Max lleva adelante en el estudio el programa Supersudaca, de pasantías universitarias
no rentadas con sucursales en todo el globo terráqueo. Es así que en los
últimos años estuvimos trabajando con jóvenes arquitectos de Rusia, Suiza,
Bélgica, Venezuela, Chile, Bulgaria, Perú, Francia, Uruguay, Alemania,
Lituania, Costa Rica, España y Japón. El trato es triangular entre el estudio,
el pasante y la Universidad de donde proviene. Tiene que trabajar como mínimo
tres meses, nosotros les damos los viáticos locales y las Universidades el
sueldo básico. El otro requisito es que hagan la comida típica de su país.
Así comimos exquisitos crepés en manos de los franceses, arepas venezolanas, tiraditos
peruanos, anticuchos chilenos y comidas de extraños nombres de la búlgara y de
la lituana. No conseguimos que Rubén, el valenciano, nos hiciera una tortilla.
A cambio hizo Sushi. Había aprendido en Madrid, y decidió probarlo con
nosotros. Salió temprano con cuatrocientos pesos al barrio chino y regresó
cargado de paquetes. No le había alcanzado la plata, porque tuvo que agregar al
gasto las esterillas para lograr la cilindrada perfecta de las algas.
Cuando llamó a comer, a media tarde, bajamos la escalera
a los empujones, dispuestos a devorarnos el esperado almuerzo. En la repartija,
nos tocaron seis rolls a cada uno. Estaban ricos, pero eran pocos. Touch Palermo, el chico de Valencia. Ni
usamos las servilletas.
Daiki llegó a la semana siguiente desde Hiroshima. Quiso
hacer Sushi; le tocaba hacer Sushi. Esta vez lo acompañé, para controlar un
poco el gasto. Daiki seleccionó una merluza en la pescadería. Ninguno de los
salmones que le mostraron le pareció amigable. Desechó la idea de conseguir un
arroz especial en Chinataun, le
bastaba con el Doble Gallo. Tampoco se preocupó porque no hubiera vinagre
japonés: agarró vinagre común y lo condimentó con azúcar y tomillo. Pasó
bastante la cocción del arroz, lo volcó en caliente sobre la mesa y nos puso un
bol con agua fría a cada uno. Daiki se ubicó en la cabecera, para cortar el
pescado en lonjas. Nosotros teníamos que mojarnos las manos y hacer los canapés;
él los iba coronando con la merluza. Así lo comía cada domingo en su casa de
Hiroshima, con su padre de sushiman.
No sólo habíamos comido diez veces más niguiris que rolls valencianos, sino que además gastamos únicamente sesenta
pesos y el almuerzo estuvo listo en media hora.
Al domingo siguiente se iba Rubén. Le hicimos el asado de
despedida. Flor, de Siberia, la cadista ocupada de las ensaladas exóticas,
faltó a la cita, por lo que nos quedamos sin acompañamiento. Daiki nos sacó del
apuro: volvió a cocinar la montaña de arroz, y yo corté la carne en lonjas
sangrantes. Las fui poniendo arriba de los canapés.
- Niguilis de calne
-dijo él.
Los regionalismos nos coronan, nos individualizan, nos
distinguen, pero también nos sirven para mezclarnos en esta globalización confusa
y divertida. Riquísimas milangas para
todos en el año que empieza y… ¡salud!