26.5.22

JÉLGOLA, HÉLGOLA, HELGOLAND, HELIGOLAND

La primera vez que escuché hablar sobre la isla de Helgoland fue a mi amigo biólogo Gustavo Lovrich, coautor del libro “El mar”, de la colección Ciencia que ladra. En la isla hay una estación biológica -un Instituto- en el que hasta hace poco vivía un profesor, autoridad mundial en el campo de las centollas. Lovrich se ocupa de la fisiología de las larvas y de cómo se alimentan y procesan la energía esos crustáceos. Parece que la isla es uno de los mejores lugares del mundo para estudiar el tema. El cuento que me hizo fue tan gracioso que lo grabé, y titulé la grabación como “Jélgola”. Más tarde encontré un párrafo en una de las traducciones del Ulises de Joyce en el que la describen así: “Hélgola y su único árbol”. Me imaginé que estaría hablando de la misma roca. Esto es lo que me dijo Gustavo:

“La isla mide un kilómetro cuadrado. Está a cincuenta kilómetros del continente. Tiene un pueblito chico, tipo Cabo Polonio, que en verano es furor. En el resto de las estaciones está casi deshabitado por exceso de viento. A los varones alemanes le nombran la isla en unas canciones que repiten en los jardines de infantes, por eso cuando llegan a la edad adulta parten raudos a corroborar la tradición. El viaje en barco dura tres horas, salen a las ocho de la mañana y llegan casi a mediodía, borrachos y felices. Cuando se bajan, siempre compran manteca. Si hace frío regresan enseguida. Si no hace, cruzan un canal y se mudan a las playas de enfrente, que son de arena y nudistas.”

Jélgola (todavía la voy a escribir como Gus me la pronunció por teléfono), es totalmente de piedra, por eso la apodaron el Alcatraz alemán. Dicen que durante la guerra Hitler había armado en sus aguas un astillero de submarinos, y los ingleses bombardearon la posición con saña extrema. Dicen también que la saña se debía a que las islas habían sido propiedad inglesa con anterioridad, y la corona se las cambió a los alemanes por Zanzíbar en el 1800 y algo. Te la di, te la rompo. Afirma Lovrich que si un argentino quiere hacerse un asadito en Jélgola, solamente va a poder encender el carbón en uno de los cráteres dejados por esas bombas, único lugar en el que el viento no te mata.

Acaba de salir en Anagrama la segunda edición de un nuevo libro de Carlo Rovelli titulado “Helgoland” (que es como finalmente hay que escribirlo, aunque en Internet también figure en la versión "Heligoland"). Rovelli es un físico teórico especializado en el “tiempo” desde el punto de vista cuántico. Sus estudios empiezan donde terminan los de Stephen Hawking. Podríamos afirmar, siguiendo este razonamiento, que “El orden del tiempo”, el magnífico título anterior de Rovelli también publicado por Anagrama, es la continuación, por otro autor, de la “Brevísima historia del tiempo”. El nuevo libro del italiano tiene el nombre de la “Isla Sagrada”, porque ubica ahí el comienzo de la física cuántica, esa rama de la ciencia tan compleja de explicar. Werner Heisenberg se encontraba en Helgoland para aliviar la alergia que lo estaba matando (habiendo un solo árbol, en la isla casi no hay polen). Tenía 23 años y estaba estudiando las reglas de Niels Bohr, que desafiaban los misterios del átomo. En soledad le dio mil vueltas al asunto. Cuando volvió a la universidad de Gotinga, le escribió a su grupo: “Todavía es todo muy vago y no me resulta claro, pero parece que los electrones no se moverán ya en órbitas”. Fue la patada inicial para comenzar a descifrar los avatares de la cuántica.

 

JUGANDO A NOMBRAR COSAS DIFÍCILES

¿Esta física especial es imposible de explicar para el lego? Rovelli insiste con el tema cantidad de veces. La gente le pregunta: “He tenido la sensación de haber vivido ya este momento… ¿Es un efecto cuántico, profesor?” Lo tienen re podrido: para los jipis y el periodismo de actualidad todo lo que no saben explicar pasa por lo cuántico. Y la mecánica cuántica no tiene nada que ver con los fenómenos paranormales, medicinas alternativas, ondas que nos conectan y vibraciones místicas o misteriosas.

