Me
despierto sin que suene la alarma. Por la ventana de mi pieza veo que todavía
está oscuro. Estiro la mano hacia la mesa de luz para mirar la hora en el celular. Son las cinco y media de la
mañana. El horario en que siempre me levanto para ir a trabajar. Tengo un
mensaje de WhatsApp. Anoche me acosté muy tarde y no me quedó nada pendiente
sin leer. ¿Quién puede haber escrito tan temprano? Abro la aplicación y
encuentro un número desconocido, con una foto de perfil de un caballo. Me marca
que el mensaje fue enviado a las 4:40. “Hola profe, soy Ricardo. Te mando la foto de
las tareas que hice anoche. Recién terminé el tambo. Espero que puedas verlas
bien. En la pregunta dos tengo una duda: ¿el cuadro comparativo tenemos que
hacerlo con cuatro o con cinco ejemplos?”.
Ya
no me duermo. Prendo la luz y le respondo, pensando en esos chicos y chicas que
están levantados desde las dos en el frío de la madrugada, buscando las vacas,
ordeñando, lavando los pisos del tambo. Y que se hacen tiempo para responder a
mis tareas, las tareas de todos los profes.
Reviso
los mensajes que me quedaron pendientes por contestar. “Seño yo no te pude escribir antes
porque mi papá se quedó sin crédito.” “Seño, ¿te puedo ir mandando el trabajo
por partes?” “Profe, ahí en la cuatro, podemos responder con color?” “Profe, ¿me
podés mandar otra vez la actividad tres? Mi mamá tenía el celular tildado y
tuvo que borrar mensajes.” ”Profe, ¿cuándo volvemos a la escuela?”
Son
las nueve y todavía no salí de la cama. Me levanto, preparo un café y prendo la
compu para seguir corrigiendo desde la web. Siempre me pasa lo mismo: arranco
con el celular y no me doy cuenta de
que al final termino mirando todo desde ahí, cuando con la
netbook es mucho más fácil.
Cerca
de las once empiezan a llegar mensajes nuevos. Una mezcla de alumnos rurales
con los de las escuelas de dos ciudades diferentes. Tres realidades pero los
mismos adolescentes con sus dudas, deseos, sueños, angustias y proyectos. Con
las salidas y la diversión limitadas. Obligados a hacer las tareas en un
formato diferente. Sin nuestra presencia física.
Algunos
se adaptan muy bien. Les gusta la libertad horaria, cuentan con la ayuda de sus
familiares, tienen wifi y smartphones.
Pero son los menos. La mayoría usa datos
en sus celulares. No tienen computadoras. Menos aún, impresoras. Leen
las hojas con textos e imágenes desde la pantallita del celular. Y desde ahí copian y responden. Del grupo de primer año son poquitos los que tienen un
dispositivo propio. La mayoría usa el de sus padres o algún hermano mayor
generoso que además tiene que compartirlo con sus hermanitos de primario y
jardín. A veces tienen una mesa libre para poner las carpetas, a veces hacen
las actividades en la cama o sentados en el piso, en la galería. Hay ruidos, llantos de bebé, algunos se pelean, una tele
prendida al costado con volumen que no deja concentrar bien, entra un perrito,
dos, un gato trepa a la falda y desde ahí quiere jugar con los lápices, se sube
a la mesa y empuja la goma de borrar al piso. Tratan de seguir, de terminar.
Algunos lo logran. Otros abandonan. Se
les van amontonando las tareas. Y reciben mensajes de los profesores: “Hola chicos, estoy esperando sus
trabajos…” “Hola chicos, ya pasaron dos semanas y no sé nada de ustedes, ¿tienen
alguna duda?” “Hola, ¿pudieron resolver la actividad de la semana pasada? “
Después
están esos estudiantes que me preocupan un montón. Esos que nunca hicieron una tarea. Que cuando les
escribo preguntándoles si están bien, si precisan orientación, siempre me
responden con un “Hola profe, ¡estamos bien! No necesito ayuda, ¡muchas
gracias!”. Y añaden corazones, caritas sonrientes y emoticones saludando en el
mensaje. Pero ni una actividad.
Y
el grupo súper preocupante: los que NUNCA se conectaron. NUNCA mandaron ni una
palabra. Los que me clavan el visto. Con ellos se me agotan los recursos y las
ideas. No puedo encontrarles la vuelta. Y siento que lo único que me queda
sería volver al aula y tenerlos cerca y llamarlos individualmente, como hago en
las Ruedas de Convivencia, para mirarlos a los ojos y escucharlos, conocer sus historias y juntos
buscar estrategias para cambiar, para ayudar, para compartir.
