Yo no sabía qué era el “freno”, pero lo busqué en Wikipedia. Vivir en el campo y no aprender nada, dijo Carlos, despectivamente. Carlos es mi compañero de banco en el colegio. Opinó que era una burra por no saber eso.
El gordo Ramos estaba parado en el medio de la calle
principal. Había solo dos faroles encendidos; el más cercano al boliche no,
porque los chicos del barrio el otro día lo bajaron a pedradas. Mamá encendió
una luz y Don Antonio le pidió que la apagara. Los tres estaban afuera,
sentados en sus sillas. Con el gordo se habían tomado cinco pingüinos, para
espantar el calor. Pero el calor seguía en la mesa, acá y en mitad de la calle.
El cura cerró la puerta abierta de la capilla cuando vio la nube de polvo levantarse
desde el cementerio. Seguro que hasta le puso la barra, el muy cagón. El gordo
alzó la guardia, como buen boxeador que era, campeón provincial de peso pesado
en el 76 por el Juventus. La mula se le venía encima a todo galope, pero el
puñetazo entre los ojos la paró en seco. Él salió despedido varios metros para
atrás, y el animal quedó frotándose el hocico entre las patas delanteras, como
un perro resfriado.
- ¡Derechazo! -gritó el Cardón. Martínez afirmó con la
cabeza. Ninguno de los dos había alcanzado a ver el golpe, pero reconocían la
pegada del gordo, de los tiempos del boxeo.
Ramos abrió la boca y ella también, porque el puñetazo le
había desatado los clavos. La lengua suelta asomó sobre la barra de la quijada.
La mula estaba sangrando. Eso dijo Don Antonio, que seguía el enfrentamiento
por los prismáticos. Yo ajusté el zoom del teléfono, pero como era de noche no
se veía casi nada. Se me cayó la bandeja que tenía apretada contra el cuerpo.
Don Antonio se asustó con el ruido y dijo carajo. La mula extendió la mandíbula
inferior por sobre los dientes de arriba, como para mostrarle al gordo, que
estaba sentado, el bocado que no había sabido quitarle. Vi su provocación. Después
se acercó otro poco para clavarle los dientes de abajo, que eran puntiagudos
como los de un tiburón, en la pera al boxeador. Metió nuca y le levantó la
cabeza en el aire; para desengancharlo con una brusca afirmación. Después volvió
a buscarlo para clavarle los dientes más cerca del cuello. Ahora sí la sangre
empezó a salir a lo loco, como una regadera. Y ahí se me desenfocó el teléfono,
porque Don Antonio me tocó el culo.
- Andá para dentro que sos muy chica -dijo.
Cuando volví a mirar, desde la ventana del boliche, la mula le
había partido la mandíbula a su rival. Vi cómo escupía un triángulo de carne al
aire, y lo que quedó en la cara de Ramos. Mamá me dio la bandeja con tres
grapas. Llevales, me dijo con un gesto y yo le dije no puede ser, mamá,
estoy harta.
- Usted no me defiende.
- ¿De qué?
- Ha visto que me tocó y no me defendió.
Tardé en salir. Tenía que entrar los pingüinos vacíos, los
cinco, y dejar los vasitos. La conversación entre los hombres estaba excitada.
- Le tiró fuego por los ollares, la muy puta.
- ¿Se le trepó para quemarle el pelo, o vi mal?
- Pobre gordo, lo aró al trote en su charco. Le hizo bailar
la refalosa.
Los tres bajaron hasta la calle. A lo lejos, la Mulánima
entraba al camposanto. La última luz del pueblo nos mostró cuando entraba.
Otros curiosos se fueron acercando. El enfermero de la Sala de Fomento levantó
uno de los brazos del gordo, para tomarle el pulso.
Sin mandíbula, la cabeza del gordo se reía. De la vida, de
nosotras, de su suerte. No me dio ninguna pena. Le saqué una foto para
mostrarle a Carlos, que vivía en el pueblo de al lado y por eso no se iba a
enterar hasta la clase.
