Se lee como turista o como viajero. El turista tiene todo programado: una combi lo recogerá en el aeropuerto y lo dejará en el hotel, las excursiones están contratadas y si hay momentos libres están previstos juegos colectivos y torneos. En contraposición, el viajero: no tiene un itinerario preestablecido, está obligado a relacionarse con la gente del lugar, continuamente recibe sorpresas que afectan a su viaje, come la comida del lugar y en todo momento tiene que decidir, probar, arriesgar. Ante la lectura se puede ser turista transitando zonas seguras para encontrar confirmaciones, o se puede ser viajero y experimentar cómo es uno cuando no es uno mismo.
Se lee como novio celoso. “No hay mejor lector que un novio celoso”, dice Deleuze en su libro sobre Proust. El novio celoso se esfuerza por interpretar cada acto de su novia: si habla mucho por teléfono, si cambió de peinado, si ríe demasiado, si no ríe, si menciona reiteradamente a alguien, si cambia de peinado, o si un inédito, alarmante brillo de su mirada, indica vitalidad, deseo, ganas de vivir. De pronto, la chica es un potente emisor de signos a descifrar. Quien lee como el novio celoso lo hace por necesidad. Es alguien que no puede dejar de interpretar, que busca respuestas, que quiere entender. Que todo lo hace pasar por una hipótesis: la de sus cuernos. Todo lo que no abone esa idea, no sirve.
Se lee como geólogo. Donde los demás ven la montaña, la imponente, oscura y eterna masa recortada sobre el cielo transparente, el geólogo ve fallas, líneas, colores, formas, texturas, y quiebres. En ese material que está a la vista de todos pero sólo él sabe leer, están la historia de la región, los períodos, las marcas de remotas inundaciones, el devenir biológico, el registro de cada desplazamiento tectónico, la composición mineral, las mezclas de elementos, el inventario y la memoria de la tierra, los signos superficiales de lo que hay en las profundidades. ¿Por qué donde hay una montaña, el geólogo ve una enciclopedia? Porque una imagen no vale mil palabras. Salvo que, como ocurre con el geólogo, se tenga posesión previa de esas mil nociones. El geólogo ya tenía las mil palabras que la imagen de la montaña convocó. De modo que no hay lecturas si antes no hubo lectura. No hay imágenes si no hay lenguaje.
Se lee como ciruja. Igual que el ciruja que busca en la calle la madera que completará una pared de su vivienda o el pedazo de caño que servirá como eje para el carro que está fabricando, el lector ciruja, hábil, buscón, curioso, necesitado, lee buscando acá y allá, en diarios, revistas, internet, libros, ensayos, novelas, textos legales, confesiones, biografías. Todo puede servir para la tesis que debe entregar, la nota periodística que debe terminar, la carta de amor que le urge inventar, el par de versos que lo ayudará a remontar la noche interminable, el dato que le permitirá entender qué hace y qué otra cosa podría hacer en este mundo. Aquí y allá hay pedazos de cosas que se necesitan para vivir, restos de lenguajes, cachos indescifrables de materia viviente puestos en palabras para ser extraídos del embrollo general de la vida para el lector que sepa reconocerlos.
Se lee como cocinero, como escritor. Mientras saborea la comida del restaurant inevitablemente el cocinero intenta captar los trucos de quien cocinó, los ingredientes invisibles, los tiempos de cocción, el agregado de algún componente inesperado a la receta tradicional. Igual lee el escritor, entregado a la forma, sí, tomado por el argumento, sí, pero sensible a los trucos del colega, captando el ritmo de la frase, alerta a las repeticiones y rodeos que hacen al estilo, consciente de cierta economía al adjetivar o de alguna destreza con la que de un sólo trazo el autor pintó a un personaje. Se lee considerando la receta, la obediencia al género, lo que ya se sabe o se espera, pero se celebran las rupturas inteligentes, las salidas ilegales por atajos no advertidos por quienes cuidan las fronteras de lo conocido. Así, interesado en los procedimientos del que escribió, lee el lector cocinero.
Se lee como bombero o como incendiario. “En tiempos de incendios no se puede ser abombero”, dijo alguien. Se lee metido en una época, cruzado por las ideas, pasiones y formas de una época, con los instrumentos de análisis, la sensibilidad y las fronteras subjetivas de la época, de espalda o de cara a las cuestiones de la época. Se lee a favor o en contra de cómo está el mundo. Se lee en estado de beligerencia, marcado por lo que se rechaza y por lo que se quiere, con la idea de avivar el incendio o de apagarlo. Siempre Guernica es bombardeada, siempre la malinche está por traicionar, siempre es mayo del 68, marzo del 76, diciembre del 2001.
Se lee como joven. Dijo Jean Jacques Rosseau: “un joven tiende a leer acostado, mientras sostiene el libro con una sola mano”. Entonces, también se lee para experimentar lo privadísimo, lo inconfesable, lo placentero. Se lee, en este caso, para aportar puestas en escena y personajes al placer que pide representaciones.
Se lee explorando esas fronteras que ni siquiera se está seguro de querer atravesar, como un experimento donde el material cuyas propiedades se quiere averiguar, fuera uno mismo.
Se lee como abeja o como sujeto. Las abejas pueden comunicarse. La abeja reina hace una danza y con esos movimientos le comunica al resto del panal, la novedad de que van a emigrar o el comienzo de un nuevo ciclo de reproducción. Pero ¿qué pasa con la abeja que se distrajo o llegó tarde a la reunión y se perdió una parte de la danza? ¿Puede pedir una aclaración, puede preguntarle a la de al lado cómo fue la parte que se perdió, puede criticar, burlarse, proponer una modificación? ¿Puede una obrera proponer que le corten la cabeza a la reina, el fin de la Apicultura, todo el poder a los soviets de obreras y zánganos, Patria o muerte venceremos? No, porque el de la abejas no es un lenguaje sino un sistema de signos, un código, un sistema de señales. El de las abejas no es un lenguaje en el sentido de nuestro Lenguaje, que sí incluye las condiciones de enunciación, y permite la ironía, la falla, el tartamudeo, la equivocación, la cita, el lapsus, la diferencia. Los lenguajes técnicos, aquellos que permiten hacer funcionar cantidad de instrumentos, computadoras y máquinas, son sistemas unívocos como el de las abejas. El lenguaje humano, el que nos crea como sujetos es diametralmente opuesto. Pero a veces, sobre el lenguaje humano hay avances del lenguaje técnico. Por ejemplo, el emoticón. El emoticón, uno solo entre tantísimos ejemplos, sirve para que alguien que está chateando se ahorre el acto de pensar una respuesta. Es una especie de criterio de eficacia capitalista puesto en el medio de un diálogo. La mujer le dijo algo referido a la existencia, a cómo fue su día, a cómo extraña sus caricias, o a que esta historia secreta y prohibida la está desquiciando y que en cualquier momento se va a dar cuenta su marido, y el tipo, en el renglón de abajo le contesta con un loguito imbécil, una carita automática que si la boca está dibujada hacia arriba indicará alegría, y si está para abajo, pesar. Para setecientos millones de posibilidades, para infinitas alternativas de lo que puede comunicar un ser humano, las respuestas están en media docena de caritas convocadas por una sola tecla. Lo humano, lo que constituye al sujeto, es la diferencia, la expresión de lo propio, esa orfebrería puesta en hacer que las palabritas traduzcan bien eso singularísimo que uno sintió. Se puede expresar lo que uno siente repitiendo los lugares comunes de la televisión, usando emoticones o utilizando quince palabras y sin armar la oración completa. Pero cuidado, no es mucho lo que se siente de esa manera.
Se lee como andinista, intentando acceder a las alturas inexploradas, a los bordes y a lo ilegible; se lee como inversor, por pura conciencia de la cantidad de capital que supone un nombre o un título, intercambiable por prestigio en el mercado de capitales simbólicos; se lee como buscador de perlas, para coleccionar frases; se lee como actor, para ser otro y descansar de uno mismo; se lee como torero o domador, para ponerse en peligro y probarse; se lee como Colón, y se llega sin saberlo a un lugar que no existe. Se lee para domesticar fantasmas; se lee para encontrar lo propio impronunciable en palabras de otro; se lee por pura conciencia de la cantidad de capital que suponen un título o un concepto en el mercado de intercambios simbólicos; se lee para adornarse, confiado en que la cita equivaldrá a anillo, collar o perfume exquisito; se lee para ponerse en peligro, para medirse, con la garantía de salir casi indemne; se lee para escapar, para volver, para seguir, para encontrar fuerzas o encontrar consuelo; se lee para sentir intensidad, muerte, abismo, locura, felicidad, risa mientras afuera hay silencio, trámite, aburrimiento, repetición; se lee para confirmase, discutirse o ilustrarse.
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