“El miedo es una semilla que crece en cualquier abono.
Mientras la gente constructiva e inteligente busca soluciones (que pueden, o
no, ser equivocadas), la gente con miedo
solo busca culpables”. Mi amigo Pancho Sastre escribió esta frase en un
comentario en mi Facebook. La elegí para comenzar esta nota sobre el espacio
público en tiempos de pandemia; me pareció apropiada. La pérdida del espacio
público en la ciudad actual es la pérdida de la ciudad en sí misma. De eso se
trata todo lo que voy a escribir. Probablemente el apagarse de la humanidad va
a ser, en sí mismo, el apagarse de las ciudades. Ya sea por coronavirus o por
cualquiera de las epidemias que vengan a futuro.
El COVID19 es una especie de Profesor Neurus, se escucha
su “muejeje”. Es el participante que gana al TEG porque conquistó todos los
países. Es Plancton de Bob Esponja, que ansía “¡dominar
el mundo!”. Podemos decir que, en una etapa experimental, primigenia, lo ha
logrado. Ignoró todas las diferencias y costumbres de todas las ciudades, de
Oriente a Occidente, y arrasó. Lo que quiso y no pudo hacer el International
Style y el urbanismo moderno, el tip
supremo de la IGUALACIÓN del todo, lo pudo este virus. Que es así de
chiquitito. Que ni siquiera está vivo, y requiere de tu cuerpo para sobrevivir,
como el Alien de Ridley Scott.
Lo peor que puede pasarnos en esta pandemia global es que
cuando nos despertemos, el dinosaurio del capitalismo todavía esté ahí.
LA
ARQUITECTURA DE LA CIUDAD
Tanto Aldo Rossi, en su “Arquitectura de la ciudad”, como
otros setentistas como Cristopher Alexander, intentaban zafar de la carga
recibida por el urbanismo moderno que tiene su mejor ejemplo en Brasilia,
ciudad hecha desde cero. Los modernos le daban prioridad al auto; el peatón
pasaba a ser un tema del pasado, de cuando no había autos. Rossi y Alexander
recuperaron las nociones de monumento y barrio, que son a las que hemos
regresado. Las nociones que le interesan a la gente que habita las ciudades
desde siempre, desde Atenas y la Roma clásica. La posmodernidad, que en la
imagen de arquitectura convirtió a sus edificios en collages sin gracia, en el
campo urbano hizo el rescate que había que hacer y en el que basamos la ciudad
contemporánea: un rescate espacial de la calle, la esquina, el bulevar, la
plaza, el hito urbano de referencia, lo peatonal como epítome del recorrido
cívico. Mientras los modernos y esos precursores de la modernidad que fueron
los futuristas hablaban de máquinas y velocidad, los posmodernos volvieron a
hablar de la escala humana en lo concerniente a la traza. Y se propusieron reinsertar
la idea de la separación del espacio público del espacio privado como razón
fundamental para la vida en las ciudades, una de las cuestiones que había
intentado fundir el moderno, para que fueran parecidos o actuaran con
continuidad. ¡Y las ciudades siempre habían existido de otra manera! Lo de
afuera es público, lo de adentro es privado. Y entre ambos hay una frontera
divisoria que se llama línea municipal.
Los arquitectos de ahora, que nos la pasamos hablando
pestes de los arquitos de medio punto del posmodernismo, deberíamos saber que
tenemos que rescatarle al menos su visión crítica urbana. Y agradecerle a los
sociólogos como Henry Lefebvre el abrir el concepto a una visión socialista de
la ciudad, que históricamente, al menos desde la edad media, fue estrictamente
capitalista. Sí, rindamos ese homenaje a los 70´s.
QUÉ
HUBIERA PASADO SI…
Ah, las conjeturas… Cito a David Harvey, el
autor de “Ciudades rebeldes” y continuador de la obra del gran Lefebvre: “¿Es
la ciudad un sitio meramente pasivo, o es una red preexistente, el lugar donde
aparecen y se expresan las corrientes más profundas de la lucha política?” Y
sigo preguntándome: ¿qué hubiera pasado si la pandemia nos agarraba con el
gobierno anterior, capitalista salvaje? La respuesta la dio el mismo tipo, uno
de Barba, que los Estados Unidos contrató para que le diera speach: estaríamos todos muertos. No se
hubiera podido contener una pandemia con la Salud Pública por el suelo y un
Ministerio disuelto y degradado. Por suerte nos tocó en un tiempo peronista,
donde se les da visión social a las personas. El capitalismo venía anunciando,
como siempre, eso de que los viejos sobran (era gracioso que lo anunciara
Christine Lagarde, una señora tan mayor) y con el macrismo comenzamos a
entender que tal vez el slogan de la pobreza cero estaba referido a la
desaparición de la pobreza por vía de la goma de borrar, porque no hubo una
sola ley o disposición política del lado de la villa o de los trabajadores en
la escala social más baja.
