Ya no pienso en moverme de este cuarto
repleto de libros que no volveré a leer:
un pedazo de pan y un tazón de leche me bastan
para paliar las necesidades del día, y luego
me dejo estar bajo las mantas de mi cama
como uno que sabe que se hundió y simplemente yace.
Aquí no hay espejos, ni retratos, ni símbolos
que perpetúen el recuerdo de un tormento innecesario.
Las mujeres que me amaron han desistido
de llamar a mi puerta, el teléfono no suena
y mis antiguos amigos saben que cercené
mis tendones, mis terminales nerviosas,
que me encuentro sumergido en lo profundo
de un espacio complaciente con la inutilidad
de cualquier acto o pensamiento:
labrar, escribir, asear mi cuerpo, mi morada,
concurrir a banquetes donde todos beben y bailan
en manadas que ignoran la cercana senectud,
la putrefacción de la carne, la eterna caída
hacia un pozo oscurísimo y sin fondo.
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