“Una doncella llena de vitalidad cierto día muere, se anestesia o adormece. Lo que la mata, insensibiliza o duerme es algo del orden del dolor: un pinchazo, un fruto o una astilla envenenada, una maldición. La despierta siempre algo o alguien que tiene que ver con el amor: amor de aquel que se aventura por la selva espesa, de quien es capaz de saltar vallas y sortear obstáculos, o su propia capacidad de amor hacia los otros.
(…) Cada narración deberá dormir en mí, durante años si
fuera necesario, hasta que encuentre su razón de ser, su cómo, afirmaba
Juan José Saer en El concepto de ficción. De modo que, hablando de la escritura,
también él habla del dormir y el despertar, en la búsqueda de un sentido que
podría equipararse al sentido de la existencia. Así, sobre el sólido supuesto
de la realidad, el relato simbólico se tiende como una doncella dormida,
dispuesto a sedimentarse a sí mismo por años si fuera necesario, hasta que
quien escribe (o la sucesión de bocas que narran) encuentra ese qué, esa forma
capaz de despertarlo y despertarnos en la lectura o en la escucha.
(…) Dormir como oposición a vivir atravesando el dolor. También como oposición a soñar. Dormir sin memoria. Olvidar. No sentir nada. No saber de dónde provienen el propio sufrimiento ni el propio regocijo. Ignorar y por lo tanto ser inmune también al dolor de los demás. Y si estamos tan dormidos, ¿qué puede despertarnos? El amor, los saltos de conciencia, el arte son algunos caminos para hacer de la vida lo que Yourcenar dijo de la escritura: un ejercicio con los ojos abiertos.”
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