23.1.21

LAS CIUDADES DEL ESPACIO / PEDRO TORRIJOS

 A las 06:07 horas del 12 de abril de 1961, el coronel Serguéi Koroliov pronunció las siguientes palabras en el intercomunicador de la sala de control del cosmódromo de Baikonur: «Fase preliminar… intermedia… principal… ¡despegue! Le deseamos un buen vuelo. Todo va bien». Desde el interior de la Vostok 1, modelo 3KA-3, el también coronel Yuri Gagarin respondió: «Poyekhali!». ¡Allá vamos!

Una hora y cuarenta y ocho minutos más tarde, tras completar una órbita alrededor del planeta, Gagarin fue eyectado de la cápsula y desplegó su paracaídas. Diez minutos después, a las 08:05 horas, el cosmonauta aterrizó suavemente a unos veintiséis kilómetros al suroeste de la ciudad de Engels. El trayecto ni siquiera alcanzó las dos horas, pero Gagarin se había convertido en el primer ser humano en visitar el espacio. De hecho, ese «Poyekhali!» fue elevado al podio de las frases históricas: la palabra que lanzó a la humanidad a la era espacial.

El espacio, la última frontera

En ese mismo año 1961, el colectivo británico Archigram imprimió su primera publicación: Archigram I. La cosa no tuvo especial difusión, esencialmente porque se trataba de poco más que un panfleto en blanco y negro editado por un puñado de arquitectos treintañeros —y alguno veinteañero— sin predicamento ninguno en el mundo de la arquitectura académica del momento. Sin embargo, en sus páginas había ideas que no se habían visto nunca y que, en realidad, no se verían nunca en ningún sitio porque lo que Peter CookRon HerronMichael Webb y los demás componentes del grupo proponían no era ni remotamente una visión realista del futuro de la arquitectura o el urbanismo; lo que había dentro de Archigram I era un torbellino de gráficos y esquemas, de collages y señalética, de hipertecnología modular asociativa, optimismo consumista y cápsulas espaciales. Es decir, algo que tenía bastante más que ver con Popular Science o la versión más amable de Amazing Stories que con la revista oficial del Royal Institute of British Architects. Y aún faltaba lo gordo, que llegaría tres años después.

En 1964, Archigram dio a conocer la Walking City, proyecto estrella de Herron y símbolo instantáneo tanto de la arquitectura radical de los sesenta como del propio colectivo. La Walking City era una megaestructura polimórfica de edificios y calles montadas sobre un sistema de patas telescópicas que tocaban el suelo en unos pocos puntos. Aunque estaba dibujada con un detalle exquisito, lo cierto es que no resolvía los problemas estructurales, constructivos o sociopolíticos que el concepto lanzaba porque el propio concepto, desde el nombre, era tan potente que se llevaba por delante casi cualquier objeción. Una ciudad que no había crecido en el terreno, que no respondía a un entorno geográfico o paisajístico, que no dependía de accidentes orográficos. Una ciudad móvil, autónoma y autosuficiente. Una ciudad que camina.

Mientras, y por muy rápido que fuese —y desde luego que lo hacía—, la carrera espacial no tenía más remedio que adaptarse a las limitaciones de la realidad tecnológica de la época. Digamos que, en 1964, el hito de la NASA fue poner en órbita el primer satélite geoestacionario, el Syncom 3. Por su parte, los soviéticos lanzaron la Voskhod 1, el primer vehículo espacial con una tripulación de más de dos miembros. Parece muy poca cosa comparada con el futurismo militante de Archigram, pero si pensamos que, un año antes, Valentina Tereshkova había entrado en la historia como la primera mujer cosmonauta, no es difícil atar los cabos del futuro del viaje interestelar. Ya saben, un hombre en el espacio y una mujer en el espacio pueden engendrar, al menos en teoría, a un niño espacial. Claro que la minúscula Voskhod, o la minúscula Estación Espacial Internacional, no son ni de lejos el entorno idóneo para formar una familia, por muy bravos pioneros que sean sus integrantes.

Walking City, Ron Herron, 1964. Imagen: Archigram.

Vivir donde no se puede vivir

Es sabido que la carrera espacial tuvo mucho de marcar paquete armamentístico entre rusos y americanos y algo menos de romanticismo explorador, pero, como el ser humano lleva toda la historia de la civilización abriendo caminos y descubriendo mundos, la fría realidad no impidió que los cohetes y los transbordadores se convirtiesen en ensoñaciones de un futuro en el que el hombre colonizaría el espacio. El problema es que, en el espacio, las cosas están muy lejos.