Me llamo Lucía y tengo doce años. Despacho en el comedor de
mamá, al que todo el pueblo llama el boliche. Damos guisos y vino de damajuana.
Vienen solamente hombres. Antes venían muchos, pero ahora quedan menos. Esa
mesa de cuatro, por ejemplo, que se volvieron tres. No me gusta atender.
- Me dijo que me estaba poniendo linda y me refregó una mano
por las tetitas. Don Antonio, quién va a ser. No me importa que sea capanga. ¿A
usté le parece bien, mamá, que me refriegue las tetitas?
- Son los últimos clientes que nos quedan.
Me señaló la mesa de adentro, con las sillas dadas vuelta. La
de afuera estaba con los tres vasos sin tocar.
- Vuelva las grapas a la botella, m´hija.
- Pero quedaron a la intemperie. Ya no tendrán alcohol.
- Haga lo que le digo: no son tiempos para el desperdicio.
Le conté a Carlos lo que me hacía ese viejo de mierda. Me
dijo: La próxima voy y lo mato. Me dio miedo.
- Esta noche le clavo un hondazo entre las cejas y no se
levanta más.
Estuve todo el día nerviosa. Mamá hizo pascualinas. No sé
para qué cocina, si los tres solamente toman y toman, mientras miran la calle.
Y hablan de quién es más macho.
- Si quiero, la ensarto a ciegas -dijo Martínez.
- ¿Con banderillas, como un torero? -le preguntó el Cardón.
- Con las brocheteras. Una para la cabeza, otra para el
corazón.
- ¿A que no? -lo azuzó Don Antonio. -Lo vi pararse y entrar
a la cocina. Volvió con las espadas de los anticuchos. Las clavó en la tierra.
- Te quiero ver esta noche.
Dejé la botella de Criadores y unos cuadraditos de la tarta.
Martínez sentía tanto miedo que se llevó uno a la boca. Fue el único que comió,
y se tomaron dos botellas. La segunda sin hielo, porque se había acabado. Don Antonio
se enojó, me sacudió por los brazos. No podía faltar hielo en un bar decente. Después
me sentó encima de sus piernas. Los otros dos se hacían los distraídos mirando
hacia la calle principal. El cura pasó con el monaguillo; iban rápido. ¿Dónde
estaba Carlos? Los dedos de Don Antonio pasaron de mi pelo a la blusita azul,
de la que desabotonó un nácar. ¿Dónde estaba mamá? El viejo me tenía aferrada.
Yo podía sentir su cosa hinchada en el pantalón cuando me movía en el caballito.
En un momento me soltó para decirme que me quería mansa, porque yo le di vuelta
la cara a su aliento asqueroso. Me tuve que bajar y gritarle; me dieron ganas
de llorar. Cuando me caí al suelo los tres me miraron la bombacha.
- Me gusta el rojo -dijo Martínez.
Don Antonio le retrucó:
- La sangre de la
Mulánima va a ser tu rojo, fanfarrón. Te juego a la chiquita: si traés a la
mesa el corazón de la desalmada, te la cogés primero.
- La clavo a ciegas.
Yo descolgué el lienzo de hacer la ricota y se lo tiré a la
mesa.
- Esa es la venda -lo reté.
- A vos te clavo, pendeja -contestó él.
- No viniste, Carlos.
Le dije del caballito y lo que me dijeron de violarme. Soy
virgen, y él lo sabe. No quiero ser desvirgada en este pueblo de mala muerte,
ni en el de Carlos. Ni por Carlos ni por ninguno de los hombres horribles que
hay acá. Aunque a Carlos lo quiera un poco.
- Tuve cosas que hacer, Luci -dijo.
Fui con la señorita y le dije lo de las guarangadas.
- ¿Tu mamá no te salva?
- Tampoco.
- ¿Y viste todo lo que pasó anoche?
- Sí.
Entonces le conté que los tres esperaron a que oscureciera,
ahí sentados. Cuando se hizo la hora de los muertos, Don Antonio acompañó a
Martínez hasta la ruta y le vendó los ojos. El otro levantó las espadas. A lo
lejos, todos menos el torero vimos salir a la mula. Se distinguía por los ojos
amarillos. Don Antonio palmeó a Martínez en la espalda. Fanfa, repitió.
