Lo primero que se agradece en este libro es su tapa roja: si
hubiera aparecido antes de 2019 habría traído una de las grises o negras, tan
feas de la vieja colección Argumentos de los libros de Anagrama. Por
suerte se dieron cuenta y la rediseñaron: no sé si este libro se banca más
oscuridad de la que su texto trae. “Contra el mundo, contra la vida”.
La introducción de Stephen King también ayuda; es luminosa. Tampoco
sé si Lovecraft hubiera podido prologar tan estupendamente un libro sobre su
admirado Poe: su propio éxtasis le hubiera jugado una mala pasada literaria.
King esquiva todo inconveniente con habilidad, se dedica a contar una anécdota
y a ensalzar a ambos monstruos -HPL y MH- parcamente pero con gracia, cuidando
las adjetivaciones como si cobraran por elogiar.
La anécdota que cuenta es un ejercicio posible para un
taller de creatividad literaria. En 1979 el prologuista es invitado a una
Convención Mundial de Fantasía y Terror en Providence, ciudad natal de
Lovecraft. En un recreo entre mesas redondas decide salir a recorrer las
cercanías. El barrio está atiborrado de anticuarios. En muchas vidrieras se ven
objetos que pertenecieron al héroe de las letras local (o llevan cartelitos
donde se afirma eso). Plumas, tinteros, extraños secreters. A veces la
inscripción HPL grabada a navaja sobre la madera de un mueble “garantiza” la
autenticidad de los objetos. Y Stephen piensa: si llego a encontrar la
almohada de Lovecraft, la compro. Qué jugador.
“Lector, soy incapaz de recordar -ni siquiera ahora, un
cuarto de siglo después- haber tenido jamás otra idea que me diese un
escalofrío semejante. ¡La almohada de Lovecraft! ¡La que acunó su cabeza
alargada cuando abandonó la conciencia!”
Stephen regresa al hotel apurado por escribir. Pero
enseguida lo llaman a participar de un evento y termina morfando y chupando birra
con otros expositores. Cuando se va a dormir tiene un sueño en el que escucha
los “chillidos sordos atrapados dentro de la almohada”, en la que cree estar
apoyando su propia cabeza. “El chirrido de las pesadillas de H. P. Lovecraft”. King
agrega al final de la introducción:
“No escribí La almohada de Lovecraft aquel fin de
semana en Providence, ni entonces ni nunca. Si quieres probar suerte, lector,
yo te lo entrego… como también las pesadillas que sin duda traerá consigo
cualquier intento serio de hacerle justicia a una cosa así. Por lo que a mí
respecta, ya no quiero meterme en la almohada de Lovecraft, ni visitar los
sueños que puedan seguir atrapados ahí, y tengo la sensación de que en eso
Michel Houellebecq podría comprenderme.”
Algún día voy a proponer el ejercicio con mis alumnos de la
Clínica de cuentos del Galpón Estudio. Tal vez cambie a Lovecraft por Horacio
Quiroga. Y haga que el almohadón sea de plumas.
“Lovecraft conoce bien los sueños; son en cierto modo su
coto de caza”, escribe Houellebecq en el libro. “De hecho, pocos escritores han
utilizado sus sueños de manera tan sistemática como él; clasifica el material,
lo trabaja; a veces se entusiasma y escribe la historia sobre la marcha, sin
siquiera despertarse del todo; en otras ocasiones solo conserva algunos
elementos para insertarlos en una nueva trama; pero, sea como fuere, se toma
los sueños muy en serio.”
¿Cómo sabe todo esto el francés? Porque leyó las cartas de
Lovecraft. Parece que escribió más de cien mil, de las que Arkham editores publicó
mil en una colección de cinco tomos. La mayoría de las cartas son con sus fans.
Robert Bloch, capo del terror a lo Lovecraft (su cuento Las bestias de
Barsac lo revela fan desde el mismo título), le escribirá con tan solo quince
años. Y el maestro de Providence le va a contestar sin que la edad importe.
Esta correspondencia es una cosa de locos: hay misivas de
cuarenta, cincuenta carillas. Casi tesis. Y todas aquellas que salen de la
literatura -o sea, que hablan de otras cosas-, suelen ser patéticas. Hay una dirigida
al director de una revista para que le publique un cuento. La revista se llama Weird
Tales, la carta que HPL envía no podría ser más ridícula. Al mismo tiempo
que se presenta diciendo, tal vez por pudor, que sus amigos son los que lo impulsan
a enviar esos cinco cuentos que adjunta, escribe que el único lector que él
tiene en cuenta es “a sí mismo”, dando a entender que no le importa si lo
publican o no. Y después agrega que los textos “ya han sido rechazados por Black
Mask” (otra revista de su tiempo). Peor publicista no puede haber.
