“Hace poco más de un año, un director de teatro me preguntó:
-¿Te animás a hacer de Tita Merello?
-No -contesté, rotunda. Pero al segundo me arrepentí: -Sí, me animo.
Y ese “sí” cambió mi vida.
Si hago memoria pienso que las
únicas veces que había actuado antes fue siendo “negrita mazamorrera” en los
actos del Día de la Patria en mi escuela. Yo quería ser de las “damas antiguas”
que bailaban el minuet, pero era muy alta y robusta y nunca pude ser dama
antigua. Entraba al salón de actos pisando segura y gritando: “¡Mazamorra,
mazamorra!”. Tampoco pude ser la Virgen María en el pesebre, ni Santa Clara de
Asís para los 12 de agosto, que celebraba la escuela católica franciscana a la
que concurría. A lo sumo, en algún fin de año, hacía de “pastorcito de Belén”.
Mi mamá y
Elena, la señora que trabajaba en la casa y había criado a mi mamá y a mí,
solían conseguirme los disfraces, los cosían o los compraban, y la recuerdo a
mi mamá pasándome un corcho quemado por la cara para hacer de “negrita” -algo
de la época y que hoy podría ser discutible-, pero en general mis padres no
asistían a mis actos escolares. Ellos tenían un negocio, una zapatería en el
centro de la ciudad de Rosario, y el negocio era sagrado. Por supuesto, yo
apenas salía a escena buscaba con la vista a mi mamá, y no la encontraba. Me
preguntaba: “Mami, ¿estás? Mami, ¿viniste?”. Porque, estoy segura, yo
actuaba para mi mamá, y creo que lo sigo haciendo para ella, de alguna manera.
Tampoco voy a decir que el hecho de que mi mamá y mi papá no fueran a los actos
escolares me traumatizó ni mucho menos, porque lo que yo aprendí con esos
faltazos parentales, era lo importante que es trabajar y cuidar el trabajo. No
obstante, supongo también que esos faltazos oficiaron como falta de estímulo para
seguir con la actuación, y puse mi energía de niña en otras actividades.
A los dieciocho años tomé un
curso de actuación que me duró dos clases. Era en “Discepolín”, un estudio de
teatro en Rosario que estaba apadrinado por Norman Briski. El estudio quedaba a
dos cuadras de la Facultad de Psicología y yo hacía tiempo con el teatro antes
de entrar a las clases de la noche de la carrera. La primera clase de actuación
fue la exposición acerca de cómo íbamos a trabajar, y en la segunda el profesor
me sugirió que tal vez debería ir con menos ropa así me hacía a la idea de
quitármela en el escenario. Por ese entonces yo era muy tímida, y abandoné el
teatro creo que nada más pronunciar él esas palabras.
Fuera de
esa ocasión, jamás tomé un curso de actuación, pero observaba con atención cómo
mis parejas -todos fueron actores – se preparaban para actuar, y hasta cómo mi
hija lo hacía hasta que se decidió a dejar -por el momento, porque nunca se
sabe - la actuación por otra vocación. Creo, en gran parte, que estaba
enamorada no sólo de ellos sino de su oficio, de esa magia que yo no poseía.
Decenas de actores tomaron clases de dramaturgia conmigo, porque querían
escribir sus obras. Aprendí, también de ellos, cómo hacían para que un
personaje se levantara del papel para meterse en su carne.
Un dia, entonces, ocurrió. En
medio de la pandemia, el director del Gala Theatre de Washington DC , Hugo
Medrano, amigo por sobre todo, iba a poner en escena un espectáculo musical de
tango argentino. El espectáculo tenía una duración de dos horas, con bloques de
música, canto y baile, y yo había escrito un puñadito de sketchs sobre las
mujeres del tango: Azucena Maizani, Libertad Lamarque y Tita Merello.
