"Como a tantos otros, el Hotel de
Inmigrantes lo había recibido con pulcra indiferencia. A veces, las sábanas de
su catre amanecían bañadas por insomnes lágrimas de desesperación. En Roma,
antes de partir, no le habían advertido que aquí nadie ansiaba ver los
arrebatos de su espíritu juvenil encarnados en las formas de la argamasa.
Había escuchado que de este lado del
mar la naturaleza desplegaba su majestad
en una
tierra casi virgen, habitada por seres arrobados por una música húmeda y
quejosa,
atravesados por el misterio de la existencia.
Amanecido entre lágrimas sordas,
salía cada día en busca de trabajo. Su anhelo era tan grande como su fracaso.
Ansiaba ser albañil, pero no conseguía dónde. Su oficio de maestro frentista
no era valorado. Trabajaba en las fachadas, y apenas si le era permitido
dibujar las trabas de los bloques de piedra Paris. Nadie notaba el resplandor
en sus ojos cuando cada nuevo surco trazado por su buril se correspondía con
una nueva huella en su cara. Aquel arrebato por moldear el mortero le era
irresistible.
Una
noche, borracho y atormentado como nunca antes, cayó sobre una oscura vereda de
San Telmo. Sus ojos se abrieron perpendiculares al cielo para fijarse en el
frente de un hotel en construcción. Allí, una fachada inconclusa revelaba un
ornamento por nacer. Ansioso, esperó en la puerta de la obra. Apenas eran las
seis y suplicó de tal modo que el capataz no pudo negarse a admitirlo a prueba.
Le ordenó moldear un motivo con hojas de acanto.
Prolijamente, construyó un alto
andamio, que ocultaba su trabajo de la mirada de los curiosos. Cada madrugada
se subía al tablado y no bajaba hasta bien entrada la noche. Nadie lo veía
llegar, ni tampoco irse. Los días pasaron, y ya ni siquiera volvía al hotel.
Dormía recostado sobre las maderas en las que preparaba los moldes.
Sin embargo, como cuando recién
llegado, lloraba en silencio y a escondidas porque algo le impedía terminar su
trabajo. Estaba exhausto, y por una razón que desconocía, sus manos ya no
respondían a sus deseos. Pasaba vastas horas, inmóvil, mirando fijamente aquel
muro sombrío. Su desesperación era cada vez mayor.
Una mañana, en el peor de sus
crepúsculos, una gota, mezcla de sudor y llanto, cayó imprevistamente sobre la
masa fresca. Poseído, comenzó a trabajar con una fuerza frenética. En lugar de
finas hojas moldeó la boca, los cachetes, la fina nariz. Trabajo sin descanso
hasta pasada la medianoche.
Con el paso de las jornadas, la
intriga que producía aquel andamio oscuro ya era
habitual.
Cuando, finalmente, sacaron el maderamen, solo encontraron unas botas, una
camisa, un pantalón raído del que asomaba un pañuelo. Y en el ornamento, en
lugar de un racimo de hojas, un rostro dichoso y juvenil: el suyo.
Así fue como Moreno 524 se sumó a
nuestra cofradía. Poco a poco nuestros camaradas fueron cada vez más. Eran
épocas de pujanza, y todo propietario bienentendido quería tener a uno de
nosotros en el frente de su finca.
La voz corría, y más espíritus
apasionados recalaban en el puerto. Por las noches abríamos nuestros ojos de
piedra y nos mirábamos unos a otros, organizados por una constelación
mandálica. Delgados hilos dorados nos unían reverberando en el aire. Recuerdo
que yo contemplaba extasiado a Piedras 511 y a Alsina 345.
Quienes pasaban debajo de aquel
dibujo mágico, repentinamente sentían la cálida
lógica de
la primavera. Los hombres del sur, de los suburbios, los recién venidos, los de
bodegones y burdeles, los que habían perdido la esperanza. Durante este hermoso
tiempo, que no habría de durar cuarenta años, fuimos las antorchas que por las
noches alumbraban los corazones desahuciados.
Luego, lentamente, llegó el
progreso. Las nuevas ideas nos han expulsado. Muchos de nosotros ya no estamos.
Ya no hay más trazados misteriosos, ni enjundiosos recién llegados. Ya nadie
descubre desesperado, en las madrugadas, que en los frentes hay vacíos por
llenar.
Mis pétreos ojos blancos son ahora
meros testigos de los hombres de pupilas sin
brillo
que pasan, apurados y sin destino, por Bolívar 766."
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