Y lo dejó solo. Martínez hincó rodilla en tierra, apuntando al camposanto. El
pueblo se calló, y los billetes dejaron de circular.
Buscó clavar la estaca cuando la sintió llegar, pero la mula
fue más viva y lo esquivó. Le fue por atrás con un corcovo corto, y le aplicó
dos coces en la nuca. Martínez cayó desmayado. La mula le saltó encima. Los
pisotones daban en las coyunturas; una a una las fue separando, como si supiera,
como si buscara desarmar el cuerpo de Martínez. Le quebró las muñecas, los
codos, los hombros, los tobillos, rodillas y cadera; el último golpe se lo dio en
el cuello. El cuerpo del hombre quedó suelto. Hacía movimientos de manta con
ratones debajo. Por lo menos, desde donde yo estaba se veía eso.
- ¿Y después? -preguntó la señorita.
- Después trotó hasta la capilla a dar patadas y más
patadas, pero el cura y el monaguillo habían puesto un mueble atrás de la
puerta, y no lo pudo tirar.
- ¿Y después?
- Dio media vuelta y se volvió, masticando su freno que
nadie le puede quitar.
Tengo una foto de la ameba Martínez, aunque tendría que
haber grabado un video mientras se movía. Quise mostrársela a Carlos, pero no
me hablaba. Estaba muy ofendido porque le había contado a la maestra que era un
traidor. También le saqué una foto al Cardón, sin que se diera cuenta, cuando
Don Antonio dijo que era su turno. Ya habían tomado ocho ginebras cada uno; el
Cardón apenas si podía estar en pie.
- Acá te queremos ver con la patroncita -dijo, y me pellizcó
un cachete. - ¿O sos cagón?
El Cardón no contestó. Miró la calle y calculó las horas de
vida que le quedaban. Cuatro. Era cagón.
- Necesito una Gancia y un facón de cruz.
El Gancia se lo alcancé, mamá me dio un bol con hielos. Pero
facón de cruz no teníamos. Carlos andaba merodeando desde las seis. Don Antonio
lo llamó.
- Agarre la bici y vaya hasta el puesto. Ahí hay un facón en
un cajoncito, envuelto en un paño gris. Me lo trae y yo le pago.
Carlos tenía la honda enganchada en el cinturón, y el
bolsillo lleno de piedras.
- ¿Me entendió, m’hijo?
Carlos hizo un sí de cabeza. Me senté en una de las sillas. Don
Antonio me alcanzó un vaso con la bebida dorada.
- Es dulce -dijo-. Te va a gustar.
Alcancé a mojarme los labios cuando salió mamá.
- Los menores no toman alcohol.
Tomé un traguito para mostrarle que estaba equivocada. Los
hombres se rieron. Mamá me pegó una cachetada.
- Me extraña de ustedes, dos caballeros -los retó. Y se
volvió a la cocina, furiosa.
Don Antonio solamente dijo:
- Otra para quitarle el freno.
El Cardón agregó:
- Me parece que es hora de ir a tomar el trago al otro
pueblo.
- O dejar de chupar -les agregué.
Las horas se pasaron volando desde que Carlos volvió. El
facón era tan chiquito que el Cardón le enhebró una soga por la argolla y se lo
colgó como crucifijo. “Prefiero despenarla con el tenedor”, dijo. Se refería al
tridente de cardar paja. Se levantó, caminó veinte pasos hasta el depósito del
boliche y lo trajo, triunfante como un diablo. La cara le había cambiado.
Carlos me dijo si quería ver la contienda con él, desde la ventana del
depósito. Le dije que había mucho olor a humedad, pero que si él quería, bueno.
Cardón pidió fernet y soda para mezclarle al Gancia, y Don Antonio se paró para
ir a mear. Era la segunda vez en la tarde.
Cardón dijo que el capo ya tenía problemas de próstata.
