4.2.13

SEXTO SELECCIONADO DEL CPAU / ANA LIA CHIARELLO


EL CREADOR

"Camine varias horas más. Medida en horas la distancia, porque esta ciudad no tenía cuadras como las muchas ciudades que ya había conocido. Era mi última visita. Estaba viejo, cansado y ya no tenía nada por dar. Todos me habían hablado de conocer Muritzia. Ahora que estoy aquí comienzo a entender por qué. Para un estudioso de las ciudades como yo, sin duda, me habían asegurado, sería una experiencia irrepetible.
No podría afirmar con certeza en qué punto me encontraba, a pesar de haberme adentrado en la ciudad hacía ya dos días. De haber estado en Tanis, aquella ciudad del antiguo Egipto, podría saber por sus calles donde se encontraba el poniente. Pero Muritzia no respondía a regla alguna.
El cansancio se hacía sentir. Esta ciudad era increíblemente extensa. Añoré mis días en Umma, pequeña y amurallada, donde basta un día para recorrer sus calles y comprender su espíritu. Muritzia por el contrario era inescrutable. Al menos así me parecía aún.
Caminaba un par de horas seguidas y me sentaba en un umbral a descansar y reponer energías. Esperaba impaciente la llegada a un ágora, un foro o una plaza donde encontrar ciudadanos con quienes compartir mis impresiones, a la vez que acallar todas mis inquietudes. Hasta ahora sólo pequeños espacios entre los paramentos de las construcciones ofrecían un reparo. Nada más. La falta de perspectiva total me impedía adivinar con qué me encontraría camino adelante. Tan distinta era a Narbona con su impecable racionalidad romana, su sencillez práctica, al menos como la recordaba en mi visita allá por 112 AC, cuando aún se apodaba Colonia Narbo Martius.
Por su carácter introvertido, casi místico, me imaginé estar en las calles de Damasco. La absoluta ausencia de transeúntes, a toda hora del día, me hablaba de una vida de puertas adentro como la que ví también en Alejandría. Alguna especie de “Medina” no tardaría en aparecer.
Pero sin duda, muy distinta era Muritzia de las ciudades americanas, cuyas largas calles rectas, sus cuadras, sus enormes plazas y las casas todas iguales y sin mayores aditamentos pronto me generaban una especie de aletargamiento. Sólo algunas, al Norte, poseían una arquitectura digna de ser admirada, como recuerdo de mi primera visita a Trujillo. Siglos después, sin embargo, me sorprendió el vigor, el frenesí y la enorme variabilidad de las construcciones de ciudades como Buenos Aires o Montevideo, ya entonces tan parecidas a cualquiera de las que conocí en Europa.
No cabían dudas, Muritzia era única. Bien me habían prevenido mis colegas y otras gentes de distintas procedencias. Éramos pocos, eso sí, a excepción de sus habitantes, los que tendríamos el privilegio de conocerla.
Me habían hablado de largos ejes simbólicos que terminaban en nodos que se abrían a grandes y majestuosas edificaciones. Pensé que serían como los que vi en Roma, durante el gobierno de Sixto V, o años más tarde pude conocer en la célebre París, recientemente embellecida por el alemán Haussman a quien tanto criticaron en aquellos días. Nada de ello encontré sin embargo.
Imaginé que pronto aparecerían las industrias, tal vez aún estaba en la periferia, a pesar de su extensión y de lo mucho que había recorrido. Miré a lo lejos intentando entrever las columnas de humo de las chimeneas como las que te saludan a lo lejos en Liverpool. Pero no veía humo alguno. Sin duda sería entonces una ciudad planificada donde la industria se disimula en medio de masas de árboles. Pronto saldría de la duda.
Gran alivio hubiese sido en mi andar que Muritzia fuera al fin una ciudad moderna y que me encontrase perdido en un camino del asno, lejos de las vías principales y autopistas. La ausencia de habitantes en la calle así lo comprobaba. Ya lo había experimentado en Chandigarh, de la mano de su creador, el siempre ostentoso Le Corbusier. Sin embargo, pese a lo mucho que anduve, las calles seguían siendo iguales, estrechas, vacías.
Recuerdo haber avanzado en mi camino dos días más y sus largas noches. No encontré plazas, ni importantes edificaciones. Tampoco salieron a saludarme los vecinos. Ninguna puerta o ventana se abrió a mi paso. De las grandes avenidas no había rastros, como tampoco de murrallas, torres, autopistas o parques.
Poco a poco comencé a entender. La ciudad, como la contaban, no existía. Fue justo entonces, cuando pensaba en ello, cuando pensaba en la enorme capacidad creativa de todos aquellos que me precedieron en este viaje en el tiempo, cuando, de pronto, Muritzia, la que estaba destinada a ser, se abrió ante mis ojos. "

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