De hecho, alcanzó a afectarnos a nosotros,
clase media: mi propia labor de
arquitecto fue desgastada antes por un “coronavirus artificial”, que llevó el
trabajo del Galpón Estudio a la mitad, con una desocupación de los alquileres
también de medio estudio y un parate en las actividades culturales que
ofrecíamos. Hubo lugares que no pudimos cubrir nunca, debido a la crisis a la
que nos llevaron un montón de decisiones gubernamentales y pactos forjados para
mega negocios, que dejaron a los estudios como el nuestro, de negocios medianos
y pequeños, prácticamente trabajando para cubrir los gastos. En eso el capitalismo
argento fue muy efectivo: destruyó pymes y pequeñas sociedades sin ninguna
culpa. Ahora directamente cerramos el Galpón: la pandemia real –una crisis
verdadera- nos obligó.
“La pregunta es qué se hace con el virus del
capitalismo”, dice el filósofo Alejandro Horowitz en una nota para El País,
cuando “financieramente somos capaces de poner fin a la existencia de la vida
en el planeta Tierra”.
HEBE
Por otra parte Hebe de Bonafini se pregunta por la falta
de plaza para hacer sus rondas: “¿Dónde van a vernos y oírnos?”. Y tiene razón:
la desaparición del espacio público conlleva la desaparición de la protesta
ciudadana, entre otras cosas.
El espacio público ha pasado a ser el lugar del
contagio. Hay que tomar distancia del otro y desconfiar. Lo comunitario pasó a
ser interdicto. ¿Qué pasa con las ciudades cuando sus ansias comunitarias
quedan suspendidas? ¿Qué pasa con las ansiedades individuales cuando no tienen
la manera de trascender en sociedad? Nadie sabe, estamos en un experimento que
todavía no ha terminado.
He leído
por ahí a filósofos y no tanto afirmar que el coronavirus marca el final del
capitalismo, pero cuanto más lo pienso, más absurdo me parece. Si los viejos,
los pobres y los sin techo se mueren es un triunfo del capitalismo. Si los
sitios públicos se cierran es un triunfo del capitalismo. Si muchas empresas
quiebran es el triunfo de los monopolios capitalistas, que se quedan sin
competencia. Si no nos podemos juntar, habrán ganado los otros. El coronavirus,
con respecto al “derecho a la ciudad” del que hablaba Lefebvre y continuó
hablando Harvey es mucho más dañino de lo que suponemos. Cito al último en su
libro “Ciudades rebeldes”:
“Está
claro que ciertas características ambientales urbanas son más propicias a las
protestas que otras, tales como la centralidad de plazas como Tahrir, Tiananmen
y Syntagma, la mayor facilidad para erigir barricadas en París comparada con
Londres o Los Ángeles, o la situación de El Alto que le permite controlar las
principales rutas de abastecimiento a La Paz.
El poder
político suele tratar por eso de reorganizar las infraestructuras y la vida
urbana atendiendo al control de poblaciones levantiscas. El caso más famoso es
el de los bulevares diseñados por Haussmann en París, considerados desde el primer
momento como un medio de control militar, pero no es el único. La remodelación
del centro de las ciudades en Estados Unidos a raíz de los disturbios urbanos
de la década de 1960 tenía como fin crear importantes barreras físicas –de
hecho: fosos por los que discurrían autopistas- entre las ciudadelas de gran
valor inmobiliario en el centro y los empobrecidos barrios periféricos
cercanos.”
Vi una foto en Facebook de una manifestación
reciente en la Plaza Rabin de Tel Aviv. El tema era que el centro derecha no se
juntara definitivamente con la extrema derecha; la gente salió a protestar.
Pero, por la pandemia, cada asistente levantó los brazos para tomar distancia
de los manifestantes de los costados, de atrás y adelante. Había una persona
por metro cuadrado, cuando en una manifestación porteña puede haber hasta cinco
o seis personas. Desde el dron, toda esa gente con los brazos en cruz formaban
una especie de cementerio. Fue lo primero que pensé cuando vi la foto.
