EL CREADOR
"Camine varias horas más. Medida en horas la distancia,
porque esta ciudad no tenía cuadras como las muchas ciudades que ya había
conocido. Era mi última visita. Estaba viejo, cansado y ya no tenía nada por
dar. Todos me habían hablado de conocer Muritzia. Ahora que estoy aquí comienzo
a entender por qué. Para un estudioso de las ciudades como yo, sin duda, me
habían asegurado, sería una experiencia irrepetible.
No podría afirmar con certeza en qué punto me encontraba, a
pesar de haberme adentrado en la ciudad hacía ya dos días. De haber estado en
Tanis, aquella ciudad del antiguo Egipto, podría saber por sus calles donde se
encontraba el poniente. Pero Muritzia no respondía a regla alguna.
El cansancio se hacía sentir. Esta ciudad era increíblemente
extensa. Añoré mis días en Umma, pequeña y amurallada, donde basta un día para
recorrer sus calles y comprender su espíritu. Muritzia por el contrario era
inescrutable. Al menos así me parecía aún.
Caminaba un par de horas seguidas y me sentaba en un umbral
a descansar y reponer energías. Esperaba impaciente la llegada a un ágora, un
foro o una plaza donde encontrar ciudadanos con quienes compartir mis
impresiones, a la vez que acallar todas mis inquietudes. Hasta ahora sólo pequeños
espacios entre los paramentos de las construcciones ofrecían un reparo. Nada
más. La falta de perspectiva total me impedía adivinar con qué me encontraría
camino adelante. Tan distinta era a Narbona con su impecable racionalidad
romana, su sencillez práctica, al menos como la recordaba en mi visita allá por
112 AC ,
cuando aún se apodaba Colonia Narbo Martius.
Por su carácter introvertido, casi místico, me imaginé estar
en las calles de Damasco. La absoluta ausencia de transeúntes, a toda hora del
día, me hablaba de una vida de puertas adentro como la que ví también en
Alejandría. Alguna especie de “Medina” no tardaría en aparecer.
Pero sin duda, muy distinta era Muritzia de las ciudades
americanas, cuyas largas calles rectas, sus cuadras, sus enormes plazas y las
casas todas iguales y sin mayores aditamentos pronto me generaban una especie
de aletargamiento. Sólo algunas, al Norte, poseían una arquitectura digna de
ser admirada, como recuerdo de mi primera visita a Trujillo. Siglos después,
sin embargo, me sorprendió el vigor, el frenesí y la enorme variabilidad de las
construcciones de ciudades como Buenos Aires o Montevideo, ya entonces tan
parecidas a cualquiera de las que conocí en Europa.
No cabían dudas, Muritzia era única. Bien me habían
prevenido mis colegas y otras gentes de distintas procedencias. Éramos pocos,
eso sí, a excepción de sus habitantes, los que tendríamos el privilegio de
conocerla.
Me habían hablado de largos ejes simbólicos que terminaban
en nodos que se abrían a grandes y majestuosas edificaciones. Pensé que serían
como los que vi en Roma, durante el gobierno de Sixto V, o años más tarde pude
conocer en la célebre París, recientemente embellecida por el alemán Haussman a
quien tanto criticaron en aquellos días. Nada de ello encontré sin embargo.
Imaginé que pronto aparecerían las industrias, tal vez aún
estaba en la periferia, a pesar de su extensión y de lo mucho que había
recorrido. Miré a lo lejos intentando entrever las columnas de humo de las
chimeneas como las que te saludan a lo lejos en Liverpool. Pero no veía humo
alguno. Sin duda sería entonces una ciudad planificada donde la industria se
disimula en medio de masas de árboles. Pronto saldría de la duda.
Gran alivio hubiese sido en mi andar que Muritzia fuera al
fin una ciudad moderna y que me encontrase perdido en un camino del asno, lejos
de las vías principales y autopistas. La ausencia de habitantes en la calle así
lo comprobaba. Ya lo había experimentado en Chandigarh, de la mano de su
creador, el siempre ostentoso Le Corbusier. Sin embargo, pese a lo mucho que
anduve, las calles seguían siendo iguales, estrechas, vacías.
Recuerdo haber avanzado en mi camino dos días más y sus
largas noches. No encontré plazas, ni importantes edificaciones. Tampoco
salieron a saludarme los vecinos. Ninguna puerta o ventana se abrió a mi paso.
De las grandes avenidas no había rastros, como tampoco de murrallas, torres,
autopistas o parques.
Poco a poco comencé a entender. La ciudad, como la contaban,
no existía. Fue justo entonces, cuando pensaba en ello, cuando pensaba en la
enorme capacidad creativa de todos aquellos que me precedieron en este viaje en
el tiempo, cuando, de pronto, Muritzia, la que estaba destinada a ser, se abrió
ante mis ojos. "
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