Vengo de comulgar y estoy en éxtasis,
aunque comulgué como un ahogado,
mientras en una celda
de mi memoria arrecia
la lluvia del sudeste,
igual que siempre
embiste al sesgo a un espigón muy largo,
y barre el largo aviso
de vermut que lo escuda
con su llamado azul,
casi gris en el límite,
para escurrirse por la tez del mundo
hacia los ojos de los nadadores:
dos o tres guardavidas,
dos adolescentes
y un vago de la arena que cortaron
con una diagonal
el mar desde su playa.
Vengo de comulgar y estoy en éxtasis
contemplando unas sábanas
que sólo de mí penden
sin querer olvidar que en esta balsa,
de tiempo que detengo y de escafandra
con pasos de mujer,
nunca fui absuelto
en el adolescente y en el viento
ni en la cuerda del crawl, que de los hierros
cavernosos comienza
a separarse;
ni siquiera en las manos deslizándose
ni en el agua –que corre entre los dedos–
ni en los dedos, ligándose despacio
para remar con aprensión
de nuevo
allí donde no hay mesa para apoyar los brazos
y esperar que alguien venga
desde su pueblo a visitarnos;
nadie fuma ni duerme, y –en días
de gran calma–
sobre el plato de un hombro
puede viajar un vaso.
Vengo de comulgar y estoy en éxtasis
aunque comulgué con los cosacos
sentados a una mesa bajo el cielo
y los eucaliptus que con ellos
se cimbran estos días bochornosos
en que camino hasta las areneras
del sur de la ciudad
–el vizcaíno,
santa adela,
la elisa–
(a la sombra hay un loco, y hay un árbol
muy alto
y alguien dice “cristo en rusia”)
e insolado hablo al yo que está en su orilla,
ansío su aventura
en otro hombre,
y a la hora en que no sé si tuve esclava,
si busco a dios,
si quiero ser o serme,
si fui vendido a tierra o si amo poco,
sé que Él quiere venir pero no puede
cruzar –si no lo robo como a un banco
pesado de galeote–
esa balanza
que es tanta hacia ambos lados
atrancando mis puertas:
la abierta, marginal, no interrumpida
matriz sin cabecera
donde gateó la vida,
donde algunos gatean
y su alma sólo traga lo mismo que el mar traga:
aletas, playas solas e iguales, hombres débiles
y una pared espesa
de cetáceo y de fábrica.
Vengo de comulgar y estoy en éxtasis
Y hacia otro hombre apuntan los prismáticos
De la escuela de náutica –que resistí– y del
plátano
Que no sé más cuál es, que está en el puerto
con otros cien,
que un día fue ciruelo
O grito de novicia de piletas vacías
rotas por el allá,
después zureo
De torcaza escondida en los portones
calientes de un estadio en el suburbio.
Mientras ellas traían la pobreza,
la señal del aborto, los cabellos,
las manchas de salitre y,
en las albas,
Oseo en mi rostro y largo como un tendón de
aquiles
de muchacha de pueblo
que camina o que duerme,
Ese olor a infinito enverjado, pujante
junto al Crucificado
que ocupaba,
incorrupto,
La mitad de la balsa, del cerebro,
de las islas del techo
y del desagüe
–Que se arrastraba angosto, a cielo abierto,
igual que un regimiento entre violetas,
Con hilos de agua vieja, grandes hojas
de palmeras, tapitas de cervezas,
campanillas silvestres, mucho tiempo
sin Teresa, que amé a los doce años–,
y la mitad
del mar:
por
donde,
me decía,
Dentro de poco el sol sería un gallo
en un carro blindado,
y la cabeza
sobre plata
–enseguida–
del Bautista.
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