Lo
segundo que se me ocurrió es que en el futuro, si se eliminan los contactos
interpersonales con extraños, las manifestaciones precisarán de lugares físicos
más amplios. Pienso en la tentación de un poder capitalista de enviar las
reuniones populares a manifestódromos
lejanos y enormes, del estilo Tecnópolis, para que sean televisadas en todo su
orden. Y eso no sirve, porque la ciudad socialista que reivindica Harvey y yo
adhiero, necesita rebelarse en el centro mismo de la política. En nuestro caso,
la Plaza de Mayo o la del Congreso, donde habita el poder. Tiene que
molestarles. Y como manifestantes tenemos la obligación de pisar todos esos
canteros bellos de nuestras plazas latinoamericanas, porque las que están fuera
de lugar son las flores, no los manifestantes. ¡No tiene ningún sentido que
frente a la Casa Rosada haya canteros con geranios! Es un resabio de la
política Napoleónica, de la importación de modelos coercitivos que contribuyen
como publicidad a la auto contención. Cuando lo que precisa una sociedad actual
en movimiento, una sociedad viva, es la rebeldía contra los parámetros del
capitalismo, las rejas, las cámaras y la policía antimotines.
Sabemos
que lo urbano funciona siempre como un ámbito relevante de acción y rebelión.
Pero también sabemos que si el espacio público de las ciudades sirve solo para
protestar, lo estamos confinando a ser un espacio de descontento. Y nada más
lejos que eso.
UN LUGAR PARA ENCONTRARSE
La variedad, el azar y la negociación con
desconocidos son ingredientes de la ciudad. Salimos a la ciudad a hacer una
cosa específica, pero la variedad espacial, de movimientos, de colores, de
olores, nos va alterando graciosa o fatalmente el recorrido. Por el azar
implícito en el espacio público nos encontramos con gente conocida, nos
enteramos de sucesos nuevos, recibimos cantidad de estímulos no contemplados ni
previstos. Y negociamos con desconocidos a cada momento: hay un reglamento para
esperar un colectivo, por ejemplo, que cambia en cuanto subimos. Para esperarlo
hay que estar quieto en la parada correspondiente, hacerle señas con la mano
para que pare, hacer una cola para subir por estricto orden de llegada. Y una
vez arriba el orden de llegada se pierde, y la condición para conseguir un
asiento se logra por proximidad a los asientos libres. Además hay un código de
prioridades: embarazadas, ancianos, personas con niños en los brazos. Y como
esta hay mil negociaciones disponibles, en plazas, esquinas, calles y
bulevares. Desde estacionar un auto a cruzar la senda peatonal en un semáforo,
esperar un tren en un andén, sentarse en un banco al lado de otra persona,
bajar al subte, salir con la mascota y las bolsitas, llevar a los niños a los
juegos públicos, tomar sol en un parque, cortar una calle para un acto
político, una fiesta, la largada de una maratón, un concierto o un baile de
carnaval, ¡la mismísima vuelta al perro de los pueblos!; cada actividad en la
vía pública tiene sus reglas y sistemas de ordenamiento y respeto.
Sobre la pantalla de una computadora o un celular
no hay error disponible; voy a reunirme con quien lo dispuse de antemano y
siempre adentro del rectangulito tecnológico, mostrando de fondo lo que quiero
que vean. Al quitarle el azar al encuentro, todos los ejercicios comunitarios
de negociación, que sirven tanto al trabajo como al ocio, pasan a ser
previsibles. Y terminan cansando.
EL SUEÑO
DE McLUHAN
La profecía cumplida del teletrabajo es, cuanto
menos, sofocante. Primero porque hemos cambiado la visión laboral de tres dimensiones
por una solamente de dos: la pantalla. No solo los trabajos se hacen ahí: las
reuniones, los descansos, hasta el sexo. Segundo, porque le hemos quitado
variedad al asunto.
Según Julián Varsavsky, el autor de “Japón desde
una cápsula” y un minucioso observador de la obra de Byung Chul-Han y de las
nuevas tendencias del trabajo en el mundo capitalista, en el fondo no hay nada
demasiado nuevo: hacia allá íbamos. En una extensa nota que salió en Anfibia
sobre el fenómeno “We Work”, Julián dice:
“El
neoliberalismo post Guerra Fría instaló una psicopolítica individualista basada
no en la sujeción del cuerpo a la máquina fija, sino en un dominio por
convencimiento: es la idea de la autosuperación para maximizar productividad y
consumo a la vez, haciéndonos correr en una rueda de hámster en competencia con
nosotros mismos.
Donde
antes estaban las prohibiciones del “deber”, reinan las libertades seductoras
del “poder hacer”. Esto resulta más productivo por su carácter motivacional.
Pero el sujeto de rendimiento sigue disciplinado: el llamado a la iniciativa
propia genera una explotación más eficiente que la del viejo control panóptico.
