A Yasmina Reza la conocemos en Argentina por su obra teatral “Arte”, que fue boom de localidades agotadas en los 90 y en el 2021, actuada por Oscar Martínez, Ricardo Darín y Germán Palacios y dirigida por el irlandés Mick Gordon en la primera puesta y con Fernán Mirás, Mike Amigorena y Pablo Echarri como protagonistas, dirigida por la dupla Darín-Palacios, en la que aún sigue en cartel. “Reza cuenta que la inspiración para esta obra tan exitosa surgió de una vivencia propia, calcada de lo que luego llevó al papel. En varios reportajes sostuvo que en una oportunidad un vecino suyo la invitó muy entusiasmado a su casa para que vea un cuadro que había adquirido en 200 mil francos. Era una tela completamente blanca y confiesa que la situación le produjo un ataque de risa en el momento y un sentimiento de culpa posterior por haber herido, sin dudas, la sensibilidad del hombre, entusiasmado hasta entonces por la adquisición de lo que consideraba una obra de arte exquisita. En otras entrevistas, sin embargo, la dramaturga francesa refirió que la idea del objeto que en su obra despierta la crisis de amistad entre los protagonistas se remonta al óleo Cuadrado blanco sobre fondo blanco (un cuadrado de un blanco una pizca más grisáceo que el blanco del fondo) que pintó en 1918 el artista de vanguardia ruso Kazimir Malevich y actualmente se encuentra expuesto en el MoMA de Nueva York” (hay una interesantísima nota al respecto de Ricardo Marín en Infobae). También hubo una conversación entre Martínez y la escritora en 2018 en el TGSM acerca del arte de escribir teatro.
La autora, amiga de nuestro país, nos visitó en el Malba el miércoles, en una charla pública con traducción de Gonzalo Garcés para presentar su nuevo libro: “Serge”. Va mi apreciación llena de spoilers, aviso, porque mi intención es pensar la escritura, más que develar o no develar alguna escena.
Yasmina Reza somete a una familia de tres
hermanos judíos -Serge, Jean y Nana- que viven en Francia, de clase media, no
demasiado felices, poco cultos, algo fracasados, urbanos, influenciados por la
televisión y los medios, con problemas filiales y emocionales no muy resueltos;
gente cansada a la que todo empieza a importarle un comino, un comino y medio; a
estos ciudadanos comunes somete, digo, a la experiencia de la muerte. La viven
primero con sus padres, pero como ellos están viejos y enfermos la experiencia se
parece un poco al desahogo, a un “por fin se fueron”. Los padres así suenan a
estorbo, y los hijos disimulan sus decesos sobriamente conservando algún
recuerdo lindo. Una tía vieja critica la decisión de la madre de ser cremada
porque “a los judíos no se los crema”. Sin embargo ninguno en esa familia
parece ser un judío verdaderamente convencido.
Serge es un personaje bastante insoportable,
supersticioso, numerólogo (la numerología funciona como si fuera astrología,
para indicar extravagancia ñoña), ansioso, quisquilloso, egocéntrico, escéptico,
agotador. Además es viejo. Y está solo: se acaba de separar de su mujer.
Después de la muerte de sus progenitores, los
hermanos deciden hacer un viaje juntos. La hija de Serge elige el lugar de la
visita: los campos de exterminio de Auschwitz-Birkenau en Polonia, esos
“lugares de nombres cósmicos”, opina Jean, el hermano del medio y narrador. Por
lo que la muerte sigue presente, ahora en calidad de genocidio. Los personajes,
en sus tibiezas, recorren o rechazan recorrer las salas de objetos y de pelo
humano, esas vidrieras del horror, expresando las frases más planas y básicas
de la emoción ante el homicidio colectivo. Los lugares comunes más sencillitos,
por decirlo así. Lo que cualquiera que no sea nazi diría frente a las imágenes
del predio vistas en un televisor, antes de cambiar de canal para ver a
Tinelli.
Jean tiene pendiente leer “Los hundidos y los
salvados” de Primo Levi, lo ha llevado al viaje. Vemos que lo apoya en la cama,
aunque lo más probable es que se duerma sin abrirlo. Pero al menos quiere
mostrarle a su hermano Serge, que duerme en la otra cama, que lo compró y lo
llevó, como un acto para escaparse de la mediocridad. Hasta ahí, los tres son
iguales a otros turistas vestidos de playa que caminan desde las cárceles hasta
los hornos crematorios, sacándose selfis como si estuvieran en Disney. La
diferencia entre Serge y ellos es que él no quiere entrar a los pabellones, y
cuando lo hace maneja un humor negro que la traducción no siempre deja disfrutar
en todo su esplendor.
