“Viajar para contarla se ha vuelto más complejo. Las tecnologías de desplazamiento se aceleraron y los costos relativos cayeron: cada rincón del orbe es alcanzable. Pero es arduo encontrar un lugar del que se sepa poco y nada. La revolución digital no existía cuando Lévi-Strauss dijo “quisiera haber vivido el tiempo de los verdaderos viajes”. Si lo vivificante de viajar era el encuentro con el Otro desconocido —o el descubrimiento natural— eso ya no existe: no hay más terra incognita. Solo habemus terram digitalem.
Por el espacio digital viajamos sin ir: antes de partir,
hemos llegado. La mirada viaja a saltos de ventana: el windowing.
El arribo posmoderno —librado de las leyes de la física— es lo opuesto al
desembarco borrascoso: es aséptico, plano como la pantalla y predecible. La
travesía sin aroma ni sabores, es solo imagen y sonido. Pero si la llegada
es in situ y carnal, uno ya solo certifica lo previsto. La
imposibilidad de lo inexplorado, sin embargo, es un convocante desafío. De lo
que se trata —hoy más que nunca— es de entrever en lo ya visto.
Lo lejano está cerca. El mundo fue milimétricamente
cuantificado, historiado y estudiado por antropólogos, arqueólogos, filósofos,
geógrafos y sociólogos enfocados en cada tribu urbana y aborigen de ayer y hoy.
Cada microrregión fue cronicada, documentalizada, escenificada en cine,
digitalizada calle por calle y casa por casa con Street View y Google Earth
—desde tierra y cielo—, mapeada con Google Maps, filmada y fotografiada por
millones de smartphones: todo llega con solo googlear. No hay montañas sin
escalar y el sistema solar ofrece pocos enigmas: los chinos alumbraron el lado
oscuro de la luna.
El browser de internet es la nueva nave y nos trae cada
rincón global desde todo ángulo, incluyendo submarino y aéreo. El Parque
Nacional Los Alerces mide 260.000 hectáreas: Google Earth individualiza cada
uno de sus árboles y un estoico los podría contar. Ya la mirada camina. Pero no
suplanta al viajar: hoy se viaja más que nunca en un mundo sin nada por descubrir,
pero mucho por interpretar.
Una crónica depende de lo punzante de la mirada y de la
deconstrucción de la percepción primaria ante los ojos, esa materia amorfa de
capas superpuestas. Así se nos aparecen paisajes y ciudades: el mundo
enmascarado en apariencias. Ya Platón vio que la realidad no puede comprenderse
con los sentidos, sino el pensamiento. El camino para decodificar un viaje nace
del mundo de las ideas.
Si viajar vuelve a los hombres discretos —la idea es de
Cervantes— el phono-sapiens acaparador del destino de viaje
reduce su exterioridad a simple marco de su actitud de goce. No es nuevo el
viaje vanidoso: lo significativo es cómo el cuerpo viajero se superpone ya al
paisaje en la foto. Y reduce su mirada a sucesión aditiva de selfies sobreadjetivadas
e hilos de tweets. Por eso el boludencer no crea una narración sólida: enumera
hechos y datos. Viaja para verse y que lo vean, aporta tips: se mira en su
mano-ombligo-espejo-plasma donde falta el Otro, salvo como decorado exótico. Es
el viaje instagrameable como espectáculo del “yo” de un Narciso con maleta, que
surfea reliquias y paraísos. Su relato hiper-fragmentado es un continuo de
aventuras controladas de alta exposición y vértigo, a la caza de likes. Captura
el viaje antes que experimentarlo. La autofoto es el motor para trepar la
montaña. Y a veces cuesta la vida.”
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