“Escribir un cuento es como viajar. Empezar una novela, como mudarse de casa. En el cuento, uno se marcha ligero de equipaje para regresar más o menos pronto, exhausto pero satisfecho. En la novela uno va y viene, cargándose de objetos: una vez completado el traslado, se ha de permanecer en la nueva vivienda durante largo tiempo.
El cuentista es un sprinter. El novelista, un corredor de fondo. Es decir, intensidad y técnica minuciosa (un mal movimiento nos haría llegar tarde a la meta) frente a largo aliento y perseverancia (no morir de brillantez por el camino).
Algunas novelas son como un insistente manoseo que no llegase al clímax. Los buenos cuentos se parecen al orgasmo. La narrativa breve es el punto G de la literatura.
Decía Bioy Casares que un cuento es nítido y limitado como un objeto. Una novela sería, entonces, difusa y amplia como todo un paisaje.
La novela es la luz del día (o de la luna llena). El cuento breve es sólo un breve golpe de linterna, una fugaz cerilla encendida en nuestro dormitorio a oscuras.
Escribir una novela es como pilotar un avión, con su envergadura imponente, su poderosa estructura y su complejo instrumental. Escribir un cuento, en cambio, es como tirarse en paracaídas: la sensación de velocidad es mayor, el vértigo nos acecha y, hasta tocar tierra, uno nunca está seguro de si el maldito mecanismo ha funcionado.
(Narrar, en cualquier caso, es el arte de volar).”
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