rehabilitárselo, como si le diera cuerda.
Varias veces más, digo, en las dos últimas noches que pasamos dibujando. Nos
quedaba el sábado entero, tal vez el domingo. La entrega era el lunes.
Estábamos durmiendo muy poco.
Una mañana en la que
él no vino compré un gato del mismo tamaño y le copié todos los rayones viejos.
Lo pasé por tierra para ensuciarlo un poco. Lo lijé en la cabeza donde el otro
gato estaba despintado. Con un cúter le remarqué el corte del brazo, pero sin
quebrarlo. Daba la impresión de que se había soldado. Le pasé dos vueltas de la
misma cinta de papel que Pablo había utilizado, sobre la herida. El sábado a la
noche, en plena entrega, se lo cambié sin que me viera. Tiré el roto a la
basura. Eran las doce. Él se dio cuenta a las cuatro de la mañana del domingo.
Se acercó a darle pala al brazo, como si fuera la hélice de un biplano viejo, y
el gato empezó a andar nuevamente.
- ¿Qué pasó? –dijo.
Lo vi revisarlo. Le
sacó la cinta. El plástico había soldado. En esos momentos en que de tanto
estar sin dormir, lo único que te importa es el proyecto y los detalles finales
de la entrega, se sorprendió como si asistiera a un milagro. Leyó en el acto
algo sobrenatural, y lo sobreactuó para que nos sintiéramos bien. Yo llevé mi
alter ego de Playmobil que está sobre mi escritorio. Es un viejo muñequito que
encontré en la calle y lo pinté de plateado con esmalte sintético. Mi superhéroe personal. Lo ubiqué cerca del gato recuperado. A esas horas los arquitectos a veces
necesitamos exacerbar las parodias del asombro. El gato estaba vivo de nuevo. En el final del concurso teníamos motivos para festejar.
Ambos muñecos nos hicieron el aguante durante la espera de los resultados. No hablamos del
chiste, para alimentar el mito. Al final ganamos el tercer premio. Demasiado
galardón para el tiempo que le pusimos. Obviamente el gato y mi Playmobil
plateado habían tenido que ver.
Abrimos la botella de
champán para festejar y Pablo me dijo que cuando necesitara de los Súper
Amigos, me los daba. Para lo que fuera. El día que empecé a pedir objetos vía
redes sociales, el vino a entregármelos en una cajita. En nombre de nuestra
amistad, tenían que posar juntos en el hormigón. Pablo, el gato chino y yo,
Playmobil.
Ahí estamos los dos.
Un genial honor, como siempre!
ResponderBorrarPS
Abrazo!
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