Transitar
esta cuarentena docente fue como buscarle los colores al Paraná, ese río
inmenso que recorre Santa Fe, mi provincia adoptiva. Las primeras semanas fueron
torrentosas, de amarillo leonino con verde brillante de camalote. Actividades e
ideas en ebullición, estrenando lo nuevo,
buscando la mejor estrategia, combinando recursos de las TIC [i]con
el sistema tradicional, hablando mucho con los otros profes, compartiendo con
ellos fotos, anécdotas, experiencias. El
segundo mes las aguas se calmaron, se pusieron marrones. Casi diría que se
estancaron. Los mensajes con los colegas disminuyeron un montón. Parecía que
hasta los buenos alumnos remoloneaban, era como si el río de repente se hubiera
llenado de algas, como remar en barro… Una se cansa… No me fatiga corregir la
tarea de cien o ciento sesenta chicos, sino el desgaste de no tener reacción
alguna de los cuarenta que me faltan para completar mis doscientos alumnos. Mis
catorce aulas.
Este
último mes, las aguas han vuelto a fluir un poco, están más azuladas, parece
que definieron su recorrido. Los que agarraron el ritmo de las actividades
siguen con empuje, con interés, cómodos con el formato no presencial. Los que
se quedaron muy atrás, ¡se quedaron de verdad! ¿Para siempre? ¿Los perdimos? ¿Qué
vamos a hacer con ellos cuando retornemos a las aulas?
Con
la coordinadora hacemos un viaje al campo, a las casas de algunos de esos que
se comunicaron muy poquito o nunca lo hicieron. Nos lleva un agente de la
policía. Tenemos que ir con un plano porque el agente hace solo trece días que
está trabajando en nuestra zona. Llevamos hojas impresas con las actividades por
si no tienen señal. Encontramos realidades que nos pegan. Familias con ocho
hijos de todas las edades; algunos salen descalzos a recibirnos, muchos estaban
durmiendo (no se olviden que fueron al tambo a las dos de la mañana). Cantidad
de perros, gatos y gallinas alrededor de las casas. No nos hacen pasar. Los chicos parecen contentos de vernos. No
podemos abrazarlos, pero Brian se acerca, no me sale atajarlo y me da un beso a
través del barbijo. Es uno de mis alumnos de primer año al que nunca tuve en el
aula. Es la primera vez que lo veo. Siento que algo se me derrite adentro, por
ahí en el pecho. Se me humedecen los ojos. Y lo disimulo porque no quiero que
la visita suene a tristeza.
Pensamos
que íbamos a encontrar menos tecnología, pero la realidad es que la mayoría
tiene buena señal, pueden cargar datos y algunos tienen wifi. ¿Y entonces? ¿Por
qué no mandan las actividades resueltas? Aquí hay una situación mucho más compleja que la
brecha tecnológica. Hay una realidad socio-familiar determinante: si los chicos
y chicas no están en la escuela tienen que trabajar. Eso, por un lado. Por
otro, muchos padres y madres apenas terminaron el nivel primario, sienten que
no pueden ayudar a sus hijos con las tareas. Y aunque quisieran, también tienen
que trabajar en el tambo y vuelven cansados para sentarse a cumplir otro rol,
ese que siempre llevaron adelante los docentes.
Y
ahora tenemos que seguir. Hasta las vacaciones de invierno como mínimo. Se
empieza a hablar del regreso a las aulas. La incertidumbre nos va marcando cada
día. Pero tengo una certeza: las chicas y los chicos nos necesitan, y no para que
seamos “mandadores de tareas” sino para sentir que estamos ahí, pensando en
ellos, en su futuro, que los queremos como personas y que también los precisamos, porque sin
ellos los docentes no existimos.
Todavía
no he podido asignarle un color a esta parte del río que queda por recorrer.
30 de Junio 2020
Alicia de la Fuente, la autora de la nota, es una docente argentina que alterna clases
entre cuatro núcleos rurales de diferentes colonias, más dos escuelas públicas,
una en Suardi, a 250 kilómetros de la ciudad de Santa Fe y otra en Arrufo, 50
kilómetros más al norte.
Las fotos son de Roland Paiva.
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