Varias veces lo vimos mear directamente desde la silla, de sentado. Saca un
pitito chiquitito, y lo agarra con la punta del meñique y el pulgar de la mano
derecha, desde arriba para taparse. Apunta hacia la tierra del piso. El chorro
es corto y sonso, después lo deja suelto hasta que le acaba de gotear. Lo vi al
menos tres veces. Yo ya le había visto la picha a los compañeros que me
mostraban. La señorita dice que no hay que hacer eso, que es de mala educación.
La picha de Don Antonio es más o menos como la de mi amigo Carlos, pero el
chorro de Carlos llega más lejos.
Nos metimos en el depósito, que estaba lleno de bolsas de
harina y cajas con latas. Había algunas máquinas también, y un banco de
carpintero lleno de herramientas. Carlos agarró la tijera de podar y me la puso
en el cuello. Abierta. Detrás de la ventana el Cardón izaba su tridente, en
medio de una ruta vacía. Arengó dos veces hacia delante; Carlos quiso imitarlo
y casi me corta.
- Pará -le dije.
- Quiero cogerte -dijo él.
Le aparté las manos hasta que logré que apoyara la tijera
sobre el banco.
- Así no es.
- ¿Y cómo es?
- Así -y le di un beso. La picha se le paró instantáneamente
en el pantalón. Inmediatamente empecé a decirle que me iba a ir del pueblo. Que
me quedaba muy poco. Había hablado con la señorita.
- Soy virgen.
Agregué que no iba a dejar que nadie del pueblo me quitara
nada que yo no quisiera.
- ¿Y Don Antonio?
- Menos.
Alguien le había gritado una instrucción al Cardón, que miró
hacia el boliche. La venda blanca le cayó a dos pasos. El Cardón se agachó a
agarrarla justo cuando se escuchó el primer rebuzno. A Carlos se le cayeron las
piedras del bolsillo, porque se había bajado los pantalones.
- Por atrás te dejo -le dije, y me bajé un poco la pollera.
Pegué las tetitas contra el banco, para poder mirar tranquila. Carlos puso un
cajón de soda para subirse. Se escupió la mano. Sentí cómo se apoyaba. Pero no
pasó nada, porque acabó un instante antes de meterla. Con mirarme el culo,
nomás, se fue. Me apoyó la mejilla en la espalda de la remera. Los rebuznos se
oyeron más cerca. La leche tibia de Carlos me empezó a correr entre las
piernas. ¿Por qué me había amenazado con la tijera, si sabía que gusto de él?
¿Por qué eran tan idiotas los hombres? Lo aparté para secarme con un repasador
que era nuevo, y estaba en una pila. El grito de afuera se confundió con el
ruido del trueno. Cuando volvimos a mirar, el Cardón ya no tenía cabeza. La
venda estaba clavada en el tridente, y su brazo derecho la sacudía como a una
bandera de rendición.
La Mulánima, detenida a tres metros del cuerpo danzante,
escupió una masa de pelos y huesos como si fuera un gran carozo. Después galopó
hasta la capilla y metió el hocico por los vidrios rotos de una ventana. Y echó
fuego con las fauces, pero el cura y el monaguillo lo apagaban con el
extinguidor. Lo repitieron dos o tres veces; ella al final se cansó y se
volvió. El Cardón había quedado quieto y de rodillas. La mula le pasó por al
lado, como si no le importara. Él nunca soltó su tenedor. No me dio ni un
poquito de pena.
Esperé a que Carlos parara de llorar. Estaba sentado cuando
lo volví a besar. En los ojos, en la frente, en el cuello.
- Pero te vas a ir, Luci -fue todo lo que dijo.
- Sí.
Salí sola del depósito. Don Antonio tenía la cabeza apoyada
sobre los brazos, y los brazos sobre la mesa. Tenía la picha afuera. Volví con
el teléfono y le hice una foto. Después fui hasta la ruta y le hice otra al descabezado.
Y a la cabeza separada, que tenía los ojos muy abiertos.
