11.10.21

MORIR EN LAS ISLAS


Escribir otra vez sobre Malvinas, mi dolor. Le pedí el libro a Sebas Lidijover de Anagrama pero sin prometerle nada. Decir que me muero un poco cada vez que hablo o escribo acerca del tema sería una impertinencia: hay compañeros que dejaron la vida de verdad, y lo mío no pasa de ser una metáfora sin brillo. Leí a Leila Guerriero por recomendación de Lori Saint-Martin, mi traductora al francés. Pero no sé si quiero leerla de nuevo en este librito titulado “La otra guerra” y subtitulado “Una historia del cementerio argentino en las islas Malvinas”. Igual sé que lo haré, mal que me pese. Porque leo todo sobre esas tierras, porque estoy obsesionado con ese tema y cada vez que algún gobierno infeliz o algún idiota que no sabe nada dice frases como “son británicas”, mi cuero de soldado salta al cuello a degüello. Soy así y las Malvinas son argentinas.

Hice la colimba durante la época de la guerra. Clase 62. Me tocó Marina. Tuve la instrucción en Puerto Belgrano y el lujo de presentarme como universitario (había dado bien el examen para entrar a arquitectura; me enteré de las notas un día antes de ser llevado en tren a Punta Alta) me puso a disposición del aprendizaje de algo singularmente simple, pero a la vez complejo: los radares de profundidad. Y de un destino: el Crucero General Belgrano, en el que hice prácticas reales y hasta llegué a dormir algunas noches a bordo. Habrán adivinado: no llegué a salir en el viaje fatídico en el que el crucero fue hundido por los ingleses fuera del área de conflicto. O tal vez lo sepan por una nota que publico todos los años en los medios -en el máximo de medios que puedo (también ha sido publicada aquí en La Agenda)- titulada “Valiente muchachada”, sobre el cumpleaños que le hago cumplir, valga la redundancia y casi como una orden, al que fue en mi reemplazo por el cambio de tripulación. Era un chico como yo, de dieciocho, pero carpintero y de Ramos Mejía. En la nota le cambio la edad cada año, para que crezca conmigo. Aquí pueden leer su cumple de 59. Mientras yo esté vivo, ese conscripto seguirá celebrando su natalicio. Esta nota es su templo.

Leí el libro de Leila de un tirón (es corto, además de que me lo quería sacar de encima). “En 1982, tras la guerra entre Argentina y Gran Bretaña por las islas Malvinas, el ejército inglés ordenó al oficial Geoffrey Cardozo que identificara a los soldados argentinos fallecidos en ese territorio y diseñara un cementerio para albergarlos. Los resultados de su trabajo llegaron al gobierno argentino, que no los hizo públicos ni los dio a conocer a los familiares de los caídos, de modo que estos permanecieron sin identificar. El libro narra los esfuerzos exitosos y recientes por restituir la memoria opacada por la inacción institucional, el orgullo nacionalista y la sombra de la dictadura.” Esa es la tesis de “La otra guerra”. La mayoría de los familiares tardaron treinta y cinco años en enterarse oficialmente de los decesos.

El libro enumera los problemas que tuvieron, que son un montón. Los desaires más importantes vienen del propio gobierno militar. Acostumbrados a llamarle “guerra” al exterminio generacional que manejaron desde el Estado en los años setenta y por el cual no soltaron ningún dato a ninguna Madre ni Abuela, esta guerra real de apenas setenta y cuatro días estaba destinada a seguir iguales consecuencias. Aunque las familias de los hijos, hermanos y maridos muertos en batalla insistieran con que no eran N/N sino héroes. Un segundo problema de comunicación es que Cardozo, aún con ese apellido casi uruguayo, era inglés, entonces era el enemigo: sus listas podían ser un arma de manipulación más que un favor hacia nosotros. Otro problema: el país derrotado era un país en dictadura y “sus héroes, en muchos casos, también habían participado en la represión ilegal, en nombre de la misma patria”, escribe Federico Lorenz, el por entonces presidente del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) que se ocupó de exhumar y reconocer la totalidad de los cadáveres hallados.

También hubo, por raro que parezca, oposición de parte de la Comisión de Familiares de caídos en Malvinas. Acá contribuyó la grieta – no voy a dejar que utilicen políticamente a mi hijo/hermano/marido muerto los gobiernos de turno- y un malentendido que se originó en un grupo de veteranos que decía que todo el plan de desenterrar y reconocer identidades estaba dirigido a llevar los cadáveres a tierra continental. En los reportajes diferentes personajes utilizan el latiguillo despectivo: “va a ser un carnaval de huesos”.

Los ingleses fueron dejando, a lo largo de la historia, cementerios propios en sus colonias (qué medieval suena hablar de una nación colonialista, ¿no?, pero son como las monarquías, que las hay, las hay). De ahí puede venir el resquemor de esos veteranos de que el objetivo de los ingleses fuera desmontar el cementerio argentino isleño para que el enemigo no continúe con su presencia en Darwin.

En una charla con Claudio Avruj, el Secretario de Derechos Humanos de la Nación durante la presidencia de Mauricio Macri, el funcionario trata de adjudicar a su gobierno los viajes humanitarios de los familiares que dieron su consentimiento al equipo forense y lograron identificar los cuerpos de sus hombres en las islas, pero Leila Guerrieri le refuta: “Esos vuelos los pagó Eurnekian”. El empresario fue quien, en 2006, rentó personalmente varios aviones para que los familiares pudieran encontrarse con sus muertos. Entonces Avruj agrega, tratando de salvar la situación: “Pero si deja de pagarlos, el Estado se va a hacer cargo” ... Las miserias apiladas durante años de espera doliente se juntan en las páginas de este libro. Pero también algunos triunfos, los del equipo forense convocado en 2012 y los de aquellos que se ocuparon le ponerle lápidas, cruces, nombres al cementerio. Copio un diálogo entre la autora de la crónica y Eurnekian:

-       Financiar esos viajes parece responsabilidad del Estado, no de un empresario (dice Leila).

-       Yo pienso diferente. La apatía del Estado no me gusta, pero es lo que hay. La bronca mía es pensar cómo no hubo un empresario que se haya solidarizado con este esfuerzo antes. Todos participaron de la gesta de una manera muy emotiva y luego se olvidaron.

-       ¿Y cuál era su postura en relación a las identificaciones?

-       Es muy triste ser familiar de un caído y que digan “Está tirado por ahí”. Nos pareció muy humano. Correctísimo. Es lógico que sea así.

Quiero terminar esta nota con un poema del libro “Soldados”, de Gustavo Caso Rosendi, un colimba al que le tocó ir y tuvo la suerte de volver. Su amigo Vojkovic, en cambio, no.

 

“Cuando cayó el soldado Vojkovic

dejó de vivir el papá de Vojkovic

y la mamá de Vojkovic y la hermana

También la novia que tejía

y destejía desolaciones de lana

y los hijos que nunca

llegaron a tener

Los tíos los abuelos los primos

los primos segundos

y el cuñado y los sobrinos

a los que Vojkovic regalaba chocolates

y algunos vecinos y unos pocos

amigos de Vojkovic y Colita el perro

y un compañero de la primaria

que Vojkovic tenía medio olvidado

y hasta el almacenero

a quien Vojkovic

le compraba la yerba

cuando estaba de guardia

Cuando cayó el soldado Vojkovic

cayeron todas las hojas de la cuadra

todos los gorriones todas las persianas.”


¡Gracias Pablo Perantuono!

1 comentario:

  1. Gracias por mantener viva la memoria de estos pibes, los de nuestras clases 62, 63...

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