18.2.09
MURIÓ LE CORBUSIER / MARIO VARGAS LLOSA
El periodista maldijo una vez más contra su oficio, se subió las solapas del saco para protegerse de la absurda lluvia que nublaba el cielo de París y empapaba sus calles como en invierno (y era un caluroso día de agosto), entró en el lujoso y vasto hotel y preguntó en la recepción por el arquitecto Oscar Niemeyer. Luego de hacer una consulta por teléfono, una bonita muchacha de uniforme le dijo que podía subir: lo estaban esperando. Subió, pasó a una bella habitación alfombrada y alcanzó a divisar por una ventana los techos húmedos de París.Saludó al hombre amable y tímido que lo invitaba a tomar asiento y, mientras insistía, hablando despacio para hacerse entender, para que su interlocutor accediera a concederle una entrevista, se decía a sí mismo que el arquitecto era mucho más joven de lo que él creía y también que era extraño que, siendo brasileño y tan brillante, fuera tan poco dotado para los idiomas. Porque el arquitecto joven no hablaba ni entendía el español y su francés era diabólicamente lento, inseguro y personal.Discutían cortésmente, cada cual firme en su posición: el periodista empeñado en obtener alguna declaración, el arquitecto joven negándose, alegando compromisos, modestia, terror a la improvisación, cuando sonó el teléfono. El arquitecto joven levantó el auricular, escuchó, balbuceó unas palabras, colgó y se desplomó sobre un asiento, pálido. Ha muerto Le Corbusier, dijo.A mil kilómetros de allí, en la Costa Azul, hacía un tiempo magnifico y, unas tres o cuatro horas antes, el viejo arquitecto —Charles-Edouard Jeanneret, llamado Le Corbusier, nacido en Suiza, el 6 de octubre de 1887—, había bajado, como todas las mañanas de este verano, a la minúscula playa de Roquebrune-Cap Martin, en ropa de baño, con un gorrito y una toalla al hombro.Hacía calor, el sol incendiaba el cielo purísimo y, hacia la izquierda, se divisaba claramente la playa de Menton, las casitas blancas de techos rojizos del Malecón y, más lejos, el vago perfil de las colinas de la Riviera italiana. La playa estaba casi desierta y el viejo arquitecto debió sonreír, feliz, porque era huraño y detestaba el tumulto.Pero a unos pasos de allí, asoleándose en lo alto de una roca, había un veraneante que contó después: "Lo vi sentarse a la orilla y tomar un rato el sol, cabeza arriba, con los ojos cerrados. Luego se paró y, ágilmente, se zambulló como un joven. Se alejó nadando y yo pensaba que era imprudente que un anciano así se metiera tan adentro, cuando, de repente, me di cuenta que le ocurría algo. Estaba a unos cincuenta metros de la orilla, flotando, y agitaba las manos con angustia. Incluso me pareció oír un grito mientras bajaba de prisa de la roca, gritando yo también, para que la gente que estaba en la playa comprendiera que el anciano se estaba ahogando. Cuando llegué a la playa, dos bañistas lo sacaban ya, tomado de los pies y de las manos".Sigue allá.
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