Nos hemos acostumbrado a ver representaciones gráficas del sistema solar donde los planetas parecen a una distancia aceptable. Donde la Tierra y la Luna son como dos bolitas puestas una al lado de la otra cuando, en realidad, en los 384 400 kilómetros que nos separan de nuestro satélite cabrían todos los planetas del sistema solar juntos, y aún nos sobrarían más de 8000 kilómetros. Lógicamente, recorrer esos trayectos a bordo de ingenios terrestres convierte al viaje en una odisea impensable fuera de las páginas de una novela de ciencia ficción pulp. Si la Mars Curiosity tardó más de dieciocho meses en llegar a Marte y la Voyager 1 necesitó más de trece años para acercarse a la órbita de Saturno, el resultado es que, si usamos tecnologías de propulsión convencionales, tardaremos la bonita cifra de ochocientos mil años en llegar a Alfa Centauri, el sistema estelar más cercano al nuestro. Esto es, más tiempo del que lleva el hombre sobre la Tierra. 

Ante lo inconcebible de la empresa, durante las pasadas décadas se han llevado a cabo varias investigaciones, independientes y más o menos utópicas, sobre sistemas de propulsión que acorten el tiempo del trayecto. Uno de los más famosos es el exótico —y peligrosísimo— modelo matemático que el físico mexicano Miguel Alcubierre publicó en 1994, según el cual se podrían alcanzar velocidades superlumínicas, si bien no resuelve los problemas de disipación de la energía en el frenado que provocarían dichas velocidades, los cuales no solo pondrían en peligro la vida de los hipotéticos colonos que habitasen las naves, sino que serían capaces de desencadenar cataclismos de escala planetaria. 

Otro de los sistemas, también teórico pero bastante más apegado a la realidad científica, es el motor de propulsión nuclear de pulso. Iniciado en los años cincuenta con el proyecto Orion, continuado en los setenta con el Daedalus y en la actualidad con el programa Icarus Interstellar, este tipo de impulsor podría alcanzar velocidades en torno al 9 %-12 % de la de la luz y conseguiría que el viaje a Alfa Centauri se redujese a apenas dos o tres centenares de años, abriendo así la puerta al único vehículo razonablemente plausible con el que el ser humano colonizará la galaxia: la nave generacional, el arca interestelar.

Porque viajar rodeado del vacío asesino del espacio durante un par de siglos es una locura, pero es una locura asumible siempre que entendamos que el contenedor de los viajeros no es una cápsula. Es un lugar que habitarán centenares de colonos, quizá miles. Un lugar donde varias generaciones de seres humanos nacerán y morirán; pero también vivirán. Por eso, el arca interestelar nunca será un vehículo; será una casa, y aún más, una ciudad. 

¡Allá vamos!

En 1966, el doctor en física Gerard K. O’Neill se presentó como candidato al cuerpo de astronautas de la NASA, una vez que la agencia permitió el acceso a civiles a sus programas. Si bien se sometió al intenso entrenamiento físico y psicológico necesario, finalmente no fue aceptado. Sin embargo, la experiencia sirvió para apuntalar su entusiasmo por la colonización espacial. Como afirmaría años más tarde: «Estar vivo y no participar en esto me parecía algo terriblemente miope». Y participaría, aunque nunca subiera a un cohete e incluso aunque el «esto» hubiese perdido el favor de la gente.

A principios de 1970, y pese a que Neil Armstrong había pisado la superficie lunar menos de un año antes, el clima de aceptación del programa espacial estaba en sensible deterioro. La guerra de Vietnam era un foco de realidad demasiado doloroso y los universitarios del país no estaban dispuestos a que el Gobierno lo tapara con banderas colocadas a cuatrocientos mil kilómetros de distancia. Así que O’Neill le dio la vuelta a la desilusión e hizo a sus alumnos de Princeton la siguiente pregunta: «¿Es la superficie del planeta realmente el lugar más adecuado para una civilización tecnológica en expansión?». Como la Tierra parecía un sitio cada vez más hostil hacia la humanidad, la respuesta de los alumnos fue, efectivamente, que no.

O’Neill recabó varias docenas de trabajos con las distintas propuestas de los estudiantes, las reajustó, las destiló, las amplió, y con el resultado escribió un paper que tituló «La colonización del espacio». Lo presentó a revistas científicas como Science y Scientific American pero fue rechazado en todas. Como el tipo no era de desánimo fácil, siguió presentándolo a todas las publicaciones del ramo que conocía y, a la espera de que fuera aceptado, en mayo del 74 organizó un pequeño simposio de dos días en la universidad con el nombre de «Primera conferencia sobre colonización espacial».

La convención fue un éxito. Entre el público asistente se encontraban futuros astronautas, futuros ingenieros aeroespaciales, representantes de la NASA y también el decano del periodismo científico estadounidense Walter Sullivan, quien escribió un artículo que aparecería en la primera página del New York Times del 13 de mayo con el título «Los científicos consideran propuestas factibles para la colonización humana del espacio». Cuatro meses después, Physics Today publicó el paper que lo inició todo y, en 1975, la misma NASA inyectó quinientos mil dólares para financiar los estudios de O’Neill. El 23 de julio de ese mismo año, este realizó una declaración ante el Subcomité de Ciencia Espacial y Aplicaciones del Congreso y, en enero del 76, hizo lo propio ante el Subcomité de Tecnología Aeroespacial del Senado. 