Esto de la traducción es un supuesto mío, porque
no leí el libro en el idioma original, y acá me detengo un instante. Juan de
Sola, traductor de Anagrama: tus modismos repetidos a más no poder entre los
gilipollas y los tíos, y me refiero a los modismos que ocultan algo, que son
desganados, como que no sabías qué poner, Juan, y nos insertaste ese “estar de
morros” que te sirve para todo, como también el “estar de los nervios” que
tanto te gusta, no son muy “guay”. ¡Hala, chaval! Tus construcciones hispanas
cristalizan el texto y no lo dejan avanzar, ocultando tal vez -digo, supongo-
sutilezas. Son como rodillos idiomáticos que pintan de gris toda coloración.
Detrás de esa pérdida de color y de la falta de notas está el hecho de que no
se entienda un gran porcentaje de los chistes que la autora está intentando
contarnos. Cierre del paréntesis.
Si el lector de “Serge” fuera un detractor de
Yasmina Reza podría insistir en la falta de ideas que le imprime a sus tres
desolados personajes para nombrar el genocidio o la muerte cercana de sus
padres. La cantidad de pavadas que nos está obligando a leer, todas esas frases
repetidas de “no somos nada”, encuadernadas en colección completa. Y podríamos
afirmar que el libro es una boutade. Pero conociéndola, habiéndola leído
en “Felices los felices”, en “Arte” y en “Hammerklavier”, llego a la
conclusión, en la misma mitad de “Serge”, que hay que seguir, porque
seguramente el final nos va a resignificar todo lo que escuchamos y sufrimos. ¿Cuándo
van a decir o hacer algo que valga la pena esos tres actores de lo humano?,
le preguntamos a Yasmina. Cuando les empiece a tocar personalmente,
contestará ella. En el mismo final de la novela se entiende que la tarea de bastardear
todo parlamento inteligente ha sido un esfuerzo bien aplicado, porque esos
personajes no tenían que pensar más allá de lo que la televisión los deja. Bien
poco, digamos.
Todos los libros anteriores de Yasmina Reza
confluyen en este. “Felices los felices” también podría ser el título de
“Serge”, con todo lo que contiene ese concepto. En “Hammerklavier” está el
padre de Serge, pero ahí es el padre de la misma Yazmina. Un personaje que
puede afirmar en el libro nuevo que “Todos esos campeones (de ajedrez) rusos,
checos, son judíos”, y cuando el tipo no es judío, es judío pese a todo. Y en
el libro anterior afirmar que “no hay homosexuales entre los judíos”, siendo
abiertamente fóbico. También en “Hammerklavier” aparece la mamá, y un amigo
llamado Serge al que ella empieza a odiar porque le critica un collar de perlas
falsas que se ha comprado para la ocasión. También está el episodio en que Jean
tiene que ir al piso de abajo para defender a Marisa de una vecina que agrede a
su mujer. Hay un cambio de nombres, de puntos de vista, de presunciones, pero
el episodio es el mismo.
Con “Arte” es más sutil, lo que aprovecha es
la estructura. Hay tres personajes: un escéptico, uno que disfruta del sistema
tal cual es, y el más híbrido, que precisa asociarse a alguno de los dos para
poder emitir sus opiniones. De alguna manera el Marcos de “Arte” es Serge,
Sergio es Nana e Iván es Jean. En la obra teatral Iván se apoya en Sergio, el
dueño del cuadro, como Jean se apoya en Serge en la novela. ¿Qué quiero decir
con todo este repaso sobre la obra anterior de Reza? Que “Serge” no es algo
improvisado, sino un compendio de su ficción. El lugar al que los escritores
llegan. Como si Yasmina se hubiera preparado la vida entera para escribir este
libro y los anteriores fueran simples ensayos.
La línea final instaura por primera vez el
miedo a la muerte. Leímos la muerte como desahogo en los padres y la muerte
como expiación en la historia. Y ahora le toca a Serge hacerse unos análisis,
hay cosas que no están bien, tal vez el panorama es grave por eso le avisa a
sus hermanos aunque ha quedado muy peleado desde el viaje y otros problemas
posteriores. Los tres están sentados en sillas azules frente al consultorio del
médico que va a dar un veredicto, el que normalmente se denomina diagnóstico y
sirve para pronosticar una fecha, que en los demás puede ser un simple dato,
pero en uno…
El libro al que ha arribado Yasmina Reza creo
que se instala en un nuevo tipo de existencialismo, uno moderno, donde no es
necesario matar un árabe para sufrir la condena. “Entre nosotros dejó un hueco
azulado”, dice el narrador, porque Serge se ha puesto de pie para dejar la
silla. Es la primera visión de su ausencia. Es extraordinario cómo una imagen,
la de esa silla de plástico desocupada, puede recrear todo un libro. No podemos
sino sentir piedad por lo que el médico le diga a Serge, aunque no hayamos
aprendido a quererlo en las páginas leídas.
En el final de “Arte” el cuadro sigue siendo
un lienzo blanco sin atributos. Pero Marcos, que ha pasado por la obra teatral
completa, ya alcanza a ver en ese vacío a “un hombre que atraviesa un espacio y
desaparece”.
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