16.9.20

LAS NUEVAS VIEJAS NOTICIAS DE LA CIENCIA FICCIÓN

 “Soy Leyenda” es una novelaza de Richard Matheson, y una muy buena peli de un tal Francis Lawrence: ambas obras de arte sobre una cuarentena en Nueva York. La vi anoche. Eloy Alazard me dijo “no sé si son para este momento…”. Al libro ya lo había leído, pero no me acordaba. Ejem: final de nota, final de pandemia. Contra todo lo que dije antes ojalá que la adaptación de nuestro futuro en la Tierra venga más sana.”

Así terminaba mi nota anterior sobre adaptaciones de grandes libros al cine, en la que opinaron Alejandro Agresti y otros másters, por este mismo canal, hace tres meses. La pandemia sigue sin visos de terminar, las vacunas están indecisas a la espera de pruebas irredentas y nosotros seguimos –los más responsables, los más respetuosos de la gente que está dejando el lomo en la salud pública para salvar vidas del intolerante Covid, viendo pelis, leyendo libros y trabajando sin salir de casa. Por esa nota que escribí, nacida en el Facebook, recibí un tirón de orejas y cantidad de indicaciones desde la misma red social. Y me hice de dos fantásticos amigos nuevos: María José Schamun y Matías Carnevale. La primera me azuzó con respecto a lo poco que hablé sobre los finales de Soy Leyenda, y me sugirió leerla de nuevo antes de compararla con la peli. Sigo pensando que son dos excelentes productos artísticos, tanto el de Matheson como el de Lawrence, pero, como bien dice Majo, no tienen un pomo que ver uno con otro. Matías, que dirige el site “Clásicos de ciencia ficción” (https://www.facebook.com/groups/1752024258425626/?ref=share) y es colega de La Agenda, me empezó a recomendar libros en los que se basan extraordinarios films, y me dejó frito con uno: “Starship Troopers” o “Tropas del Espacio”, de Robert A. Heinlein, con el que Paul Verhooven realizó “Invasión”, que tanto me había gustado.

Vamos por orden. Dice María José:

“Cuando pensamos en Soy leyenda, no pensamos en un monstruo sino en un héroe que se inmola para salvar a una mujer y a un chico, y proveer de una posible cura a los pocos humanos que restan en el planeta. Sin embargo, Neville no era un héroe, era el monstruo.

La novela original, nos muestra cómo abatida por una guerra bacteriológica, la humanidad había mutado en una especie vampírica, pero Neville, inmune a las bacterias, se había mantenido humano. Los nuevos seres que poblaban el planeta comenzaron a adaptar sus hábitos y, de a poco, a organizarse. Mientras tanto, el viejo Neville se resistía a dejar su forma de vida, vivía de día y dormía de noche, mataba “monstruos” y soportaba sus burlas y provocaciones. Por eso, cuando encuentra a Ruth, después de tres años de vida solitaria entre seres extraños, siente que la ama aún si mantiene sus sospechas de que sea realmente una sobreviviente como él. De hecho lo es, sólo que no del modo en que él pensaba. Ruth era portadora de la enfermedad y de un mensaje: sus horas estaban contadas, no había lugar para él en esta nueva normalidad. Sólo entonces, Neville comprende que su modo de vida era una amenaza para la nueva especie y que, habiendo probado que no podía adaptarse a este nuevo modo de ser, era el monstruo al que todos temían.”

Matheson hace referencia varias veces en su novela –que tuve el placer de releer después de estas indicaciónes- a la democracia y al funcionamiento social de las ciudades. Neville se siente atacado por el mal de afuera, pero es el único que queda vivo producto de la “normalidad” anterior. Y en democracia cuando sos minoría podés protestar, pero no salir a matar. Sigue Majo:

“Las leyendas hollywoodenses siempre nos salvan en el último minuto. ¿De qué nos salvan? Del cambio. Sacrifican sus vidas para que nada cambie, para que todo siga igual, aunque sea en detrimento suyo y de muchos más. Ser otros, o ser iguales al otro, es un terror que no nos deja dormir cuando el otro está definido en términos excluyentes porque, en ese caso, si el otro existe yo no puedo seguir viviendo y viceversa.

Ése es el poder del final de la novela de Matheson, yo soy el otro, yo soy aquel a quien temía de chico, el monstruo que mata a los niños mientras duermen. La novela pone de manifiesto la incapacidad de ver la semejanza en la diferencia, la mirada de aquellos europeos que, al llegar a América se negaban a reconocer la humanidad de los americanos porque eso significaba que el ser humano también era eso, que ellos mismos eran eso. Los vampiros o los zombies son inmigrantes, son los habitantes de la muerte que invaden el reino de los vivos, y ¡cómo se atreven! Sin embargo, no era su inmunidad a la bacteria lo que transformó a Neville en monstruo, sino las enseñanzas que recibió de pequeño, esas que decían que los vampiros eran monstruos y debían ser decapitados.”

