Cuando diseñamos la macropolítica de la ciudad construimos un movimiento hecho de cortes relevantes: la avenida histórica, el monumento central, el edificio significativo. Lo mismo sucede con la memoria: la avenida nos recuerda un hecho relevante; el monumento, una batalla; el edificio, una conmemoración. La trascendencia organiza la estadía en la ciudad. ¿La ciudad no tiene otras memorias más allá de las marcas monumentales? Sí, claro que sí. Pero el asunto es si las podemos percibir en su especificidad con miradas corticales, y la respuesta es obviamente no.
Si la ciudad antigua está hecha de relevancias (monumentos, edificios históricos, avenidas axiales, etc), la urbe moderna se compone de otra estirpe: la esquina donde me encontré con mi mujer por primera vez, la plaza que recorrí miles de veces camino a la escuela, la calle que me recuerda los encuentros con el amigo que ya no está. Pero también tiene marcas colectivas: los escraches en la puerta de la casa de Videla o las pintadas de la JP durante la proscripción del peronismo. Ni esa esquina, ni esa plaza, ni esa calle, tampoco el escrache o la pintada se dejan tomar por la ciudad planificada. Tal vez ninguno de estos lugares sea relevante para la ciudad monumental, pero lo decisivo aquí es que la potencia de un acontecimiento subjetivo convierte el sentido de un espacio y un tiempo. Como hay una memoria urbana que no resulta de la planificación estatal, hay recorridos que construyen marcas comunes, aunque no formen parte de ninguna intervención monumental. Sin embargo, esa memoria y esos recorridos jamás planificados instituyen, una y otra vez, vidas urbanas.
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