El
director contrató a mi marido, Claudio Aprile, para la dirección de actores:
Medrano quería que todos los artistas, sobre todo actores, fueran argentinos,
por ese singular acento que cargamos los argentinos y que nos hacen únicos en
el habla castellana. Yo viajé a Washington en mayo del 2021 en calidad de
autora y acompañante, pero una vez allí se dieron cuenta de que les faltaba una
actriz y me hicieron el ofrecimiento con que empecé esta nota. Acepté
hacer de Tita Merello, nada más y nada menos, y a ella dediqué en mi corazón
cada una de las funciones. Se trataba de un monólogo en verso blanco
que duraba unos seis minutos. Aunque estaba aterrorizada sabía que seis minutos
de desastre actoral no podían arruinar un bello espectáculo de dos horas. En el
fondo pensaba que si algo salía mal, ¿quién lo iba a saber en Argentina?
Entonces sucedió un fenómeno extraño, los amigos periodistas que me conocían en
Argentina, contentos por mi debut, lo replicaron en los medios en que
trabajaban. Me compré un amuleto extra, del miedo.
Una extraordinaria e inolvidable
bailarina que trabajaba con nosotros, Rosalía Gallo, y lamentablemente falleció
poco tiempo después, me enseñó a maquillarme: “Todo suma en el escenario”, me
dijo. Después, me plantó unas pestañas postizas que además de ser un emblema de
Tita Merello, me llenaron de pánico de que se me salieran mientras hacía mi
monólogo.
Tita, por
otra parte, era muy delgada, yo no. ¡La gente se burlaría de mí! Trataba de
darme fuerzas pensando que yo había visto la serie “El método Kominsky” y “Diez
por ciento” y había sacado en claro la vieja premisa “un actor sólo debe saber
pararse en la luz, decir sus líneas y mantenerse delgado”. No me ayudaba aquella
máxima, seguro. No recuerdo cómo hice para salir a escena la primera función:
supongo que la emoción la borró de mi memoria. Realicé dieciséis funciones;
pasaba mis días repasando la letra, encontrándole la vuelta a las
palabras porque una cosa es escribirlas y otra sentirlas. Iba al teatro
repasando la letra en voz baja; como llevaba barbijo, nadie se daba cuenta de
que yo hablaba sola.
Como sea, puedo contar entre los
días más felices de mi vida, de esos que se cuentan con una sola mano, aquel en
que un espectador hispano, al verme actuar (yo bajaba del proscenio a la altura
del público) lanzó “¡Qué grande actriz!” en medio de la función. Esa alegría
plena que sentí en el escenario, no la había sentido nunca antes en ninguna
otra actividad, y sólo puedo compararla con el estar enamorado o con el sexo.
Meses
después, del Centro Cultural España de Rosario, me invitaron a poner en escena
una obra de mi autoría. Pensé que la ideal era “El escorpión”, una obra que
hablaba de mi abuela paterna y de una anécdota que ella una vez me había
contado. El director era mi marido que ya había montado esa obra años atrás con
una actriz excelente que hizo la protagonista, Marisa Costas. Pero faltaban dos
actores: el que hacía de mi tío abuelo -lo hizo luego Alejandro Viola – y mi
abuela. No sé cómo se me ocurrió proponerme -creo que este flamante oficio de
actriz trae consigo la insolencia– para hacer de mi propia abuela. Suponía que
iba a hacer fácil componerla, ¡yo conocía bien a mi abuela!, pero resultó que
no sólo no la conocía tanto -esta historia era de mi abuela a sus 35 años y yo,
como todo nieto, tenía memoria de ella de los sesenta en adelante, cuando ya
era otra persona– y que además debía interactuar con dos actores
profesionales. Eso quiere decir, tenía que mantener el ritmo de la
escena, no taparlos con mi cuerpo arriba del escenario, no olvidar “los
pies” de los textos para que ellos pudieran decir el suyo, pararme en la luz,
decir mi texto perfecto y como si fuera poco, ¡sentirlo!, y todo en dos meses
de ensayo. Realmente sufrí y los actores, con toda nobleza, trataron de
enseñarme algo de sus propias técnicas, lo que me hizo confundirme más y estar
más nerviosa antes del estreno. ¿Cómo se me ocurrió ser actriz a los 52 años,
por amor de Dios? Qué vergüenza, me iba a convertir en un chiste en mi ciudad
natal. Tenía todos estos miedos, sí, pero a la hora de salir al escenario, otra
vez me colmó esa alegría de pensar que mi mamá estaba en la platea, y cero
nervios. También está en la bolsita de mis mejores recuerdos entrar a escena
pisándole los talones al actor, el magnífico Viola, y gimiendo mi parlamento.