Parece que una vez unos alumnos se acercaron a Einstein para contarles cómo habían entendido su teoría de la relatividad, poniendo un ejemplo de un tipo que viaja en tren con un amigo, y se levanta para ir al baño. Camina por el pasillo a velocidad de 5 km por hora en la misma dirección en la que el tren va a 100 km por hora. Para su amigo, que se ha quedado en el asiento, la velocidad a la que va el “apurado” es de 5, pero para la madre que se ha quedado despidiéndolo con la mano levantada en el andén, va a 105 (o sea, más apurado todavía). ¿La velocidad hay que tomarla con respecto al asiento del amigo o con respecto al andén? A falta de un factor absoluto de reposo, al tipo no podemos asignarle una velocidad absoluta, sino relativa. Debemos aceptar que el tiempo no está separado del espacio ni es independiente del mismo, sino que se combina con él para formar una entidad llamada espacio-tiempo.

“¿Qué le parece?”, le preguntaron los alumnos. “Clarísima explicación”, respondió Einstein, “solo que, de tan simplificada, ya no explica la teoría de la relatividad”. Muchas veces en la ciencia pasan estas cosas. Rovelli redacta medio libro disculpándose porque nos va poder aclarar poco y nada sobre la teoría de los cuantos, no porque no esté avanzada, sino porque es complejísima de condensar para el humano de a pie. Tal vez, más que explicar la mecánica cuántica, su libro explica por qué es tan difícil de entender. Ya es algo.

Agregan Hawking y Mlodinov: “La teoría general de la relatividad describe la fuerza de la gravedad y la estructura a gran escala del universo, es decir, la estructura a escalas comprendidas entre unos pocos kilómetros y unos billones de billones (un uno con veinticuatro ceros atrás) de kilómetros, el tamaño del universo observable. En cambio, la mecánica cuántica trata fenómenos a escalas extremadamente pequeñas, como una billonésima de milímetro. Por desgracia se sabe que estas dos teorías son incompatibles entre sí: ambas no pueden ser correctas a la vez. Uno de los mayores retos de la física actual es la búsqueda de una nueva teoría que incorpore a ambas: una teoría cuántica de la gravedad.”

 

¿PARA QUÉ SIRVE LA TEORÍA CUÁNTICA?

Cantidad de cosas. Casi podría decirse que es la base de la tecnología moderna. La teoría cuántica gobierna el comportamiento de los transistores y los circuitos integrados, que son la base de todos los gadgets que utilizamos diariamente. Y es también la base de la química y la biología que se utilizan en la actualidad. “Cuanto” es casi como decir “progreso”. Me dan ganas de hacerme una remera con una “hache bar” o “hache barra” bordada como la que luce Carlo en las fotos de prensa (una letra h pero con un palito horizontal como si fuera una mezcla de h y t). A este símbolo también se le llama “constante de Plank”, lo inventó Heisenberg en su isla ventosa. Hoy es el monograma característico de la teoría cuántica.

Hace mucho me había quedado contento con un cuentito que había encontrado en un libro de divulgación de la editorial Gedisa, titulado “El cántico de la cuántica”. Conozco también el título del texto y a sus autores (“Los peces solubles, de Bretón, Ortoli y Pharabod) gracias a que, en su momento, tomé la respectiva nota en mi blog Milanesa con papas. Lo repito acá porque es hermoso, a pesar de que don Carlo me retaría convenciéndome de que tampoco sirve para nada:

