“Uno de los reclamos ideales de la
sociedad culta dice: «Amarás a tu prójimo como a
ti mismo». Es de difusión universal, y es por cierto más antiguo que el
cristianismo, que lo presenta como su mayor título de orgullo; pero seguramente
no es muy viejo: los seres humanos lo desconocían aun en épocas históricas.
Adoptemos frente a él una actitud ingenua, como si lo escuchásemos por primera
vez. En tal caso, no podremos sofocar un sentimiento de asombro y extrañeza.
¿Por qué deberíamos hacer eso? ¿De qué nos valdría? Pero, sobre todo, ¿cómo
llevarlo a cabo? ¿Cómo sería posible? Mi amor es algo valioso para mí, no puedo
desperdiciarlo sin pedir cuentas. Me impone deberes que tengo que disponerme a
cumplir con sacrificios. Si amo a otro, él debe merecerlo de alguna manera.
(Prescindo de los beneficios que pueda brindarme, así como de su posible valor
como objeto sexual para mí; estas dos clases de vínculo no cuentan para el
precepto del amor al prójimo.) Y lo merece si en aspectos importantes se me
parece tanto que puedo amarme a mí mismo en él; lo merece si sus perfecciones
son tanto mayores que las mías que puedo amarlo como al ideal de mi propia
persona; tengo que amarlo si es el hijo de mi amigo, pues el dolor del amigo,
si a aquel le ocurriese una desgracia, sería también mi dolor, forzosamente
participaría de él. Pero si es un extraño para mí, y no puede atraerme por
algún valor suyo o alguna significación que haya adquirido para mi vida
afectiva, me será difícil amarlo. Y hasta cometería una injusticia haciéndolo,
pues mi amor se aquilata en la predilección por los míos, a quienes infiero una
injusticia si pongo al extraño en un pie de igualdad con ellos. Pero si debo
amarlo con ese amor universal de que hablábamos, meramente porque también él es
un ser de esta Tierra, como el insecto, como la lombriz, como la víbora,
entonces me temo que le corresponderá un pequeño monto de amor, un monto que no
puede ser tan grande como el que el juicio de la razón me autoriza a reservarme
a mí mismo. ¿Por qué, pues, se rodea de tanta solemnidad un precepto cuyo
cumplimiento no puede recomendarse como racional?
Y si considero mejor las cosas, hallo todavía otras
dificultades. No es sólo que ese extraño es, en general, indigno de amor; tengo
que confesar honradamente que se hace más acreedor a mi hostilidad, y aun a mi
odio. No parece albergar el mínimo amor hacia mí, no me tiene el menor
miramiento. Si puede extraer una ventaja, no tiene reparo alguno en
perjudicarme, y ni siquiera se pregunta si la magnitud de su beneficio guarda
proporción con el daño que me infiere. Más todavía: ni hace falta que ello le
reporte utilidad; con que sólo satisfaga su placer, no se priva de burlarse de
mí, de ultrajarme, calumniarme, exhibirme su poder; y mientras más seguro se
siente él y más desvalido me encuentre yo, con certeza tanto mayor puedo
esperar ese comportamiento suyo hacia mí. Y si se comporta de otro modo; si,
siendo un extraño, me demuestra consideración y respeto, yo estoy dispuesto sin
más, sin necesidad de precepto alguno, a retribuirle con la misma moneda. En
efecto; yo no contradiría aquel grandioso mandamiento si rezara: «Ama a tu
prójimo como tu prójimo te ama a ti». Hay un segundo mandamiento que me parece
todavía menos entendible y desata en mí una revuelta mayor. Dice: «Ama a tus
enemigos». Pero si lo pienso bien, no tengo razón para rechazarlo como si fuera
una exigencia más grave. En el fondo, es lo mismo. (...)
Ahora bien, es muy probable que el prójimo, si se lo exhortara a amarme como se ama a sí mismo, diera idéntica respuesta que yo y me rechazara con iguales fundamentos. No con idéntico derecho objetivo, según creo yo; pero lo mismo opinará él. Es verdad que entre las conductas de los seres humanos hay diferencias; la ética las califica de «buenas» y «malas» con prescindencia de las condiciones en que se produjeron. Hasta tanto no se supriman esas innegables diferencias, obedecer a los elevados reclamos de la ética importará un perjuicio a los propósitos de la cultura, puesto que lisa y llanamente discierne premios a la maldad. Uno no puede apartar de sí, en este punto, el recuerdo de lo acontecido en el Parlamento francés cuando se trataba la pena de muerte; un orador acababa de abogar apasionadamente en favor de su abolición: una tormenta de aplausos apoyó su discurso, hasta que desde la sala una voz prorrumpió en estas palabras: «Que messieurs les assassins commencent!»”
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