Todo un tratado. Y yo comparándolo con la superficialidad de final yanqui, como si ahora dijera que los antivacunas que se lanzaron a las calles son los que quieren construir un país maduro. Es increíble la de cosas importantes que nos provee la ciencia ficción para entender el mundo que nos rodea. La realidad de acá se parece más a la de la película, cuando vemos que los manifestantes llevan camisetas reivindicando golpes militares, armas reglamentarias y horcas para ejecuciones. Cosas que sabiamente habíamos acordado como NUNCA MÁS. Ellos son la minoría, aunque seamos nosotros –por el momento- los que están encerrados.

Después vino Matías Carnevale a hablarme de fascismo, palabra que también estamos utilizando mucho en estos días. Basta encender la inmunda televisión. Ni siquiera el Covid, amenaza que ha tocado a esos engreídos personajes de la farándula periodística más abyecta, puede callar sus mensajes que alientan confusión y odio. Entonces Matías me pasó “Tropas del espacio” (¡ah, mis baches literarios!). Me hizo acordar a la colimba que hice en tiempos de Malvinas, con los milicos aceitadísimos y por la que llegué a escribir una novela, “La flor azteca”. Johnnie, el muchachito, tiene la misma edad que tenía yo como marinero: dieciocho. La diferencia es cómo se alista a “la fuerza”. Lo hace desde una inconsciencia juvenil, por seguir a la chica que le gusta. Como Bardamu en “Viaje al fin de la noche”, que adhiere a la contienda haciéndose el que marcha detrás de una banda militar; un payaso presumiendo para unas francesas. Y yo no pude zafar, porque el servicio en esos días era obligatorio. Éramos “los soldados gratuitos” del libro de Céline, “podredumbre en suspenso”. Jabones descartables que la patria tenía a mano para usar en una guerra inútil o para lavarles el auto a los descerebrados de uniforme que manejaban el país.

Yo había visto la película “Invasión” como una publicidad americana de esas en las que una mujer o un soldado te señalaban, en las guerras mundiales,  apuntándote con el dedo: “A usted, joven, ¿qué espera para alistarse?”. La película misma, además de tener unos maravillosos monstruos cortantes en forma de mamboretá, arañas madres peligrosísimas y científicos casi carniceros, está realizada como un spot para convencerte de que te anotes. Escribe Matías:

“Algunos critican “Invasión” por su fascismo (encubierto, explícito, como sea). En los uniformes, la arquitectura y los discursos de los oficiales se notan detalles del nazismo. Verhoeven incluso confesó en una entrevista haber tomado elementos de los documentales de Leni Riefenstahl, y que puso a un soldado un uniforme de la SS. El holandés dijo que “es una película sobre fascistas que no saben que son fascistas”. De hecho, al pobre Verhoeven (y a Ed Neumeier, guionista, que ya había escrito la fabulosa Robocop), el Washington Post lo trató de neonazi.

Lo cierto es que el director es un europeo medio inmoral infiltrado en Hollywood. Verhoeven quiso que la hermosísima Denise Richards hiciera una escena en topless. La actriz se negó, pero la igualmente bella Dina Meyer y el galán Casper Van Diem (los tres tuvieron su paso por Beverly Hills 90210, esa fantasía tan noventosa) salen empelotados. El casting refleja, en cierta medida, el ideal ario de juventud y belleza, pero en una película norteamericana. Punto para Verhoeven.”

La novela de Heinlein es del año 1959. Se cree que se basó en datos de la guerra contra Corea de 1950, y la película busca sus razones cercanas en el despliegue mediático de la guerra de Irak (podría haberlo hecho también con nuestra guerra de Malvinas y el ”¡Seguimos ganando!” de la revista Gente y de los canales de TV locales), aunque suceda en otros planetas. En el ejemplo de Starship Troopers la película potencia y refresca lo que el libro tiene para decir desde tres décadas antes, incorporándole el camelo mediático. Es increíble que todavía le sigamos creyendo a la televisión, ¿no? Y a sus incordiosos voceros pagados por multinacionales, sembrando órdenes subliminales en las cabezas de los consumidores. Qué suerte que está la literatura para aclararnos la realidad… TO BE CONTINUED.

¡Gracias Matías Carnevale y María José Schamun! ¡Gracias también a Pablo Perantuono por la publicación!

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