El trabajador se erige en amo y esclavo. Este sería el cambio de paradigma
hacia una autoexplotación que limita la posibilidad de rebelarse contra un
otro. Uno produce hasta el desmayo generándose un cansancio infinito: el límite
de la jornada laboral es la resistencia del cuerpo. Por eso las enfermedades
paradigmáticas del siglo XXI surgen de la sobreexplotación del sistema
nervioso: el síndrome de Burnout, el agotamiento por stress y la
depresión.”
En
la nota se leen, además, testimonios de gente que trabaja para corporaciones
multinacionales desde su casa, sin horarios, ni sábados, ni domingos. Una CEO
de Yahoo dice que teletrabaja normalmente unas 18 horas diarias, y que trabajó
durante el último mes de embarazo y todo el puerperio. El coronavirus lo máximo que hizo fue
acelerar los tiempos de esta “fiesta del trabajo” -dicho con sarcasmo- y de la “exclusión
del trabajo” -dicho con pena.
Además creo sinceramente que el trabajo no
presencial en cuestiones como educación, no hace otra cosa que ampliar la
grieta. Imaginemos un estudiante de la Universidad de Moreno y uno de una
Universidad privada, por ejemplo. El de la UM comparte la computadora con su
papá, que la usa para trabajar, está cansado a su vez porque tuvo que ayudarlo
todo el día; escucha la clase en la cocina, mientras su mamá hace una torta y
su hermanita toca la melódica; la señal de Internet que recibe es deficiente,
por barata. El otro tiene su laptop y cuarto propios, más tiempo para dedicarle
a la pantalla y una señal eficiente. Además de que a los docentes de Moreno les
llegó la novedad como un balde de agua fría, de un día para el otro, sin estar
preparados. Y la universidad privada ya lo había hecho antes, numerosas veces.
Está pasando ahora en la improvisación dictada por la necesidad.
ESPACIOS PRIVADOS Y ESPACIOS
PÚBLICOS
“¿Dónde
está una persona cuando está en su casa? La pregunta no se refiere tanto a un
territorio geográfico como a un territorio retórico. El personaje está en su
casa cuando está a gusto con la retórica de la gente con la que comparte su
vida. El signo de que se está en casa es que se logra hacerse entender sin
demasiados problemas, y que al mismo tiempo logra seguir las razones de sus
interlocutores sin necesidad de largas explicaciones. El país retórico de un
personaje finaliza allí donde sus interlocutores ya no comprenden las razones
que él da de sus hechos y gestos, ni las quejas que formula, ni la admiración
que manifiesta.”
Es Marc
Auge explicando a Vincent Descombes en “Los no
lugares, espacios del anonimato”. También dice que si el autor de “Lo mismo
y lo otro” está en lo cierto, en el mundo de la sobremodernidad se está siempre
y no se está nunca “en casa”.
Todas
estas afirmaciones francesas valen, como muchas veces pasa con los filósofos
franceses (salvo, tal vez, con el Focault de “Vigilar y castigar”)
esencialmente para el primer mundo. Acá suelen quedarse en palabras.
Si el espacio público desaparece engullido por el espacio privado,
es indudable que habremos perdido como sociedad, tanto en Francia como en
Argentina. No habría más lugar para manifestarse, como dijo Hebe. Ni
expansiones verdes, oxigenadas, para el habitante pobre de las ciudades.
Pensemos solo esto: alguien que tiene una casa con un jardín sigue teniendo un
exterior. Y es alguien que normalmente vive estrictamente en interiores: tiene
espacios cómodos, va a su trabajo en auto: está permanentemente encapsulado.
Sale a su jardín solamente si quiere, a tomar aire, porque juega a la pelota o
hace un asado.
La gente de las villas vive “en” y “del” espacio público: las
reuniones se hacen en terrazas y patios urbanos, el trabajo se hace allí. Sacan
unos caballetes, el serrucho, y cortan las maderas para techar su casa. No hay
un taller; el propio pasillo exterior con sus ensanchamientos eventuales
funciona de taller. No tienen espacios a cielo abierto adentro de sus casas.
Todo patio fue cerrado para alquilar a otra gente que lo necesita. El asadito
lo hacen en la vereda, cuando consiguen carne. El adentro de sus casas es casi
siempre para dormir, o para mantener una mínima intimidad.
Entre ambos
personajes, habitantes los dos de la ciudad, hay uno que perdió: el que menos
tiene.
Si la propiedad privada le gana al espacio público,
habrán ganado Neurus, el coronavirus y Alien. No quiero vivir en esa sociedad.
Publicada por Sandra Russo en "Dejámelo Pensar"
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