¡Qué manera de morfar anoche! La Clínica entró en modo
maratón de lectura, y cuando hay maratones hay picnics. Aunque lo de anoche
superó en cantidades lo que solemos comer (esto quiere decir que sobró).
Fernando hizo una focaccia, Pati y Fabián trajeron sanguchitos, Fabiana cherrys
y pastitas diversas, Lili aportó unos bizcochos salados con castañas de cajú,
Pablo se despachó con unos triángulos de roquefort con dulce de membrillo
oscuro, dátiles y nueces, y Jonatan nos regaló el postre: masas finas,
riquísimas. Yo colaboré con unos scones de cebolla de verdeo y queso blanco
tuneado. Banquete.
No fue del todo maratón porque pasamos la primera hora meta masticar, además de que me habían quedado dos pendientes de la
charla teatral de Patricia Suárez del miércoles anterior. Leímos el primer acto
de su obra “La última navidad”, ganadora de un premio auspiciado por la Universidad
de La Pampa. Leerlo fue constatar que toda la teoría que ella entregó la semana
pasada en la Clínica está aprovechada en un cien por ciento. Patricia hace lo
que dice, y le sale genial. Entendimos la introducción, nos afectó la bomba
dejada caer por Anita durante la cena navideña (que expone violentamente el conflicto)
y, si seguíamos, nos íbamos a encontrar el scherzo entre Don Saúl -padre
de Estrella- y Estrellita joven, contado como una acción del pasado en la
escena tres. La escena cuatro, en plan revelación, nos conducirá al final. La
teoría aplicada con exactitud en una comedia muy graciosa.
El segundo asunto pendiente tiene que ver con el ejercicio
que Patricia nos hizo hacer. Va el enunciado:
“Escribimos un diálogo entre dos personas que bajan en un
ascensor. La luz se corta, las personas quedan encerradas. Pueden ser conocidos
o desconocidos, deberse plata, odiarse o intentar seducirse. Pueden ser
vecinos, un delivery con un comprador, jefe y subalterno, administrador y
portera, etcétera.”
El ejercicio llevaba música; para esta anécdota no
tiene importancia. A mí me salió bastante mal, pero Pablo, por ejemplo, llegó a
un resultado muy interesante, con coros dramáticos y todo. Las chicas también
hicieron capote. Yo recordé que había un cuento de Edgardo González Amer que reunía
todas las condiciones de este ejercicio. Por suerte lo encontré. Me di el gusto de volver a leer en público
esa maravilla, que alguna vez di como historia que cierra por todos lados. El
título es “Signos de la oscuridad” y está en su primer libro, “El probador de
muñecas”.
Leyeron Lili y Pati. Dos cuentos sobre
obsesiones. Los cuentos con obsesiones son casi un patrón: se basan en la
repetición, mejoramiento, completamiento, agregado de detalles nuevos acerca del
motivo que obsesiona, al que hay que ir mezclándolo con el suceso del cuento,
el conflicto o la conversación. Cada vez que me tocó escribir un cuento con
obsesiones apliqué un formato levemente diferente. En “Tatuaje de cartón” fue el armado
del rompecabezas, y el conflicto era el final de una pareja. En “La fe ciega”
el conflicto era la disolución de una familia, y la obsesión un sueño
recurrente. También utilicé un sueño, el de los pájaros muertos, en “Adentro y
afuera”, con un resultado existencial. Eso es lo que puedo marcar desde mi hacer.
El cuento de Lili tiene una caja misteriosa, por la que la
protagonista termina haciéndose coleccionista de cajas. El misterio -que tiene
que ver con su madre- se revela, sabiamente, al final. Muy buen cuento. Tiene
resabios de una obra maestra de Pablo De Santis que se titula “El caballo de
porcelana” (lo leímos el año pasado), y ella reconoce que anduvo por esas páginas, inspirándose.
Leí “La salvación”, de Isidoro Blaisten, para ejemplificar qué podría haber
pasado si Lili terminaba su cuento una frase antes.
El de Pati está dividido en tres capítulos, con grandes saltos
de tiempo y lugar entre uno y otro. El primero de todos no aporta nada
a la historia. No es que esté mal escrito: cuenta otra cosa. Mi consejo va por
la quita casi completa de ese “primer acto” y el ajuste de los personajes que
sobran. El relato es largo, se puede recortar lo más bien. Se titula “Ser o no
ser cuchara”, y se basa en un malentendido sobre un chiste así de chiquitito. O
todo aquello que nos pasa cuando escarbamos demasiado en un detalle
insignificante, que no estaba ahí puesto para pensar.
Con el objeto de ejemplificar estos argumentos leí “El primer pasajero”, de Manauta, en una edición de El Ornitorrinco que casi me rompe los ojos debido a la letra tan chica y el papel marrón. La narración me hizo el mismo efecto que la primera vez, a mis dieciséis. El protagonista tiene una obsesión dirigida al primer pasajero que suba a su colectivo de la línea 600. Lo quiere atender, le pone música, ansía servirle un café. Tras una frenada brusca va hasta su asiento a preguntarle si “está cómodo”. El pasajero no lo entiende. Los doctores del psiquiátrico, tampoco. El cuento tiene la estructura de una charla entre paciente y analistas. Siempre pienso cuánto me habrá influenciado esta narración, junto a los cuentos de Quiroga y los de Poe, Cortázar o Abelardo Castillo en mi adolescencia. Cuánto soy de ellos.
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