19.12.13

TEXTO PASAJE ANCÓN / LA VOCACIÓN TEATRAL

Estamos ante un pasaje con ambas calzadas construidas, en el barrio de Palermo. Se llama Ancón. En geografía hay un montón de lugares denominados así: en Ecuador, Panamá, Colombia e, incluso, la Provincia de Buenos Aires. Parece que es el primer pueblo por el que pasó Manuelita al salir para París desde Pehuajó. Si buscamos una denominación en el diccionario, la palabra ancón tiene dos significados. Por un lado es una pequeña ensenada para ir a fondear, por otro -y en México- el rincón oscuro de un cuarto. No sé por qué le habrán puesto ese nombre a nuestro pasaje, pero la acepción mexicana le va fenómeno: es una calle doblemente cerrada en las puntas, como una habitación alargada que no tuviera techo. En la punta sur hay un portón de chapa. Espiando vemos el descampado de un depósito, con un estacionamiento por debajo del nivel de vereda. De la punta opuesta sale, tangencialmente, el paredón del Ferrocarril Mitre. La calle que atraviesa Ancón es Ravignani, que en este tramo va desde el Viaducto hasta Luis María Campos. Ravignani también parece un pasaje, aunque después del viaducto se extienda hacia Chacarita. Ancón, del otro lado de las vías, sigue una cuadra y media. Ya vimos con Gorostiaga que muchas calles de Buenos Aires a veces se convierten en inesperados pasajitos, cambiando sus características mundanas por otras más secretas. Ravignani en este tramo dura dos cuadras, se curva y se vuelve en pendiente. Una calle curva en Buenos Aires se nota en las bocacalles de las manzanas rectas como una escenografía de fondo: no se ve hasta el infinito, sino hasta ahí nomás. Y si asciende o desciende (como en este caso) es mejor, da un efecto teatral que hubiera querido Andrea Palladio en su Teatro Olímpico de Vicenza (1580). De hecho, la bocacalle de Ravignani y Ancón funciona como una ventana donde se ven las fugas deslizarse en pendiente hacia la derecha. A bambalinas. El tren celeste y blanco hace de fachada inestable: está quieto, está en marcha; viene, se va. Pasa. Es una fachada cinética. Un telón. Cinéticos son también los grandes árboles, el ligustro y las enredaderas que toman los frentes de las casas. Tiemblan con la brisa. Todo parece dominado por un entusiasmo encubierto para que, por fin, pase algo. La función está por empezar. El fondo del Teatro Olímpico de Palladio es un decorado permanente que imita a la ciudad. El proscenio tiene siete vanos que se “meten” en la corta profundidad de la capilla, simulando ser las largas vías de Tebas. Producen ese efecto mediante los trucos perspectívicos inventados por Leonardo da Vinci y que tan bien manejaba Don Andrea. Vicenzo Scamozzi, constructor, le puso la onda romana imperial cuando el arquitecto se murió. Desde esas puertas, pequeños pasajes forzados, se asoman los actores. En Ancón vivió durante un tiempo un conocido escritor y editor que se casó con la mujer de su amigo íntimo. No es que se la hubiera robado. Aprovechó uno de esos momentos frecuentes en que la pareja original se peleaba, y el marido se ausentaba en busca de un departamento libre para curarse de las heridas del amor. El editor había sido, hasta ese momento, amigo de los dos. Mejor dicho: amigo íntimo de él, y amigo de ella por propiedad transitiva. Un día fue a tomar el té porque la chica estaba muy triste y se quedó una noche, dos, tres. Semanas, meses. Las mujeres de los amigos no se desean hasta que ellas los echan, o nuestros amigos simplemente se cansan y se van. A verbis ad verbera. El que se fue a Sevilla explotó de ira. Lo que se dice, el melodrama de las cinco. No sé cómo habrá terminado el despechado; los amantes se casaron y finalmente tienen una hijita. Y se mudaron a un barrio de manzanas normales, ortogonales, cuadradas, comunes. Por las dudas. Les cuento esta historia sin la intención de reavivar viejos rencores, ni para chusmear a lo Rial. La traigo como ejemplo de cosas que pasan en los pasajes. El mundo es chico siempre, pero en un pasaje es más chico. Ancón es un lugar apropiado como la escena de un teatro. ¿Qué historias se guardarán tras las persianas quitadas de la casa academicista de la esquina, a punto de ser convertida en un instituto lacaniano? ¿Qué barrica del amontillado esconderán las ventanas tapiadas del castillo de Ravignani, calle abajo? ¿Será cierto que por las noches recorre las veredas el fantasma del Che Guevara? Un pasaje chico es un infierno grande, dice la gente. ¿O era “pueblo”? Por las dudas vayan y lean ese extraordinario cuento titulado “Infierno grande”, del escritor Guillermo Martínez. Se los doy como tarea para el hogar en este mismo instante. Una verdadera obra maestra de la literatura. No me explico cómo todavía no la pasaron al teatro, o al cine.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario