¿Cómo
escribe?
—Empiezo con una idea un poco paradójica;
filosóficamente paradójica o extraña, para crear la lógica del relato. Pero
dentro de esa idea tiene que haber algo importante para mí. Lo que hago
tiene que ver con la verosimilitud y la continuidad, con que un pasaje siga
lógicamente al otro. Si un personaje de una novela sale volando, puede ser
porque la gravedad se suspendió. Yo invento las explicaciones necesarias. A
veces pienso que no escribo, sino que creo transiciones: de un pensamiento a
otro, de una frase a otra, de un párrafo a otro. Empiezo por el principio y
sigo hasta el final.
Aira llama a ese proceso “vuelo libre hacia
adelante”, que no debe confundirse con el stream of consciousness: no expresa
un flujo de conciencia, sino que lo crea en el lector. Escribe entre media y
una página por día, prolijamente a mano, con una pluma Montblanc en un cuaderno
fino, y luego lo pasa en limpio.
Se mueve con soltura entre las pilas de libros
hasta una de las habitaciones que antes eran de sus hijos, con una cómoda silla
gamer frente a la computadora y un cubrecama rojo que se asoma entre los libros
apilados sobre la cama. Las paredes están pintadas de azul, a diferencia del
resto del departamento, donde las paredes y el techo tienen ese tono grisáceo
que sólo décadas de vida familiar pueden producir. Los dos hijos ya hacía mucho
que se habían ido de casa cuando él y su esposa, la poeta Liliana Ponce, se
vieron obligados a mudarse, hace dos años, a una vivienda con ascensor, ya que
ella quedó en silla de ruedas. La mayor parte del tiempo la dedica a las tareas
domésticas y a cuidarla. Compra la comida hecha y la calienta en el microondas.
—Seguimos vivos gracias a la pescadería de la
esquina.
Unas horas por la tarde contratan una asistente
para que él pueda estar allí y escribir. La revisión de los textos en la
computadora le lleva más tiempo que nunca.
—Antes nunca editaba, dejaba todo como salía.
Ahora no sé si escribo peor —seguro que sí— o si me volví más exigente. No sólo
corrijo, reescribo —dice con una sorpresa sincera—. El libro en el que
trabajo ahora lo reescribí por completo, pero todavía no estoy satisfecho. Voy
a leerlo una vez más antes de dárselo al editor, y si no pasa nada entonces,
quedará así.
“Los hombres pequeños con sobretodo” será la
tercera publicación en menos de un año.
—Soy un poco impaciente. Hay que demorarse en las
escenas, describir a los personajes y el ambiente. Me canso de eso y quiero
avanzar —dice y se ríe—. A veces noto que avanzo demasiado rápido y que
los lectores disfrutarían más si el texto fuera más completo.
¿Ha cambiado tu gusto?
—Ya no me conformo con sólo jugar, yo que fui el
abanderado de una literatura lúdica, sin mensajes políticos ni morales. No sé
si será la edad o qué, pero ahora quiero una cierta sustancia. Vivo en
mi torre de marfil, mi tour d’ivoire, y no me importa lo que pasa allá afuera.
Sin embargo, sigue negándose a involucrarse en
política, en un tiempo de fuerte polarización, sobre todo en torno al
presidente libertario del país, Javier Milei. Muchos otros artistas firman
manifiestos y agitan constantemente contra el desmantelamiento del Estado,
especialmente en el ámbito cultural.
—Mi mujer se altera mucho con Milei, pero yo me
salvo no mirando televisión y hojeando rápido el diario hasta llegar a la
sección de cultura.
Se acerca a una de las ventanas de su torre. Desde
adentro realmente parece una, con vista libre en dos direcciones sobre una
esquina y las casas bajas del barrio de Flores, en Buenos Aires. Las copas
claras de los plátanos dejan caer su pelusa pegajosa sobre la gente que entra y
sale de la panadería en la esquina opuesta.
—La realidad siempre está presente de algún modo.
Tengo una novela que se llama El panadero, que transcurre ahí —dice señalando—.
Me imaginé una panadería plegable, y en la última página muero aplastado dentro
de ella porque el panadero, mi enemigo, la plegó sobre mí.
Aunque a veces utiliza escenas y personas de su
vida, no escribe de forma autobiográfica. Por el contrario, desprecia la
“literatura de desayunos y sentimientos”. César Aira es apenas otro de sus
muñecos de juguete sometido a travesuras, aventuras y experimentos
epistemológicos. Sus historias suelen estar construidas como muñecas rusas o
jardines barrocos laberínticos. Culpa de eso a Jorge Luis Borges, el escritor más
importante del país, que para fastidio de muchos nunca ganó el Nobel.
—Borges me marcó con su literatura literaria, una
literatura que constantemente alude a los mecanismos de la escritura. Su veneno
entró en mi sangre.
Comparadas con los cuentos de Borges, las obras
de Aira son largas, aunque cortas para ser novelas.
—Después de cien páginas se me acaba el
combustible. El tipo de historias que se me ocurren son breves. Insertar
pasajes para alargarlas sería artificial. Algunas de mis novelas tienen
demasiadas páginas.
Menciona “Fulgentius” (2020, 168 páginas; en
inglés, 2023): un general romano escribe y monta una tragedia autobiográfica
que predice su propia muerte.
—Tuve que inventar otra batalla, otra montaña que
cruzar. ¡Ay, cómo me agotó! —dice, casi deslizándose ya del todo hacia el
apoyabrazos del sillón.
Ese cansancio también afecta a algunos lectores.
Los críticos de Aira sostienen que los muchos giros y vueltas de sus libros a
veces se vuelven un fin en sí mismos, demasiado forzados.
Un libro destaca
por varias razones. En “Margarita (un recuerdo)” (2012, en sueco 2021), un
joven pasa su último verano con la familia en el campo antes de mudarse a la
capital para estudiar. Exteriormente es igual al joven César Aira, criado en
una familia rural en Coronel Pringles en los años 60, interesado sólo en leer,
escribir y pensar. Llega la huésped de verano, Margarita, y nada vuelve
a ser igual. Página tras página, escribe una historia de amor contenida, sin un
solo beso:
“El vuelo hacia adelante se había detenido en
un cuadrado dorado. El espacio se doblaba sobre el tiempo, y mostraba, a través
de sus distintos reversos, nuevas imágenes de nosotros mismos: Margarita y yo
cayendo entre bancos de niebla, caminando juntos entre terneros dormidos para
llegar al otro molino, el más alto, donde nos sentamos a escuchar el canto de las
alas.”
No pasa absolutamente nada. Sin juegos
literarios, sin laberintos. Solo una historia de amor temblorosa. Luego el
verano termina, Margarita se va y deja al joven completamente destrozado.
—¡Exacto, Margarita! Jajaja. Un recuerdo —dice,
pensativo—. Me inspiré en un cuento de un autor italiano sobre una chica
con ese nombre. Pensé que no iba a complicarlo: haría veinte escenas de
quinientas palabras cada una. Dibujé veinte recuadros en una hoja y los fui
llenando.
Sonríe como un mago que acaba de revelar el
secreto de un truco.
La ciudad natal,
Coronel Pringles, en la pampa, a 500 km al suroeste de Buenos Aires, tenía dos
grandes bibliotecas públicas para 14.000 habitantes. No había mucho más que
hacer para un chico tímido, miope y reflexivo.
—No tenían best sellers, solo libros realmente
buenos: Kafka, Joyce, Proust. Leía probablemente un libro por día, y los
lectores empedernidos tarde o temprano empezamos a escribir.
Ahora lee casi exclusivamente cosas que ya leyó
y sabe que valen la pena.—El tiempo es
limitado —dice con tono práctico, enderezándose en el sillón y alcanzando una
pequeña edición roja del Antonio y Cleopatra de Shakespeare, que sabe
exactamente dónde está en la biblioteca desordenada—. Este pienso
releerlo. Olvido mucho, así que para mí los libros siempre son nuevos. Hay
libros míos de los que ni siquiera recuerdo de qué tratan.
Cada intento de deshacerse de libros termina con
él perdiéndose entre ellos.
—Como lector soy muy tradicional, mientras que
como escritor quiero hacer estallar los marcos.
César Aira
disfruta tanto de leer como de escribir, pero de maneras diferentes, dice,
citando al realista francés del siglo XIX Stendhal:
—El placer denso y profundo de escribir, y el
placer ligero y superficial de leer. Para escribir hay que buscar muy dentro de
uno y ponderar cada palabra. Cuando se lee, la mirada se desliza sobre las
páginas, avanza. He dedicado toda mi vida a leer y escribir, así que no puedo
quejarme.
Escuchar la voz nasal de Aira, con acento
porteño, es como verlo escribir: preciso y melódico, serio y juguetón al mismo
tiempo, con atención simultánea al detalle y al conjunto. Se nota dónde van las
comas y los puntos.
—Como lector soy muy tradicional, mientras que
como escritor quiero romper los límites. Tengo un lenguaje elegante y
convencional, pero es sólo la superficie, y bajo esa superficie se pueden
esconder cosas muy raras.
El idioma se mantiene sorprendentemente uniforme
a lo largo de su vasta producción, en distintos géneros —a veces varios en un
mismo libro—, desde su primera novela escrita a los 21 años, Las ovejas
(publicada recién en 1984). Lo atribuye a sus muchos años como traductor, antes
de poder vivir de su obra a partir del cambio de milenio.
—Lo que las editoriales quieren de un traductor
literario es un buen idioma, no fidelidad al texto original. Saben que el
lector no compara. Me di cuenta rápido de que un lenguaje elegante, con buen
ritmo, fluidez y dramaturgia, era la clave para tener siempre trabajo y poder
vivir bien.
Esa visión lo confirma el propio periodista, que
confiesa haber “suavizado” un poco la cita anterior, lejos de cómo él se había
expresado. Esa actitud relajada no la comparte Djordje Zarkovic, traductor de
sus dos últimas ediciones suecas:
—Nunca me topé con tantas frases en las que me
quedo sin saber qué hacer, aunque entienda cada palabra —dice.
¿Sus traducciones fluyen? Aira pregunta. Sí,
fluyen.
Lectores de más de cincuenta países han llegado
a sus libros en treinta y siete idiomas. La ícono del rock estadounidense y
poeta Patti Smith está entre sus fans más devotos y lo llama “geómetra
psicodélico” en el prólogo de The Divorce. En Argentina, Aira mantiene su
estatus de culto aunque todo lector tenga al menos un par de libros suyos en
casa. Francisco Garamona, su editor argentino en Mansalva, que espera el
manuscrito de “Los hombres pequeños con sobretodo”, cuenta que los lectores
literalmente se amontonan en la puerta de la librería para conseguir cada nueva
publicación. Los grandes medios reportan los rumores antes de cada salida.
Aira casi nunca
concede entrevistas, porque le quitan tiempo de lectura y escritura. Lo mismo
con los premios. En 2021, cuando recibió el Formentor español, dijo que no
aceptaría ninguno más.
—Sería lindo ganarlo, pero seguro lo gana ese
húngaro. Kraszna-algo.
Desde entonces, las especulaciones sobre el
Nobel se han intensificado. Cada octubre lo detienen en la calle para decirle:
“¡Esta vez lo ganamos!”
—Sería lindo ganarlo y recibir una suma tan
grande, pero seguro se lo dan al húngaro ese. Kraszna-algo. Él siempre gana.
¿Y en qué usaría el dinero?
—Mi esposa está muy enferma y necesitamos mucho
dinero para poder pagar sus tratamientos. Así que no habría lujos.
Cuando lo
contacté por primera vez, Aira me escribió que no podía salir por una enfermedad
grave y ofreció una entrevista por correo electrónico, como había hecho antes.
—Bah, eso ya pasó —dice una semana más tarde,
luego de una larga insistencia mía, que sólo funcionó cuando le propuse elegir los
temas que no podríamos pronunciar durante la charla—. Pero hay un
problema mayor que se llama setenta y cinco. Seventy-five. Cuando uno llega a
esta edad, la edad misma es el problema. Falta de energía, falta de todo. Todo
el sistema empieza a desmoronarse. Supongo que solo irá empeorando.
¿Tenés apuro?
—Hago todo más lento. Me han criticado mucho por
ser productivo. Antes de decir que soy una persona dicen que soy productivo. A
la gente le gustan los escritores que no escriben, que guardan silencio ocho
años y luego publican un libro. Como si ese libro valiera ocho veces más.
¿Hay cosas que querés dejar escritas?
—No, ya las escribí. De joven escribía porque
quería ser publicado, ser escritor, tener éxito. Ahora que todo eso está
cumplido, lo que queda es el placer de escribir. Incluso cuando no estoy
trabajando en nada en particular, me gusta sentarme y escribir algunas
palabras. Una frase, y después otra al lado. El final se acerca
inevitablemente, pero pienso seguir escribiendo hasta mi último graznido.
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