EL CUENTO POR SU AUTOR
No suelo aceptar en el Facebook a gente que firme con seudónimo. Entiendo que poner la cara es también poner el nombre real. Así que tuve durante un tiempo largo de comentarista a un tipo de Carlos Tejedor que se hacía llamar FranKo OKnarf, sin aceptarlo como amigo, porque infringía mis propias reglas. Durante ese tiempo mostró ser amable, afín políticamente –los cuatro destructivos últimos años me la pasé bloqueando gorilas- y, además, mejor lector de mi obra que la mayoría de mis allegados. Había leído El amor enfermo y Auschwitz con meticulosidad, además de todos mis cuentos en formato libro, porque los fue comprando a medida que salían. Algunos le gustaban más que otros y me explicaba por qué. El día en que me avisó que era escritor violé mi reglamento y lo acepté.
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Entonces empezó a mandarme mensajitos. A cualquier hora y en cualquier estado: sobrio o pasado de rosca. Lo que en otro personaje hubiera sido para descartar, en él me provocaba simpatía. Su descaro, su modo de llevar adelante cualquier tema. Era como si lo conociera de años; de repente me encontré perdonándole todo y riéndome a carcajadas con sus ocurrencias de mal dormido. Me mandó un cuento, “Cangoo”, que me hizo acordar a los extraordinarios relatos de “El cielo de los animales”. Necesitaba unas correcciones; se las hice. Y le fotocopié y envié por correo postal “El hombre lagarto”, de David James Poissant, a quien él no conocía y yo acababa de descubrir. Me enteré de su nombre verdadero cuando le pedí la dirección.
Otro día me regaló la historia que van a leer, en tres grabaciones. Me dijo: “si te gusta, te la doy, porque no la voy a escribir”. Escuché las grabaciones mezcladas, y tal vez fue ese nuevo orden lo que hizo que me interesaran. Lo cierto es que le conté la historia a Jorge Accame en una cena, y quedó impactado. Acto seguido me empezó a aportar algunas ideas, como hacemos siempre para mejorar lo que escribimos. Hizo aparecer a la policía, como distracción adicional. Seguí su consejo.
El último detalle lo tomé de un asado en el Tigre. A mis anfitriones se les había terminado el papel de armar. Uno se acordó que tenía un Nuevo Testamento de páginas finitas que le habían regalado evangelistas que iban catequizando por las islas. Las páginas tenían la misma medida que el OCB grande. No dudó en arrancar las necesarias para que pudiéramos fumar tranquilos. No encontré todavía un uso más adecuado para ese papel de propaganda.
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