Con ese moderado apoyo gubernamental, O’Neill recopiló todo su trabajo en un libro que publicaría en 1977. Se llamaba The High Frontier: Human Colonies in Space, traducido al español con el nombre Ciudades del espacio. El volumen apareció en todas las librerías, se publicaron más de diez ediciones y marcó el pico de la popularidad de Gerard O’Neill. Poco después llegaría la crisis del petróleo y, a ojos de parte de la opinión pública, la exploración espacial se convirtió en un enemigo del bienestar en la Tierra. 

Pero The High Frontier permaneció. Quizá porque la ilusión pervive en reductos más o menos impermeables, quizá por las magníficas ilustraciones del volumen. Probablemente porque proponía las posibilidades más realistas y más minuciosas de eso que Archigram dibujó doce años antes en forma de boutade: una ciudad autónoma y autosuficiente, tan despegada del terreno que ni siquiera está apoyada en ningún terreno. O’Neill las llamó Island One, Island Two y Island Three.

Las islas de The High Frontier son hábitats espaciales que debían funcionar bien como residencia permanente, bien como naves generacionales. Para que las propuestas fuesen consistentes no se trataba solo de echarle imaginación, había que resolver todos los problemas asociados a lo ambicioso del planteamiento: alimentación y suministro de aire respirable, pero también trabajo y ocio. Y, por encima de todos ellos, la condición ineludible para el sostenimiento físico de cualquier arquitectura y orgánico de todos los seres humanos: la gravedad.

Con esas premisas, las islas de O’Neill eran incluso más que ciudades, eran verdaderos continentes orbitando el vacío espacial. Micromundos con calles y edificios, árboles, campos de cultivo y hasta ríos artificiales, que albergarían poblaciones de entre diez mil y diez millones de personas.

La Island One era una esfera de Bernal, basada en el diseño que John Desmond Bernal propuso en 1928 y que el doctor Robert Enzmann había redefinido en 1964 cuando acuñó el término «arca interestelar». Como su propio nombre indica, se trata de una esfera hueca ocupada en sus paredes interiores. La gravedad se conseguiría gracias a fuerza centrífuga de la rotación sobre su eje, si bien las condiciones óptimas tan solo se darían en el ecuador. Gracias a los bosques se solucionaría el problema del aire y, de alguna manera, los habitantes vivirían más o menos igual que en la superficie de la Tierra. Con sus casas, sus comunidades y sus empleos.

Conceptualización artística de una estación espacial con la forma de una esfera de Bernal. Imagen: Rick Guidice / NASA Ames Research Center.

La Island Two eliminaba las dificultades gravitatorias del modelo de Bernal al acotar su superficie a la del segmento ecuatorial, adoptando así la forma de un toro. Se le llamó toro de Stanford y, aunque a priori se reducía la cantidad de suelo disponible, en la práctica, el ancho del segmento podría alcanzar dimensiones de cientos de metros e incluso kilómetros en función de su radio. De igual manera, el toro resolvía los problemas de soleamiento y, por tanto, suministro de energía solar que presentaba una esfera esencialmente opaca. De hecho, al estar constantemente expuesta a la luz solar, el toro debería emplear mecanismos artificiales de sombreado para simular los periodos de día y noche y no desestabilizar los ritmos circadianos de los colonos.

Conceptualización artística de una estación espacial con la forma de un toro de Stanford. Imagen: Rick Guidice / NASA Ames Research Center.

La Island Three se erigía en el modelo más avanzado, recibiendo el nombre de su creador: el cilindro de O’Neill. Se trata esencialmente de un toro extruido o cilindro hueco que, de este modo, aumenta enormemente la superficie aprovechable manteniendo las condiciones óptimas de gravedad, habitabilidad y soleamiento en todos sus puntos.

Conceptualización artística de una estación espacial con la forma de un cilindro de O’Neill. Imagen: Rick Guidice / NASA Ames Research Center.

Los diferentes diseños de hábitats espaciales bebían de la ciencia ficción y, a su vez, inspiraron numerosas narraciones del género. El Mundo Anillo que describía Larry Niven en su novela homónima de 1970 es un toro de Stanford, como también lo es la estación orbital Elysium de la película del mismo nombre dirigida por Neill Blomkamp en 2013. De igual manera, la enigmática nave alienígena descrita por Arthur C. Clarke en Cita con Rama es un cilindro de O’Neill, si bien la novela se publicó en 1972, tres años antes de que O’Neill pusiese nombre a su modelo. 

El ejemplo más reciente y más conocido de cilindro de O’Neill aparecía en los minutos finales de Interstellar, el filme de Christopher Nolan estrenado en 2014, donde más allá de chiripitifláuticas disquisiciones sobre el amor como dimensión física, el equipo de diseño de producción y efectos visuales echó el resto al edificar —siquiera para la pantalla— la Estación Cooper: un bellísimo paisaje de valles y granjas curvados, de carreteras y ríos curvados, de parques, plazas y centros comerciales curvados. De vidas bajo un cielo que a la vez es un suelo curvado en el interior de un asteroide hueco en órbita alrededor de Saturno.

Fuente: Jot Down

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