El pasaje Butteler es un pasaje que se convirtió en
manzana. La manzana Butteler, para más datos. Queda en el cruce de la avenida
La Plata con Caseros, y uno nunca va a creer lo que hay ahí, si no se baja del
ruidoso colectivo y lo ve. Es un pequeño milagro urbano proporcionado por una
anomalía de diseño sabiamente ejercitada.
En Buenos Aires encontramos varios ejemplos de manzanas
raras. Casi siempre la diferencia está dada por la incorporación de un lugar
público en su interior. Desde afuera se las percibe como manzanas comunes,
cuadradas o casi cuadradas, con una falla en algún punto de su perímetro en el
que se abren una o más puertas. Son manzanas para entrar. Adentro suele haber
un pequeño paraíso con forma de placita.
En Barracas conozco dos que llevan el nombre de sus espacios
urbanos: Agustín Magaldi y Miguel de Unamuno. Hace cinco años que vivo la
manzana que lleva el nombre del escritor “Del sentimiento trágico de la vida”,
fallecido durante la guerra civil española. Vivir ahí me hizo más bueno.
En la Filkar, antiguo Google Earth local, estos ejemplos
se destacan como experimentos formales, otros dibujos posibles para los
cuadraditos. Se ve que son diferentes al resto del tejido, pero sin molestar:
las líneas municipales son aceptadas a rajatabla, también las medidas externas
de las cuadras; solamente las entradas a un algo indefinido y secreto que hay
adentro, a un corazón de intimidad, acechan como indicios de virtud o de
pánico. O, simplemente, de distinción.
A la manzana Butteler se entra desde las esquinas, en
diagonal. En la placita de adentro hay un busto dedicado a Enrique Santos Discépolo,
unos árboles pequeños (hay un jacarandá que en primavera se vuelve de un
amarillo extraordinario), un ánfora, juegos para niños y un par de bancos. El
escudo de San Lorenzo, y fileteados tangueros aquí y allá.
El pasaje que lo rodea, formado por cuatro manzanitas
tallarín de planta trapezoidal, solamente le da escala y amparo: no hay en ello
proezas arquitectónicas dignas de mencionarse en el “Glosario ilustrado de
arquitectura Argentina” de los profesores Alejo Lo Russo y Angel Navarro, aunque
tampoco hay errores. Nadie se destaca sobre el resto, las fachadas se suceden
en un ordenamiento amoroso y doméstico, dando un telón escenográfico perfecto
para ese patio de la ciudad.
A mi juicio, a la placita le falta un poco de pintura y limpieza,
renovar el arenero, agregarle iluminación, tal vez un liquidámbar para darle otro
color natural, algo bordó o violeta, como si fuera un plato de verduras al que
le faltara un morrón. Y no mucho más. Las entradas en diagonal de las esquinas
son suficientemente alargadas como para evitar fugas visuales, por lo que en
todo momento disfrutamos la apariencia de estar en una interioridad resguardada
del caos. Una pequeña maravilla que tienen que visitar.
La Muni llamó a concurso hace unos años para reordenar el
espacio e incorporar autos, a pedido de algunos vecinos. Titularon el proyecto
Oasis Urbano Discépolo. Iba a ganarlo, lógicamente, el que pudiera meterle
estacionamientos sin modificar básicamente el tono real de oasis de este sitio.
El primer premio fue para el arquitecto Fernando Molina, que diseñó la plaza como un aparato
respetuoso y funcional, en el que los autos quietos aparecían compartiendo el
suelo con el vecino sin molestarlo demasiado, como lo hacen en la nuevas
peatonales céntricas, también llamadas calles “de convivencia”. En la
exposición estaban todos los proyectos, y el de Fernando era, sin lugar a
dudas, el mejor. Resolvía el problema con una imagen contemporánea, manteniendo
la escala barrial. Para participar utilizó como seudónimo “El Ciclón”.
Pero la pregunta mía sigue siendo la siguiente: ¿los
autos tienen que entrar a todos los lugares? A mi juicio se los puede invitar,
aunque no siempre deberían ser bienvenidos. Como porteño festejo más la
peatonalización de alguna calle vehicular
que la vehicularización, si se me permite el neologismo, del espacio
urbano. Hay lugares de la ciudad
de Buenos Aires que están degradados, otros que están perfectos y otros lugares
que están bien. La diferencia entre los que están perfectos y los que están
bien es de mantenimiento. Es el caso de la plaza Discépolo, en la manzana
Butteler.
Y ojo que esto no es una crítica al emprendimiento de los
Oasis para Buenos Aires: la propuesta de los concursos que Desarrollo Urbano
implementó a comienzos de su gobierno y actualmente continúa ejecutando es un
ejemplo de buena voluntad y equilibrio entre lo que pide la vecindad y lo que
da el diseño. La teoría de los Oasis Urbanos es la de ocupar con espacios de
calidad los recortes de terreno a los que Koolhas alguna vez denominó espacios
basura. Los Oasis Urbanos contemplan la invención o la puesta a punto de plazas
y bulevares en lugares no ortodoxos del trazado porteño. Es, como mínimo, una
buena intención.
Los lugares públicos de tipo ortodoxo los conocemos todos.
Se ven, no están escondidos. Son las plazas y parques de Buenos Aires. Esa
higiénica y sana prevención que implementaron sabios desarrollistas en el
pasado, para inferir que de vez en cuando había que saltearse una manzana
construida y tener alguna verde. Por suerte hay muchas, aunque debería haber
más. En las ciudades altamente pobladas como la nuestra, el verde nunca es
suficiente.
¡Los porteños queremos más árboles, más pasto, más sol,
más aire puro para respirar!
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