Nunca voy a saber si a mi abuela le hubiera gustado la ella que era yo.
¿Cómo lo tomaron mis padres
cuando se enteraron de que ahora, de “vieja”, era también actriz? Mi papá
siempre me había dicho que la televisión era lo mío, y mi mamá lo tomó con
mucha naturalidad. Creo que hasta la entusiasmó más que actúe que tener una
escritora con muchos libros publicados. Cuando les confesé que mi vocación era
ser escritora, hace veinticinco años, no les hizo ni medio de gracia, todo lo
contrario: de aquí mi sorpresa actual. Tal vez yo esperaba algo como: “Patri, a
tu edad, dejate de jorobar”. No esperaba el apoyo y la alegría de ellos, como
si yo hubiera vuelto a ser la nena que todavía buscaba actuar en la escuela. Me
pregunté si mi mamá no habría querido también que yo fuera una dama antigua o
la Virgen María o Santa Clara de Asís, y tanto ella como yo nos conformamos con
un rol menor cada vez. Ahora, en cambio, se sentía escuchada, vengada, por así
decir, por las vueltas de la vida. Mi hija, por otra parte, me enfrentó muy
seriamente: “¿Vos qué buscás al ser actriz?”. Mi hija tiene 18 años y para
ella, claramente, yo soy una señora con edad. “Busco”, le respondí tras mucho
dudar, “saber cómo se construye un personaje desde el otro lado, desde la
carnalidad”. Pero después de un tiempo, viendo que estaba lista para montarme
en otro proyecto (“Monsieur Proust”, los domingos en Patio de Actores), y que
me invitaban a participar de unos cuantos más, le hice esta pregunta esta vez
yo a mi hija: “¿Y si resulta que soy buena actriz, y si resulta que me
convierto en una actriz famosa y termino, yo qué sé, hasta en Hollywood?” Mi
hija largó una risotada, claro, pero contestó: “¿Y por qué no, ma?”.
Después
de todo, tantas veces uno se muere en la propia vida que por qué no habrá de
renacer de una forma diferente. Así que pienso ¿quién sabe qué me pasará con
esta nueva carrera de actriz? A lo mejor me lleve más lejos y a lo mejor no,
pero de todos modos, ya lo recibido es pura ganancia y estoy agradecida a
quienes me dieron el empujoncito y el apoyo para hacerlo. A los que me
dieron consejos cuando yo preguntaba desesperada: ¿Qué hago si me tropiezo, si
me caigo, si se me pegan las pestañas, si rompo la cafeterita de utilería,
si equivoco el texto, si cometo un furcio, si me atraganto, si me dan ganas de
hacer pis, si suena un celular? Y todos los amigos, compañeros, y especialmente
mi marido tuvieron la paciencia para tranquilizarme y recordarme que yo no era
yo, sino tal o cual personaje, y que siempre el otro actor en escena, como en
la canción de María Elena Walsh en la canción de “La cigarra”, te rescatará
para seguir con la función, para seguir cantando.
Padezco
el “síndrome del impostor” en la actuación: cada vez que salgo al escenario
creo que un espectador se dará cuenta de que no soy actriz de carrera y se
levantará ofuscado, acusándome con el dedo: “¡Ella no es…!”. Por eso, y
mientras espero al espectador con el dedo acusador, salgo a escena pisando
fuerte. Y hay algo raro, no siento nervios. Un actor, cuando se lo conté, me
respondió: “Es porque no sos actriz”. La respuesta fue demoledora, pero ¿cómo
hace uno para ponerse nervioso si no está nervioso? Es imposible; y además yo
sé por qué no estoy nerviosa: porque cada vez que salgo al escenario, doy un
vistazo a la platea y me pregunto: “Mami, ¿estás? Mami, ¿viniste?” Porque a
veces creo que mi mamá está al final de la platea, y que yo soy esa nena que
era, y que esta vez sí, ella me abrazará y dirá: “Eras ‘la negrita’ más linda
de todo el acto”.
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