21.10.20

TRÍFIDOS POR TODOS LADOS

 


“Cuando un día que usted sabe que es miércoles comienza como si fuera domingo, algo anda muy mal en alguna parte.” Elvio Gandolfo menciona este comienzo en un posteo de Facebook y eso basta para que yo me encapriche con leer el libro de la cita. Así empieza todo. A pesar de la trama, que me entero después.

¿Qué argumento más tirado de los pelos puede haber que plantas que caminan y se comen a los humanos, a los que previamente cegaron colectivamente para que fueran más fáciles de cazar? Y sin embargo, allá van los trífidos en su día clave. La noche antes, un espectáculo celeste nocturno -luces potentes en el cielo-, ha deslumbrado a los habitantes del hemisferio norte y sur por igual, afectando las retinas de toda la humanidad. Unos pocos que no pudieron salir a contemplar el fenómeno conservaron la vista. Y esos son ahora los que dirigen los grupos de sobrevivientes, porque la amenaza no es solamente la ceguera, como en la plaga de Saramago, sino algo mucho peor: plantas asesinas que no sabemos cómo llegaron, que además son carnívoras y aprendieron a andar.

El libro del que hablo es “El día de los trífidos”, de John Wyndham. El otro que mencioné al pasar, del premio nobel de literatura español, es “Ensayo sobre la ceguera”, que comienza sin una justificación técnica, simplemente con alguien que dice “no veo” y al final de la novela vuelve a ver. La historia ha pasado en el medio; la anulación del sentido de la vista le basta a Saramago para denunciar a las sociedades actuales en las que todo entra por los ojos. Su pregunta es “¿cómo sería la vida si un día nos quedáramos ciegos?”. La de Wyndham es “¿cómo sería la vida si un día nos quedáramos ciegos y aparecieran seres a atacarnos?” La diferencia radica en que Saramago es un autor de fábulas y Wyndham de ciencia ficción.

En la CF suele haber milagros narrativos. Es muy fácil hacer reír con el argumento que les conté. Y muy difícil provocar todas las otras sensaciones: angustia, miedo, dolor, ternura… ¿Cómo se hace? Primer paso: el narrador se lo tiene que creer. Wyndham lo hizo. Y tuvo a su favor que trabaja con palabras. Las palabras suelen exhibirnos la realidad, pero también ocultarla. Flaco servicio le hacen al ñato que después tiene que mostrar el monstruo en la película. La primera vez que la planta es nombrada por un productor de aceite, se la compara lejanamente con una ortiga y más adelante con una orquídea. También dice que tiene un tallo largo que termina en una forma de embudo a los dos metros. Y que un día “recogió sus raíces y caminó”.

“(…) parecía un hombre con muletas. Dos de las delgadas piernas se movían hacia delante, y la planta se balanceaba hasta que la raíz trasera alcanzaba a las anteriores. Con cada paso el largo tallo se sacudía violentamente. Mirarla mareaba. (…) El descubrimiento de que el extremo del tallo podía estirarse hasta alcanzar una longitud de tres metros y descargar, además, bastante veneno como para matar a un hombre si llegaba a tocarle la piel, fue de veras alarmante.”

Nadie sabe bien de dónde salieron los trífidos. Wyndham menciona, como al pasar, que pueden ser el “resultado de un ingenioso cruzamiento biológico” logrado, incluso, “por azar”. Lo cierto es que la novela deja bien en claro que como su cultivo era  rentable todo el mundo empezó a criarlos en granjas. Mi especialista preferido en CF, Matías Carnevale, dio un pequeño curso para preguntarse cuál podía ser la razón del escritor al inventar estos cachivaches cachirulos. Dice:

“En el taller de lectura encontramos varias conexiones con nuestro presente, sin forzarlas demasiado porque la ciencia ficción, aunque no lo parezca, es un género razonable. Al menos hasta los años sesenta lo era. La más notable es con la soja. En los noventa nuestro país (y el continente) comenzó un proceso de sojización que reemplazó la mayoría de los cultivos que se producían tradicionalmente. Los trífidos pueden ser un producto de la ingeniería genética, al igual que la soja, que de natural no tiene nada. Además, se hace aceite de ambas especies. En muchos casos las fumigaciones que necesita la soja son vistas un escenario de guerra… lo que también sucede con los trífidos. Para estas consideraciones contamos con la inestimable participación de Guillermo Folguera, biólogo, filósofo, profesor de la UBA e investigador del CONICET. Sus credenciales coinciden con su conocimiento y buena predisposición: leyó El día de los trífidos por pedido mío.”