Voy a la escuela a la mañana, pero cuando llego ya tengo que
servir. Me como un sánguche o una empanada, de pasada; mamá me deja hacer la
tarea cuando todos se van o se duermen. Me siento a la mesa, separo un poco las
cosas que quedan y trato de que el cuaderno no se me manche. Si queda un queso
de la picada, o una rodaja de salamín, me la como. A veces Don Antonio deja de
roncar y me dice: “haceme una pregunta difícil”.
- ¿Capital de Bolivia?
- Bolón.
- ¿La moneda de Chile?
- El palafito.
- ¿La montaña más alta de los Andes?
- Mi catrera.
- ¿Gentilicio de Uruguay?
- El mate.
Después se babea un poco y se vuelve a dormir.
Hoy cumplí los trece y Don Antonio me preguntó qué quería de
regalo.
- La suya -le dije, indicándole la bragueta-. Pero después
de sacarle el freno a la animala.
Habían pronosticado tormenta. Siempre llueve en mi
cumpleaños.
- O matarla -agregó él.
- O matarla -repetí.
Entonces le pidió a Carlos, que andaba rondando, que
agarrara la bici y le trajera del puesto la 38 y una caja con balas. Carlos
estiraba los elásticos de su gomera con un pedazo de granito que se había
soltado de un cordón. Hizo una prueba contra unas botellas de cerveza de mamá,
que lo sacó carpiendo. Después le apuntó a otra ventana de la capilla, y le
volvió a acertar. Entonces se fue. “Pendejo”, dijo Don Antonio. Le serví otra caña.
Era la cuarta, y se tomó dos más en el tiempo que Carlos tardó. Vi cómo cargó el
arma sobre la mesa.
- Así no vale -le dije.
- La mato y te hago mujer -dijo él.
Carlos lo escuchó cuando se iba y tensó la honda
intencionalmente. Peligrosamente, diría.
Estuve ahí sentada hasta la noche, escribiendo una redacción
que nos mandó hacer la señorita. En el cuento se morían quemados cura y
monaguillo, Don Antonio, todos los hombres menos Carlos. Mi mamá también se
moría quemada. La maestra no. Se salvaba, aunque no apareciera. Y yo después me
fugaba con ella.
Don Antonio volvió bien a la noche, fumándose un habano. Me
habló de que necesitaba un gesto mío, algo que le diera fuerza en la contienda.
Estaba bañado y peinado a la gomina. ¿Qué me está pidiendo?
- Que me muestres la concha en el galpón. - Él jugaba
con la 38, abriendo y cerrando el tambor. - Ahora.
Miré hacia la cocina, mamá estaba friendo bocadillos de
acelga.
- Espere -dije. Intenté levantarme, pero él me agarró del
brazo. Y creo que hasta me apuntó. Entré al galpón con los ojos cerrados. Quise
gritar, pero no pude. Metió el caño del arma en un pedacito de elástico de la
bombacha blanca que salía por arriba de la pollera y tiró para abajo,
arrastrando la ropa. Me di vuelta y me apoyé en la mesa. Las tetitas entre los
codos. ¿Iba a llorar por tan poca cosa? A veces pasa lo que una no quiere,
pensé, mientras lo sentía apoyarse. Abrí los ojos y la Mulánima ya estaba en
mitad de la calle. Silenciosa, me miraba. Se la señalé a Don Antonio; me di
vuelta exponiéndole la carne prohibida, pero en esa oscuridad ni se veía. Un
relámpago inmenso blanqueó el galpón. Don Antonio se subió los pantalones sobre
su picha fláccida, como una flor achicharrada. Puso el arma en celo y salió
corriendo. La animala lo esperaba; parecía mansa esta vez. También había varios
muchachos alrededor, con escopetas. El cura tenía la puerta de la sacristía en
rendija, y el monaguillo estaba en el atrio con una cruz pentecostal terminada
en lanza. El agua empezó a caer de a baldazos del cielo. La mula no se inmutó.
Don Antonio se le acercó apuntándole con el brazo extendido.
Levantó la muñeca y bajó el caño. Pensé pobrecita. Pensé querida.
Él le apoyó el revólver entre los ojos. Como ella no hacía nada, le desabrochó
la presilla derecha del tiento, como si le estuviera desprendiendo el corpiño.
