30.4.06

VICIO EL BIZZIO / MANDARINA

Acá por el campo mucha lesbiana no se da,
pero sí pajera, y en cantidad. (No lo digo mal).
¡Si supiera usted lo dolido que estoy!
Al patroncito, muy serio, con la espalda
lampiña encorvada (usa bajo el monitor),
le gusta, le gustaba decir que la mujer
vale por dos, o por tres… Nunca lo entendí,
pero eso explica, me parece, que la pajera
(hablo de lo mío, hablo de Romina, la casera)
no precise como entidad de nadie más:
es lesbiana si al pajearse hace el amor con otra.
Grita una sola, pero gozan las dos.
(Después, mientras una fuma,
la otra busca desesperada la bombacha).
Enamorado de ella casi desde el día en que nací,
aproveché la alegría del velorio del marido
y la embestí. Me rechazó. (Nada violento:
me miró callada y yo sentí que me caía
en la mano la tapa del ataúd).
Perfumado, en otra ocasión, y bien vestido
la agarré del cuello. Forcejeamos. Tropecé.
La punta de la mesa se me vino encima
muy despacio, con tiempo, y alcancé
a oír: - ¡Nunca me gustó el varón!
- ¿Y cómo es que te has casado alguna vez?
-le quise y no le pude preguntar. Morí.
- ¿Sabés? –dijo al rato en español-
ese golpe, tu sangre, tu cuerpo
más feo que nunca ahora que ya no late,
me harán sufrir más que toda esta llanura…
Igual –la verdad- no estoy seguro
si lo dijo o si yo estaba ya del otro lado:
acá es tan fácil escuchar lo que no se entiende…
Todo se dilata, como el amor sin un je je…
No la extraño. ¿Rabia? No, tampoco,
todo lo contrario. ¡Si fui yo el que estuvo mal!
Día más, día menos, al otro día
de mi muerte vino Dios a darme charla.
Me pasó un bracito por los hombros
(es de locos el tipo lo flaco que está,
y encima con un grano en el tatuaje),
nos sentamos sobre las tetas
de su nube preferida, más pulida que un imán
y, sacándose la boina, me dio permiso
para ver de nuevo el mundo allá abajo:
el agua revuelta del tanque (australiano)
-un verdín surfeaba en las ondas, ahora no-,
la chancha más lejos que nunca de parir,
la sombra de Miranda sobre el arado
y, ya adentrándose en la casa,
unos fósforos de Playboy sobre la almohada.
“Bueno”, dijo el Señor, que no había dicho nada,
“¿vamos?”. Entonces la vi: estaba preciosa,
sola, viva, haciéndose la paja en el espejo.
“¡Romina!”, la llamé
y ella –milagro- levantó la vista y acabó (no por mí,
pero levantó la vista y acabó): Dios no entendía nada.
Se hizo una pausa de aliento satisfecho en el espejo,
y en su boca tembló la sombra de sus pestañas.
Yo –a propósito, como todo, incluido lo imposible-,
sabiendo que Dios me miraba, sonreí.

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