26.3.21

CÓMO EMPEZAMOS A ESCRIBIR / FABIÁN CASAS

Cuando decidís escribir lo primero que notás es que ya estás hundido en el lenguaje, sin oportunidad. Descubrís que hay congresos de la lengua, museos de la lengua, pero advertís que la lengua se resiste a meterse en esos lugares. Como el espíritu, la lengua sopla donde quiere.  

La lengua no tiene huesos, pero es un músculo extremadamente poderoso.

El lenguaje no es alto ni bajo, es todo lo que se te ocurra. La lengua, como la materia, está siempre moviéndose. Pienso en estos versos de los Cuatro cuartetos, de T.S. Eliot.: “Así como un jarrón chino/ se mueve perpetuamente/ en su inmovilidad”.

Sólo la ilusión de los puristas la pueden fijar en un diccionario. O en un manual de uso. Esto no quiere decir que el lenguaje, las palabras, no puedan ser un material de investigación. Michel de Montaigne, el campeón mundial del ensayo, buscaba la etimología de las palabras para descubrir cómo habían cambiado ciertas costumbres  a lo largo de los años. A veces, la disección de una palabra, la forma en que ésta mutaba de cultura en cultura, le servía para ensayar sobre algún tema. Montaigne ensayaba sobre todo: el coraje, la respiración, la transpiración y hasta el sentido de una vulgar escupida. No tenía temas más altos y más bajos. 

A mí me gusta más la palabra aspiración que la palabra esperanza. La esperanza hace que siempre te quedes en el molde. Porque esperás el premio que la cultura en la que vivís te dé. Esperás que no se olviden de vos, esperás el asiento en el colectivo, esperás que el día termine y que se entienda, esperás un like, un paquete, cualquier cosa. 

Un pueblo sin esperanza, en cambio, es un pueblo peligroso. Un pueblo activo, en estado de presente. Incluso el pesimismo es una forma de esperanza: se espera lo peor. El pesimismo a veces es un lujo de los que tienen todo. La palabra aspiración, su raíz latina, viene de respirar. La lucha de muchas personas hoy en día es por encontrar un lugar donde respirar. Eso es lo que buscamos en algunas prácticas cotidianas. Respirar. Una de esas prácticas es escribir, por ejemplo. 

Algunas personas piensan que escribir es una práctica individual, como el tenis. El mito del escritor en su torre de marfil. Pero la literatura es colectiva y ahí radica mucha de su potencia.

En mi caso, tomé la decisión de escribir en séptimo grado. Y fue debido a una situación límite. Mi maestro de ese entonces me dijo que le parecía que a mí no me interesaba nada y que probablemente iba a repetir. En la vida nos tocan seres oscuros y luminosos, este maestro era luminoso. No le importó si yo no sabía matemáticas o geografía, le importó preguntarme qué me interesaba. Intentó en vez de embrutecerme, emanciparme. Le dije que me gustaba escribir aunque nunca había escrito nada. No quería repetir. La repetición. Ese tema filosófico que enloqueció a Kierkegaard y que posteriormente inspiró a Nietzsche. 

Lo cierto es que me gustaba una chica que no iba a repetir. Es decir, que si no demostraba un interés por algo, ella se me iba a escapar en el tren de la secundaria, mientras yo la miraba desde la estación de subte con mis cadenas. Pero, como dijo Zaratustra, aún con mis cadenas puestas puedo ayudar a otros a liberarse. Le dije a mi maestro que tenía un cuento escrito y él me instó a que se lo trajera para leer. Como dije, no había escrito nada, pero me gustaba leer. Terminaba el año lectivo y tenía la cancha inclinada. Recordé la dedicatoria de un texto que me impactó cuando me lo regaló mi padre a los diez años. Era la que le hace Antoine de Saint -Exupéry en el comienzo de El principito a León Werth. Aún hoy me sigue pareciendo impresionante: “Pido perdón a los niños por haber dedicado este libro a una persona mayor. Tengo una seria excusa: esta persona mayor es el mejor amigo que tengo en el mundo. Tengo otra excusa: esta persona mayor puede comprender todo, aún los libros para niños. Tengo una tercera excusa: esta persona vive en Francia, donde pasa hambre y frío. Tiene verdadera necesidad de consuelo. Si todas estas excusas no fueran suficientes, quiero dedicar este libro al niño que esta persona mayor fue en otro tiempo. Todas las personas grandes han sido niños antes, pero pocas lo recuerdan. Corrijo, pues, mi dedicatoria. A León Werth, cuando era niño”. 

Cerré el libro. Estaba en el dormitorio amplio de mis padres de una casa proletaria. Tenían ahí una mesa. No había nadie en la casa. Decidí copiar El principito. Es decir, traducirlo a mi experiencia. Con una historia similar pero narrada con mis amigos, en las calles que conocía. El Quijote es una traducción de las novelas de caballería. La literatura es una traducción constante. Un hornero que hace su casa en un poste de luz es una traducción del hornero que hace su casa en un árbol en el campo. Terminé el texto, le hice ilustraciones. No recuerdo que título le puse. Se lo llevé  a mi maestro. Pasó una semana sin que me dijera nada y pensé que estaba liquidado, que no le había gustado. Pero un día mi maestro citó a mi madre y me citó a mí. En el patio inmenso de la escuela número 22, Martina Silva de Gurruchaga, mi maestro sacó de su valija –delante de mí y de mi madre- no el texto que le había dado escrito a mano, sino un libro hecho y derecho. El lo había pasado a máquina y me había dejado los espacios para que lo ilustrara. Y lo había enganchado con clips. Yo le había dado un texto y él me devolvía mi primer libro. Le dijo a mi madre que iba a pasar de grado y que me estimulara con lecturas durante el verano, para entrar en la secundaria. Empecé a leer sin parar."

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