Una de las puntas del freno de metal quedó libre. La escuché rebuznar
lastimosamente. Don Antonio miró para ver si yo estaba mirando. Levanté el
teléfono para sacarle una foto. Y entonces él, inesperadamente, se llevó el
arma hacia su propia cabeza y disparó. El cuerpo de Don Antonio cayó como una
bolsa de papas. Decenas de truenos sonaron en el cielo. Los otros hombres se
llevaron sus armas a las bocas. Los estruendos se dieron como en coro. El cura
salió con una tea encendida de la sacristía y comenzó a prender la iglesia. El
monaguillo fue corriendo a clavarle la punta de la cruz. Después se puso él mismo,
mientras aún el cura tiritaba sus estertores finales, y lo abrazó de frente. La
cruz le salió por la espalda y la sangre por la boca.
Otros los siguieron en los incendios. El pueblo se quemaba
rápidamente. Algunos hombres se tiraron de los tejados; el carpintero salió con
una maza que fue descargando en las cabezas de los niños. Había uno con una
motosierra cortando brazos y piernas. Las mutilaciones se resbalaban entre el
agua de lluvia y el líquido rojo. Las instalaciones de gas empezaron a explotar;
los autos a incendiarse. El humo subía hacia la noche en columnas espesas. Los
relámpagos descubrían a los ahorcados en los árboles, y a algún peón con la
cara arrancada. Había hombres sin brazos, con perforaciones en el tórax, asfixiados
y con la cara contra el barro de los charcos. El olor a carne quemada llegó
hasta mi nariz, en el depósito. Significaba que yo también podía quemarme, si
el fuego decidía prenderme como lo estaba haciendo con el pueblo. La ventana
del apocalipsis me devolvió a una Mulánima todavía quieta, inmóvil en medio de
la destrucción, como una postal. Le iba a sacar una foto pero me acordé de
mamá, y me asusté.
Salí hacia la casa iluminándome con la linterna del
teléfono. Las puertas estaban abiertas. Sillas volcadas, botellas rotas. Entré a
la cocina. Ella estaba sentada en el piso, con la cuchilla de matar chanchos
clavada en el medio del pecho. Tenía los ojos cerrados y le faltaba una teta,
que colgaba al lado de la puñalada. Quien lo hizo le había arrancado la blusa
hasta la cintura. Carlos también estaba, pero vivo. La honda en el piso y él
recostado un poco más allá, con una mano debajo del horno y otra tanteando en
los mosaicos. Encontraba una piedra y se la comía. Lo vi tragarse tres antes de
que levantara la cabeza para preguntarme:
- ¿Denserio te vas a ir, Luci?
Apunté con la luz. Le faltaban la cadera y las piernas. Una
piedra surgió de su interior embebida en los jugos de Carlos.
Fui caminando hacia atrás para escaparme del horror. Tropecé
una vez con los vasitos. Sobre la puerta de entrada sentí que me tocaban en la
espalda, y el soplido de una respiración que no era humana. Me di vuelta. Ahí
estaba, hociqueando, con el freno a medio colgar. Tenía los ojos rojos. Le
acaricié el costado con mi mano extendida. Por detrás se veía más gente clavada
en otros postes. Busqué la presilla de la izquierda, y se la desprendí también.
La mula tenía las fauces calientes, llenas de una pasta negra con olor a
podrido que me ensució la remera. El segundo cariño se lo hice en el entrecejo,
cuando bajó la cabeza. Le dije ahora tengo un poquito de pena. Puse las
dos manos en cuenco y ella dejó deslizar -suave, delicadamente- el bocado. El fierro
estaba caliente, pero no tanto como para quemarme. La lluvia lo había enfriado.
La misma lluvia que disimula mis lágrimas, mula. Levantó la cabeza. No
voy a tener que irme porque no va a quedar lugar de dónde irse, señorita. Cerré
las manos en oración, apretando el freno, y la volví a mirar.
Me pareció que sonreía.

No hay comentarios.:
Publicar un comentario