“Un pez se mueve en un charco. El agua es tan barrosa que es imposible verlo. El pescador prueba suerte y, al cabo de cierto tiempo, el pez muerde la carnada. El pescador alza la caña y ve al pez suspendido en el extremo del hilo. Piensa, lógicamente, que antes de atraparlo el pez se movía por el charco en busca de alimento. Nunca se le ocurrirá pensar que antes de morder la carnada el pez no era más que una especie de potencialidad de pez que ocupara todo el volumen de agua barrosa. Supongamos ahora que el charco esté representado por una caja vacía, con la excepción de un solitario electrón que sería el pez (también podría considerarse un protón o hasta un átomo). El dispositivo de pesca (caña, línea, anzuelo, carnada) simboliza una sonda introducida en la caja, sonda que de una manera u otra puede entrar en interacción con el electrón y producir una señal visible para un observador. Cuando aparezca la señal, el observador normalmente constituido llegará a la conclusión de que el electrón que antes se movía por adentro de la caja encontró finalmente la sonda. Y estará equivocado. Antes de entrar en interacción, el electrón ocupaba toda la caja con una probabilidad más o menos grande de ser detectado en este o en aquel lugar. Como si antes de morder la carnada el pez ocupara todo el charco, con lugares en los que estuviera más diluido y otros lugares en los que estuviera más concentrado. Semejante pez cuántico, que sólo se hace concreto cuando es pescado, no corresponde a nada de lo que estamos acostumbrados a observar.”

Si la explicación no sirve, no me echen la culpa. La posteé por bella. Échenle, más bien, la culpa al gato que tal vez quiera comerse al pez. O no.

 

EL GATO DE SCHRÖDINGER

No es el gato de Alicia en el país de las maravillas, pero con respecto a la cuántica tiene la misma prensa. Un montón de gente no sabe de qué se trata; igualmente lo citan. Espero que no esté pasándome lo mismo en este momento.

“El fenómeno del que surgen las rarezas de los cuantos”, nos dicta Rovelli, “se llama superposición cuántica. Se produce cuando están presente juntas, en cierto sentido, dos propiedades contradictorias. Por ejemplo: un objeto puede estar aquí y también estar allí. Es la idea de Heisenberg cuando dice el electrón ya no tiene una trayectoria. No tiene una sola posición, sino varias a la vez. En la jerga de la materia se dice que un objeto puede estar en una superposición de varias posiciones, la base conceptual de la teoría.”

Edwin Schrödinger ilustró este rompecabezas de fotones con la imagen de un gato que está encerrado en una caja. Adentro también hay un dispositivo que azarosamente tira un veneno (o un somnífero, corrige Carlo, que prefiere ver al gato dormido antes que muerto). Cada vez que espiamos adentro de la caja podemos provocar que el veneno actúe, o no. Si no actúa, veremos al gato despierto. Si actúa, dormido. La teoría dice que el gato está en una superposición cuántica de gato despierto y gato dormido, y permanecerá así mientras no intentemos observarlo. Ambos gatos existen concretamente. ¿Por qué, entonces, si espío en la caja veo solamente al gato despierto o durmiendo, y no veo ambas cosas?

“Agarraos”, dice Rovelli, en la traducción -esta vez- bastante buena de Anagrama. “El mundo se ha ramificado en dos mundos: uno en el que el gato está despierto y Carlo lo mira, y otro mundo en donde el gato duerme y Carlo lo ve dormir. Así que ahora hay dos Carlos: uno en cada mundo.”

Y más abajo agrega: “Es la teoría de los muchos mundos. ¿Suena demencial? Lo sé. Sin embargo, los eminentes filósofos consideran que es la mejor lectura posible de la teoría cuántica.”

Hasta acá llegamos. Me parece que a partir de “Helgoland” y de este punto se puede empezar, por ejemplo, a entender las claves de la película “Tenet”, un esfuerzo que intenté dar en el verano, cuando leí “El orden del tiempo”, y me la quise jugar y no me dio el cuero. Ahora tal vez me dé, sobre todo para explicar las repeticiones de la gente sobre el final, la simultaneidad de las velocidades inversas de los autos en la persecución y el enigmático momento en que el protagonista le dispara balas cuánticas a una diana de inversión. De paso hablaremos sobre “Coherence” y de la temprana “Primer”, que viene con viajes en el tiempo: son los tres ejemplos del cine avalados por los físicos del rango de Rovelli. Veremos si me sale. To be continued…

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