12.11.20

NO CREAS QUE VOY A GRITAR / LUIS BARDAMU

Entre mediados de marzo y comienzos de noviembre he visto más de cuatrocientas películas. Siempre he visto muchas, pero desde el inicio de la catástrofe el ritmo se ha intensificado. Trato de no ver el mundo y no quiero ver a nadie. Además, con el paso de los años, me he convertido en un gran experto en bajar películas de internet. La descarga no tiene secretos para mí. Desde páginas específicas de accesos directos y P2P a canales de YouTube o Telegram. Ninguna de las películas que vi en estos meses son de las que pasan por televisión, cable, netflix o similar. Reúno todo lo que me intriga, lo que excita mi curiosidad. Desde obras a las que nunca tuve acceso y siempre quise ver hasta los descubrimientos más improbables. Cine mudo sin derechos de autor, joyas del Hollywood precódigo Hays, incunables del cine soviético, películas eróticas escandinavas, dramas alemanes, thrillers europeos de los 60 y 70. Penetro literalmente en el cine de otros, aunque esas películas solo son espejos, no ventanas. Con un programa de edición de video corto y pego escenas muy breves de todas las película que veo. Siento que muero cien veces delante de cada una de ellas y renazco en la mía. Impulsos nerviosos. Tensión en el pecho. Hormigueo en los dedos de las manos y los pies. La idea absurda y repetida de que me toca a mí. De que ahora mi lugar de espectador está ligado a la muerte. Y, sin embargo, no lo he dejado. Siento como si me hubiera convertido en un personaje tragicómico de un film de Blake Edwards. Esos hombres sorprendidos por la crisis que caen en un laberinto de mentiras patéticas y mezquindades en busca de una juventud perdida más que de un nuevo aliento. Pero los queremos porque, pese a su cobardía, son descritos con la tierna crueldad y la indulgencia perspicaz del que los imagina y observa cómo luchan. Son personajes de ficción que caen de pie. A mí nadie me observa. Mi reflejo en el espejo no me inspira clemencia. Estoy en tierra de nadie, entre la duda y la cólera contenida. Perdido, desilusionado, al margen de los acontecimientos y probablemente muy rezagado.

Vuelvo a la pantalla, inevitablemente. Descargo cien películas soviéticas en tres días y me zambullo en el cine de la Alemania del Este. Mi atracción por este cine previo a la disolución del bloque sin duda se debe a que sus personajes se cuestionan su lugar en la sociedad, su función en una utopía colectiva. Cuestionan el poder y el trabajo, el ejercicio de la autoridad, la educación y la transmisión de la historia. El héroe del este tiene una relación dialéctica con el mundo como un engranaje que debe producir una sociedad igualitaria. Lo mueve un ideal. No me molesta que la postura derive del adoctrinamiento ideológico. Su dignidad hace que me resulte más amable que el personaje de ficción occidental, determinado por una estrecha idea de placer individual. A los que se resisten al mundo feliz de Huxley de hace más de sesenta años les responden a golpe de cachiporra, gas lacrimógeno y cañones de agua. Perezoso y resignado, apoyo a los manifestantes cubierto con una frazada liviana y me alegro del caos sembrado por los black blocs. Sueño con bancos incendiados y comisarías lapidadas. Un nuevo desorden. Cierro los párpados, me tapo los oídos y me oprimo las sienes. Pero sigo escuchando, cada vez más claramente, el sonido de las botas que vuelven. ¿Seré yo el único que lo oye? Entonces siempre me hago la misma pregunta: ¿Y si vemos una película? (No pienses que voy a gritar)."

No hay comentarios.:

Publicar un comentario