Y agrega en un comentario Darío Lavia, responsable de la Web Cinefanía (cinefania.com) y director de la revista Cineficción y los Breviarios de Cinefanía: “Cuidado… ¡no son yuyos que se amedrenten con Glifoglex!”

Como en estas notas post apocalípticas –estamos en la última- trato de buscar coincidencias entre libros y versiones fílmicas, me comí las dos pelis que había. El largometraje es de 1962, realizado por la dupla Sekely/Gordon: una versión bastante libre. Al tener más tiempo de desarrollo, el telefilm inglés de 1981 (Ken Hannam), de seis capítulos, resulta más fiel al libro, aunque se vuelva plomo. Los dos fracasan, en cierto sentido, con los monstruos: dan risa. Hubieran funcionado de maravilla en el “Cineclub La Cripta” que Peter Pank, Julio Martínez y Boris Caligaris tenían en los 90. Con la risa se cae la historia, que pasa de dar miedo a ser una bizarreada. Uno, igual, corazoncito nerd, las ve con cariño clase B.


Al otro fin del mundo no hay que perdonarle nada. Se trata de “On the beach”, traducida al castellano como “La hora final”. La extraordinaria novela de Nevil Shute (1957) y la hermosa película de Stanley Kramer (1959), también traducida como “Días de desesperanza”, hacen un par fabuloso. Hubo una guerra mundial que nadie sabe quién empezó, y explotaron bombas atómicas en todo el hemisferio norte. Las ciudades han quedado con los edificios en pie, pero la gente muerta. Los residuos radiactivos van siendo esparcidos por el viento hacia el sur, donde las personas tratan de seguir con sus vidas normales, aunque saben que el contagio llegará en cualquier momento. Estiman unos meses; no hay escapatoria. Dentro de este escenario se mueven el personal de un submarino, con su comandante Dwight Towers, una familia que vive en el campo australiano formada por el teniente Peter, Mary y su bebé, un soltero científico llamado Osborne y Moira, descubrimiento absoluto de lo que debe ser un personaje bien narrado. Moira es un manual de seducción: su modo de aparecer y de irse, su desenvoltura e independencia, sus planes íntimos y cómo los expresa; imposible no enamorarse de ella. Y en la película más: el papel lo hace Ava Gardner, tremendísima morocha.

El libro investiga una identificación personaje-máquina que lo vuelve muy visual. Dwight va en submarino, Moira en sulky; cuando lo hacen juntos manejan un velero y participan de una regata. Peter conduce en bicicleta y Osborne ama a su Ferrari. Mary maneja un jardincito y aspira a maniobrar una cortadora de césped eléctrica (coincide con que es el personaje más ingenuo). Cada cual tiene su gadget asignado.

El monstruo de este libro, a la hora de filmarlo, es la relación Dwight-Moira, que en las páginas no llega a los bifes y en la peli sí. Él sabe que toda su familia, su esposa y sus dos hijos, están muertos en Estados Unidos (la guerra lo agarró sumergido y lejos de la radiación). Sin embargo sigue apostando a que los encontrará vivos cuando regrese. Habla de su esposa en presente; está preocupado por los regalos que les llevará a sus niños. Moira sabe que no encaja como amante en este planteo sicológico, y trata al comandante y a sus fantasmas con una dulzura inigualable. La relación amorosa queda en la nada debido al trauma del tipo y, sobre todo, a que ya no hay tiempo real para andar a los besos por ahí. Las palabras bien elegidas de Nevil pueden sostener esta idea que en las imágenes es imposible: no solo ella es Ava Gardner; él es Gregory Peck. En algún momento se tenían que dar un chuponazo.

¡Se van a morir, Nevil, qué querés que hagan! En el mejor de los casos se van a tomar una pastilla de cianuro, van a tratar de matarse en una carrera de autos, van a beberse mil botellas de coñac, van a enterrarse para siempre en el mar. Sabemos que el escritor se quejó por el cambio de planes en su pareja, pero lo visual no toleraba la miseria afectiva. Si algo tenemos que aprender los escritores es a tener piedad por nuestros personajes. El filme resuelve el planteo moralista in extremis del escritor. Y quita de escena a todos estos queribles humanos un segundo antes de que empiecen a retorcerse de dolor. Porque, bueno… termina mal. O bien: es una de apocalipsis, con contagios, fiebres… El ser humano pagando por lo que le hizo al planeta, y llevándose toda la fauna al otro lado de la raya.

El “The end” a veces da un respiro, aunque casi siempre lo quite.

¡Gracias Pablo Perantuono!

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