Tanto Mori como Julián se encuentran con un individuo retraído, solitario, bien vestido y con portafolios. El salary man. Y los dos tienen un pensamiento sobre él. Ambos lo ven como un hombre que parece vigilado, con costumbres extrañas. Mori relata un almuerzo en un izakaya, un bar informal. Piden yakitori y yakimiru, unas brochetas con gusto “a jengibre, a miel, a bienvenida”, escribe ella. Mati le hace unas preguntas al mozo y, los presentes de las demás mesas, todos estos hombres de traje y portafolios, de repente reaccionan rompiendo sus silencios para comunicarse con los dos occidentales. Los comedidos solitarios les terminan pagando el almuerzo, como si Mori y Mati fueran sus invitados. A lo largo del libro les vuelven a suceder varios episodios de sociabilidad rara, desconocidos que les hacen regalos o muestran amabilidades excesivas, desproporcionadas: Mori les agradece y adjunta esos sucesos poéticamente con el hecho de que el universo se ha vuelto amistoso por el adorable imán que la une con su hijo, y que tiene un efecto contagioso. Pero no deja de sorprenderse: esa gente que va encontrando está muy sola, necesitada de cualquier tipo de mirada piadosa que alguien les pueda ofrecer como una dádiva.
El viaje que hace Julián es al mañana. Cuando se hacen viajes en el tiempo se cortan, inevitablemente, los lazos con el presente. Mori no corta lazos porque su misión es afectiva: habla diariamente por teléfono con su mamá, extraña y recuerda a sus mascotas. Cuando no está con su hijo busca algún amigo de Buenos Aires o de Venezuela que esté viviendo por ahí cerca, para ir a visitar. La experiencia de Mori es vinculante.
Julián se mueve en modo anacoreta, aunque en vez de rezar, lee. Está concentrado en su experimento. Por eso se aísla, decide aislarse; se encapsula o va a hoteles atendidos por androides Está buscando con su microscopio. Y si bien la robótica lo decepciona un poco –relata un torpe partido de fútbol entre máquinas que dista mucho del Skynet-, percibe y reacciona con los cambios sociales que ve. Empieza a entender que los adolescentes están más vivos y eufóricos, con ganas de vivir, solamente cuando se disfrazan de sus personajes de manga en los eventos de cosplay: el resto del tiempo son suicidas en potencia, y algunos pasan años guardados en sus cuartos en un tipo de enfermedad depresiva llamada “hikikomori”. No son todos, digamos la verdad, pero Julián les canta piedra libre a un montón.
Mori también nota la cantidad de chicos disfrazados, que apelan a personajes de la tradición o a sus favoritos de historietas. Los habitantes que ambos destacan en sus libros necesitan continuamente de muletas afectivas. Mientras Mori los disfruta con piedad y melancolía; Julián hace observaciones cuasi científicas que lo llevan a hallar fenómenos populares como el de los maids cafés o cafés de compañía, que no llegan a ser de “levante”, sino simples sitios para encontrar a alguien con quien hablar, pagando. O a descubrir multitudes que tienen por líder a una cantante virtual –un holograma-, y a preocuparse por los mega fenómenos del porno y el pop que están aniquilando el sexo como relación entre humanos.
Varsavsky, en sus cuarenta días en Japón, llega a acariciar a un perro Sony, metálico, como novedad. Y a entender a los ancianos que lo cuidan como a la mascota artificial que los sobrevivirá. Ponsowy extraña a su perro que ya murió, Babones, y ansía volver para reencontrarse con su perrita Corbi en su casa de La Lucila. Los dos libros son extraordinarios. Con uno te asustás: la verdad es que no quiero un mundo en el que me dé lo mismo acostarme con un humano o un androide, porque ya no habrá diferencia. Con el otro te emocionás: el relato de Mori es bello y vívido, precioso.
Tanto Mori como Julián toman baños en un onsen. Ella entra con humildad, avergonzada por exhibir su desnudez en público y termina sintiéndose parte de la femineidad toda, junto a las otras mujeres que se bañan. Cito: “Amo a estas mujeres. Imagino que en los albores de la humanidad también habremos hecho lo mismo. Nos habremos bañado desnudas, juntas, bajo las estrellas. Habremos extrañado a nuestros niños que, ya adultos, se han ido de caza. Habremos llorado, sin estar del todo seguras si esto es la felicidad”. Julián entra decidido al onsen de su hotel, pero tarda cuatro o cinco baños en sentirse relajado en ese mundo de hombres que no lo representan.
Los dos expresan su miedo cuando acceden al transporte de alta velocidad. Julián se equivoca de tren; el guarda está más preocupado que él. Mori toma muchos recaudos, porque tiene horror a perderse. Su hijo la increpa: “¿dónde está tu espíritu de aventura?” Es la única vez que la hace enojar. Mori es una mujer aventurera, aunque en este viaje se mueva con fragilidad, coma pollo frito en Kentucky y tome café en Starbucks. Admite por primera vez en la vida que viajar no le gusta.
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