Otra carta increíble es una de las que le escribe a su novia
durante el cortejo, respondiendo a invitaciones procaces de la mujer para que
abandone su castidad victoriana, ya que ella no tiene ningún problema con el
sexo antes del matrimonio (está divorciada y tiene una hija de su pareja
anterior). Nuestro amigo le contesta párrafos como el siguiente: “La juventud
conlleva estímulos erógenos e imaginarios vinculados a los fenómenos táctiles
de los cuerpos esbeltos en actitudes virginales y a la memoria visual de las
formas estéticas clásicas, que simbolizan una especie de frescor y de inmadurez
primaveral muy hermosas, pero que nada tienen que ver con el amor conyugal”. Un
incogible de verdad.
Miss Sonia Greene igual insiste durante dos años hasta
casarse. El premio que se lleva no es muy alentador: casi sin plata y a
regañadientes él se anima a dejar a sus tías viejas de Providence por única vez
en su vida. Sonia lo lleva a Nueva York, a un departamentito en Brooklyn.
Durante el año 1924 Lovecraft la pasa bien: está enamorado y mantenido, puede
escribir. Es feliz por primera y tal vez única vez en su vida. Sonia es linda,
cariñosa, le deja libertad, lo admira y provee de todo lo necesario. Él
solamente es culto, está munido de una inteligencia sin practicidad. Entonces
ella pierde su trabajo. Rápidamente se quedan en la ruina. Venden los muebles. Él
intenta conseguir algo que les de plata, pero se da cuenta de que es un inútil
absoluto, que no cuadra con nada. La realidad no está hecha para Lovecraft.
Cualquier inmigrante de morondanga se maneja en la ciudad mejor que él, que se
siente un lord en el exilio. Un mal día se enoja y vuelve a Providence a vivir
con su tía Lilian. Lo que para cualquiera podría haber sido una frustración,
para Lovecraft es un alivio.
Y todo lo negativo que había sido en su vida anterior al
casorio recrudece y explota. Si antes era clasista, ahora es racista a más no
poder. Si antes la humanidad le molestaba, ahora la odia sin límites. Si antes
era reaccionario y monárquico, ahora es un soldado contra la democracia y los
derechos de la gente. Se volvió de ultraderecha, podría cuajar muy bien con los
Bolsonaros y los Mileis de ahora. Según Houellebecq “pone las nociones de orden
y tradición por encima de las de libertad y progreso en todos los
terrenos”. No llega a ser un fan de Hitler porque, como escribe en una
carta a Robert Barlow, a los negros “los ocultamos o los matamos”, y entre las
dos opciones se queda con la primera. Agrega: “En las estaciones balnearias del
Sur no permiten a los negros ir a la playa. ¿Se imagina a personas sensibles
bañándose al lado de una horda de chimpancés?”.
La itálica de “en todos los terrenos” es mía, no está en el libro. Y está destinada a remarcar que no hay terreno posible para el odio, que puede servir provisoriamente para azuzar a las masas pero al fin y al cabo se vuelve sobre sí mismo, produciendo una desgracia que cubre a todo el cuerpo social. Lo conocemos por lo que ha pasado numerosas veces en nuestro país, solamente que ahora los chimpancés crecieron y son gorilas, y no por tener pelaje o la piel de otro color. Mi itálica está puesta ahí para afirmar que el racismo no sirve en ningún terreno. ¿Será cierta mi indicación? Desde el punto de vista de Lovecraft, no. Como escritor nuestro personaje era un masomenos antes de irse a Nueva York con su amada Sonia, y fue un maestro al regresar sin ella. Ver triunfar socialmente (o al menos trabajar) a inmigrantes y saber que no había lugar posible para un clásico de la cultura como él, lo hizo volver más radical, un perfecto odiador de clase. Francis Lacassin, en el prefacio a las “cartas”, consideró el asunto con honestidad:
“La fuerza fría de los mitos de Cthulhu surge de la
delectación sádica con la que entrega a la persecución de criaturas llegadas de
las estrellas a unos seres humanos castigados por su semejanza con la chusma
neyorquina que lo había humillado”.
La vida, para Lovecraft, fue el mal. De alguna manera logró
transformar su asco de existir, esa repulsión, en una “hostilidad activa”. Los
siete libros que conforman la obra magna del maestro de Providence– “El color
surgido del cielo”, “El horror de Dunwich”, “El que susurra en la oscuridad”, “La
llamada de Cthulhu”, “En las montañas de la locura”, “La sombra sobre
Innsmouth”, “En la noche de los tiempos”- fueron escritos después de su regreso
al barrio. La primera línea a
todo este período está en una carta a Alfred Galpin: “La vida adulta es el
infierno”.
Por momentos el libro de Anagrama confunde: no se sabe si Houellebecq está hablando del misántropo Lovecraft o de él mismo. En la foto en la que el gran Michel sale en solapa está imitando al Nosferatu de Murnau.
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