- ¿Cómo la hiciste? –preguntó mi
mamá, al ver la foto.
El papel estaba colgado de un broche, secándose en el patio. La imagen
mostraba la casa desde arriba, y parte de las casas vecinas. La escena pasa en
Castelar en el año 1973. No hay ninguna torre a la vista, ni un árbol, ni un
poste cerca para subirse y fotografiar todos esos techos en planta.
- Con la Lupín –contesté.
Le mostré la revista. De historietas, apaisada como un Patoruzú. Pero
con una diferencia: algunas de sus páginas son planos para construir cosas.
Radios, periscopios, globos
aerostáticos, proyectores, hectógrafos, intercomunicadores electrónicos,
telescopios. Cualquier cosa. Todas las cosas interesantes de este mundo, en mi
visión de los once años.
- Con un doblevé y una cámara
aérea –agregué.
El doblevé es un barrilete con
forma de W. El esqueleto se hace con varillas, el forrado con papel de seda.
Tiene la particularidad de que sube casi en vertical, como un globo. Yo lo
elevaba unos diez metros. Era anaranjado. Sigo amando ese hermoso color.
La cámara se construía con un pote de helado tipo cassata, y se aseguraba al barrilete. Había que pintarla de negro y
hacerle un agujero en un costado, adonde iba el lente fijo. El gatillo era un
simpático mecanismo realizado en hojalata, accionado por una goma elástica y un
pedazo de espiral para mosquitos. El espiral era el timer. Lo encendías abajo, izabas la cámara “alta en el cielo” y,
cuando el espiral llegaba a su fin, obturaba. Entonces sacaba la foto.
Recuerdo que subí y bajé el doblevé
durante seis días, hasta llegar a la foto buena. Cada copia era revelada en
un baño que nadie usaba y era fácil de oscurecer. El mismo lugar donde cargaba
el pedacito de película para las tomas. Me había hecho las cubetas y embudos de
revelado con botellas grandes de lavandina, cortadas por la mitad. Cada botella
te daba una cubeta y un embudo. Lo había aprendido en la sección fotografía. Y
a revelar, también. Y a pesar las sales para hacer los líquidos, también. Una sola
foto salió nítida (era muy difícil que no se moviera). Con esa hice la copia
que vio mi mamá, en el patio de la casa de mi infancia.
Coleccioné la revista Lúpin desde el número 73 hasta el 190. Mi alma de
niño se extendía y se ampliaba con cada nuevo número adquirido.
Con la Lúpin fabriqué un episcopio utilizando una caja de cartón
corrugado, un catalejo con tubos para enrollar telas, un motor eléctrico con el
metal de una lata de tomates. La esperaba con ansiedad. La hacían dos
dibujantes: Sídoli y Guerrero. A veces usaban apodos para aparentar staff. Sídoli se hacía llamar Tito Sol,
o DOL. Mi preferencia en las historietas iba de su mano: Saltapones o Resorte,
el ayudante del Profe. Los dos personajes eran constructores, y el Profe un
inventor de barrio.
Con cuarenta años me enteré de que habían mandado a escanear la historia
completa, y vendían los DVDs. Moría por ver la tapa de la número 1,
inconseguible, de febrero del 66. Vamos
hacia el objeto faltante de la infancia. Las Lupines más importantes eran las que me faltaban. El que escaneó
todos esos números me había otorgado la libertad.
Fui a visitarlos a la redacción. Me encontré con dos viejos encorvados
sobre sus escritorios. Los discos eran caros. Les conté que todavía
acostumbraba comprar la Lúpin, cada vez que la veía en un kiosco. La hermosa Lupín, dije. No logré conmoverlos
ni lograr una rebaja: irse sin la colección era algo inútil, ya lo habían visto
en otros de cuarenta o cincuenta. Casi todos ingenieros, pilotos, arquitectos o
técnicos en electrónica: volvían. Guerrero me mostró la foto del lector que
había llegado más arriba. El astronauta aparecía con el número nuevo, el 394, y
desde la escotilla redonda se alcanzaba a ver el planeta Tierra.
- Pusimos uno en la Nasa –dijo.
¿Yo había elegido la Lúpin o esos viejitos me habían elegido a mí, a
través de unos personajes dibujados, para convertirme en el arquitecto que
traía en mis genes? Coleccionar Lúpin fue coleccionar el secreto de cómo son
las cosas. Y de vez en cuando hacerlas, para corroborar el hecho mágico del
funcionamiento.
Los del Museo de la caricatura les organizaron una fiesta de
agradecimiento por el milagro de haber subsistido 40 años ininterrumpidos en
los kioscos. Hay un video. En el estrado están los dos dibujantes de 82 años,
discutiendo quién es dueño de cada parte de la historia. Blanca Cotta hizo la
torta con el biplano arriba del chocolate cobertura. Y al final de los
discursos se ve a los cien presentes arrojar avioncitos de papel, tipo flechita,
al aire del salón.
Todos tipos, todos grandes.
Gordos, pelados, satisfechos.
Coleccionistas.
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