Ser presidente de Argentina puede ser tremendamente fácil o tremendamente difícil. No hay puntos intermedios.
Fácil es ser un presidente que habla y juega al fútbol, que se va todo el tiempo en viajes de descanso, que come muchos asados, que juega al paddle con los amigos, que hace de anfitrión a los poderosos, que maneja una Ferrari, que vive entre modelos internacionales, que fuga dólares más tranquilo porque nadie más que él mismo o su inexistente conciencia lo vigilan, que sale en televisión en reportajes cuidados para que se sienta estupendo, que beneficia a sus familiares e ineptos compañeros del secundario y los ubica en cargos públicos o licitaciones, que se perdona deudas millonarias que él mismo ha contraído con el Estado, que viola cuarentenas, que es festejado por la farándula local como un príncipe. Asiste a ceremonias donde sobra el champán. Tiene esclavitos. Baila, sonríe y reparte globos amarillos o billetes con su propia cara, impresos en papel moneda. Ser presidente de la Argentina en este caso es tan fácil como vivir de vacaciones pagadas por otro, otros. Una fiesta gratuita.
No tenés que tener ni una pizca de cerebro para presidir esta Argentina Disney, porque Estados Unidos, quien realmente va a gobernar, te pide que hagas la vista gorda a todo lo que te ordenen, y que descanses y garches mucho. Y si las voces locales se ponen muy pesadas, te dan los tanques para que las reprimas y chau. Tratá de mantenerlas alejadas con vallas y policías, te aconsejan, para no matar gente al pedo como en la Bolivia de la doña. Te piden tan poca formación que no es necesario haberse doctorado en ninguna universidad nacional, no hay que saber hablar ningún idioma (ni siquiera el castellano), y te puede seguir una runfla de cortesanos de lo más burdos, gordos bolús o campeones que te comparan el aumento de un servicio con dos pizzas menos que te vas a comer, y te llaman sarcásticamente “grasita”. Para manejar esta Argentina se te pide tan poco -poco cerebro y menos corazón-, que hasta podés ser militar.
Difícil es intentar que los argentinos seamos, por una vez, argentinos. Esa decisión va a enfrentar al presidente con todos los medios locales e internacionales, con la oligarquía del campo y la empresa, con las multinacionales, con las plagas, con los demás partidos políticos; con el dólar, con los bancos, con el comunismo y el capitalismo, las fuerzas públicas y hasta con alguna parte de la clase media y de la pobreza que caga un poco más alto que el agujero de su culo. Ser presidente de la Argentina Eva es como ser ateo: no solo tenés que estar capacitado para el razonamiento y el sentido común, tenés que estar convencido, tenés que trabajar como un buey, tenés que soportar cualquier tipo de diatribas y estupideces ajenas. No podés cerrar los ojos y rezarle a la virgencita, todo tenés que hacerlo vos en el peor de los escenarios, el de la realidad del tercer mundo que no solo tiene que lidiar con sus problemas internos, sino que también conseguirá problemas inventados por publicistas extranjeros.
Debe ser por lo que nadie en el mundo quiere ser argentino.
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