Me venía cogiendo bichos de lo lindo,
lo confieso (¿o no soy un escritor?).
La vaca, la gallina, la oveja, la casera
(el marido, mire usted, nos espiaba,
desnudo y temblando con la capa
de la esposa en la espalda transpirada).
Estas cosas, bien o mal, tienen su tamaño…
Pero anoche, haciéndome el boludo,
llego al colmo, al alambrado…
No había luna (con tanto cielo,
qué raro). Mordía un pasto y me rascaba
amparado el ojete en la oscuridad…
La perdiz estaba en su hueco.
Yo mismo, hacía un rato, en el mío,
le daba al marote y ella aparecía
con las alitas quietas y la mirada
perdida, como envasada.
Me le senté al lado y (por supuesto)
se hizo un silencio, dos,
hasta que, sabiéndose perdida,
-acaso yo vibraba y ella me leyó-,
se puso de rodillas. Le vi la espaldita y
“Bueno, permiso”, pensé
haciendo a un lado la bragueta.
Tuve en seguida un momento de razón…
Mi poronga, su sombra, la cubría y le sacaba
una larga cabeza de ventaja.
Me importó, sí, pero bueno:
se la puse igual. ¿Vio cuando usté apoya
la mano húmeda en un poste y después la saca,
el ruido que hace lo sutil que es?
Ponérsela fue igual que resumir:
un solo pijazo le bastó.
(A mí no, sinceramente
hubiera querido un poco más…)
¡Qué loco es verse en la punta
del choto un pico abierto de perdíz!
(y los huevos cagados emplumados
mientras late distinto el corazón).
Prendí después una tuca
(“ñaruso” le digo yo, en clave)
y enseguida me dormí y me desperté.
¡Para qué! Todo el campo estaba ahí.
Una fila con los bichos ya culeados
y otra más, adelante, con la gente.
Me saqué del choto la perdíz con un revés,
me paré de un salto, los miré ofendido,
como violado, y ahí nomás, por tierra,
empecé a volver. ¿Qué sentía? No sé.
Calor. En eso pasó Dominguez en primera
fumando un Jockey Club. “¡Chau, qué hacés!”,
me saludó. Yo levanté la mano
pensando en otra cosa (“qué lástima, se va a saber”)
y dejé que me tapara el polvo del tractor.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario