El jueves pasado fui a ver “Las manos sucias” a la Sala Casacuberta del Teatro General San Martín, en el estreno para la prensa. Me indicaron que llegara media hora antes, porque había un cóctel en el hall que queda dos niveles más abajo del de entrada. El que tiene el mural de Luis Seoane, sí. Servían únicamente un vermú del tipo rosso, con una aceituna o con cascaritas de naranja. Probé, pero era demasiado dulce. Había muchísima gente de la tele y del teatro. Servilletas y vasos vacíos sobre las mesas; sacos y carteras en los sillones. Me comí la aceituna. Me senté a esperar hasta que dieron sala.
Cuando entré, lo que vi me sorprendió. La escenografía era
la misma que habíamos dejado en el hall. Los mismos sillones, las mismas
mesitas con botellas y vasos. Las mismas columnas (aquí pintadas); el tramo de
escalera, el fondo del mural. Todo lo que estaba a nuestras espaldas, detrás de
la cortina de entrada, pero espejado, enfrente de nuestros ojos. Allá podíamos
utilizarlo, acá no. Acá era falso y para otros. No supe por qué, pero me dio
miedito.
La acción sucede en Iliria, un país imaginario,
aproximadamente en 1944. Fue escrita por Jean Paul Sartre en 1948, un año antes
de que Albert Camus escribiera “Los justos”, una de sus obras más conocidas. No
tenía leído el texto de “Las manos sucias”, pero los temas de las dos llevan un
mismo eje oscuro, que fue discusión pública en su momento: los dilemas morales
sobre matar y morir de los revolucionarios. Cuando la revolución llegó a
nuestro continente se repitieron en forma idéntica los cuestionamientos éticos
europeos, pero en Latinoamérica y en castellano.
El tema de fondo es “idealistas” contra “pragmáticos”. Los
personajes son arquetipos políticos; ambos tienen un poco de razón, y el
sentimiento que los mueve es el que se plantearía aquel que quisiera cambiar el
estado de cosas en la política para poder conseguir un mundo socialmente
inclusivo. Para todos, por decirlo así, y no para un puñado de oligarcas y que
los demás se mueran de hambre, como quieren los falsamente denominados
“libertarios” y la derecha mundial. Pienso que la obra le hubiera encantado a
Abelardo Castillo, que estaba tan ligado al existencialismo y había tomado
partido sobre estos tópicos, en tiempos de la revolución cubana.
Tanto idealistas como pragmáticos tienen apetencia de
poder, quieren llegar al poder para algo. El primero sin traicionarse, blanco.
El otro, negociando. La política, desde Maquiavelo, es el arte del rosqueo. Las
dos posiciones, la del intransigente y la del que tiene que aliarse para decidir,
son inherentes a la condición humana, y conforman la remanida discusión de la
izquierda “pura” y del peronismo “embarrado”.
En la obra, el idealista es Hugo Barine, apodado Raskolnikov
en su nombre de guerra. El pragmático es Hoederer, el capo del comunismo
europeo (Daniel Hendler, excepcional). El conflicto superficial tiene que ver
con las traiciones y el uso de la suspicacia para llegar y mantenerse en el
poder. El conflicto profundo, pesado, es el de la muerte. El Che Guevara, idealista,
murió asesinado en la selva. Castro murió de viejo gobernando Cuba,
administrando y bancándose los pedidos de libertad, o haciendo oídos sordos.
Mientras que para Hoederer la muerte es un diálogo, para Barine/Raskolnikov es
la salida.
“Los justos” es parecida hasta en la estructura. Comienza
con un terrorista que abandona la cárcel y vuelve a la célula revolucionaria,
para reinsertarse en la lucha armada. Hay un grupo de jóvenes rebeldes reunidos
en la sala de una casa, planeando el asesinato del gran duque, para asegurar la
liberación del pueblo ruso del despotismo. Deben tirar una bomba. “Estamos
decididos a ejercer el terror hasta que la tierra sea restituida al pueblo”.
Aquí los personajes se llaman Stefan (el que no claudica) y Kaliayev (el que cede).
Stefan no confía en Kaliayev porque a K le gusta la poesía, está enamorado,
cree en Dios y en el suicidio como una solución posible. Stefan le reprocha:
“para suicidarse hay que quererse mucho; un verdadero revolucionario no puede
quererse a sí mismo”. Kaliayev le responde:
“K: - Entré a la revolución porque me gusta la vida.
S: - Yo no amo la vida, sino la justicia, que está por encima
de la vida.
K (con visible esfuerzo): - Cada uno sirve a la justicia
como puede. Hay que aceptar que somos diferentes. Tenemos que querernos, si
podemos.
S: - No podemos.”
En el discurso de Camus en la Universidad de Upsala de 1957
hay una línea de texto centrada en el uso de la barbarie de manera transitoria
para conseguir fines de libertad. “La barbarie nunca es provisional”, dice
Camus. Y esa misma línea está en “Las manos sucias”; la recita Barine. El
título de la obra de Sartre se debe al parlamento de Hoederer reprochándole a
Barine que es un terrorista de escritorio, mientras a él le toca meter las
manos en el barro. Es lo que los directivos de la revolución cubana le decían a
Cortázar cuando salía a defender al poeta Heberto Padilla, a quien Castro había
metido en cana por contrarrevolucionario. “Venite acá a cortar cañas, Julio”.
Que era como decirle “si querés opinar, ensuciate las manos”.
La discusión Sartre y Camus empezó tironeada, pero culminó
en estas dos obras teatrales, que tienen todo en común. En “Las manos sucias” aparecen
Trotski y Marx, en unos retratos enmarcados. No Stalin. A Sartre la intelectualidad
lo acusó de haber rechazado demasiado tarde las matanzas stalinistas. “Las
manos sucias” se interpretó, en su estreno, como una denuncia al stalinismo,
pero Sartre salió a aclararle al Partido Comunista que era un malentendido,
para que no la bajaran de cartel.
LA DIRECCIÓN
El texto de “Las manos sucias” fue traducido por Ricardo
Halac, y la adaptación y dirección es de Eva Halac. Eva es, además de
dramaturga, titiritera del San Martín. O lo fue; recuerdo haber visto obras de
ella. Junto a la diseñadora de escenografía Micaela Sleigh son las responsables
de que esa copia del hall de entrada, con telones corriéndose lateralmente como
los de un retablo victoriano, parezca un teatro de títeres enorme (el Gran
Teatro de la Revolución). Y que esos actores que son manipulados espacialmente
desde pisos que giran, se hunden o se levantan, parezcan marionetas. Sólo
Hendler es humano. Los demás están perfectos en sus vestimentas de arquetipos,
moviéndose como si alguien les moviera los hilos.
La titiritera experta también hace magia con los objetos:
hay un revólver que esconde o exhibe cuando necesita marcar suspenso. Casi no
es necesario que pueda dispararse para ser considerado peligroso. Para los
personajes secundarios elige el humor (sinceramente, habiendo leído algunos
libros de Sartre, no creo que provoquen risa en el original; aquí sí), como si
fueran secundarios a lo Shakespeare.
Una nota más sobre el brillante montaje escenográfico. La
obra habla de nazis, socialistas y comunistas europeos de posguerra, pero
también habla del conflicto en Ucrania de hoy. Y de la grieta. ¿Qué más
presente que la fachada del Teatro General San Martín grabada y exhibida en
tiempo real como uno de los fondos pantalla? Vemos proyectada, en un momento,
la avenida Corrientes que acabamos de dejar al entrar, con gente caminando en
sus veredas. ¿Qué más actual para nosotros que el instante anterior de estar
esperando en un hall similar al que ahora vemos actuar a nuestros personajes? Todo
trasunta proximidad, inmediatez. Lo que está pasando en “Las manos sucias” está
pasando en el mundo, ahora. Con nuestros gobernantes, en nuestro país. Con
nosotros, en nuestras dudas y debilidades políticas.
Puesta, escenografía, obra, nos implican. Vayan y vean.
Hasta el 4 de septiembre, miércoles a
domingos, 20 hs, en la Sala Casacuberta del TGSM, Avenida Corrientes1530.
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