16.5.19

LEOPI


Leopoldo era menudo, morenito, con el pelo casi mota armado como un casco en su cabeza de doce años. Yo era un año más grande e igual de petiso, pero gordo. Él iba al Champagnat del centro, yo al de Morón. Nuestros padres, que al parecer eran severos, nos mandaron al campamento de verano con la ilusión de volvernos fuertes. Subir montañas no era lo nuestro. Ninguno de los dos quería hacer esa colimba infantil. A los tres días de sufrimiento nos llegaron noticias de los colegios: a él le habían publicado una nota en el suplemento cultural de La Nación, un reportaje que le había hecho a María Esther Vásquez. Y yo había ganado mi primer concurso literario con un cuento policial titulado “El guante”. Cuando en el suplemento y en la revista del concurso supieron nuestras edades, decidieron avisarles a los respectivos establecimientos. El director del San José en persona vino a darnos las buenas nuevas al campamento. Los nombres de las dos sedes maristas habían salido en los diarios.
Esa noche conocí a Leo, porque nos hicieron leer nuestros trabajos en el fogón. Después nos quedamos conversando de literatura hasta tan tarde que al día siguiente nos dejaron dormir. Ahí nos dimos cuenta del poder de las letras: empezamos a pedir comida especial, de la que comían los curas, y les cambiamos la carpa por una de las cabañas que estaban reservadas a algunos padres que aparecían, a veces, o a los chicos que se enfermaban. De pronto éramos vips. Total, el bulling de un colegio de varones de 1976 para dos que habían elegido escribir en lugar de disfrutar del fútbol o los autos, iba a seguir. Y siguió, obviamente, pero nosotros también seguimos escribiendo.
Desde esa noche mantuvimos una copiosa correspondencia entre La Plata y Castelar, por cuatro años. A veces llegaban dos cartas por semana. Nos mandábamos cuentos o poemas. Me acuerdo de memoria de una copla suya que vino en una de esas cartas:

“Mi barca se desliza por el río
 y la estela que su curso marca
 marca a la vez el curso mío
 y el próximo camino de otra barca.”

Hablábamos mucho de Kafka, Sartre y Bradbury. Nosotros no queríamos escribir como Ray: con trece años éramos Ray. Participamos de otro concurso que hizo la misma revista Oeste de David Ciechanover y ganamos juntos los primeros puestos. Esta vez era un concurso para jóvenes. El cuento de Leopi se llamaba “Bohemia”.
A los quince hablamos por teléfono para concertar una cita en un monasterio de Luján. Los curas propiciaban un retiro. A mí me estaban por echar del colegio. Nos anotamos. La experiencia fue mala y buena. Mala porque el retiro era para rezar, no se podía hablar. Una putada, a ninguno de los dos le interesaba dios ni maría santísima ni pescador de hombres. Conversamos de costado haciendo que rezábamos hacia el altar, hasta que nos descubrieron. Como castigo nos mandaron al velorio de una monja, en el que había que hacer silencio absoluto. Fue el mayor silencio que ambos escuchamos en nuestras vidas. Un silencio espeso, negro.  
Ese año, al fin, me echaron por ateo y desquiciado. Mis padres no sabían qué hacer conmigo. Yo sí: seguir escribiendo como mi querido y apreciado amigo Brizuela.
Un fin de semana vino a casa, había terminado su novela y la iba a mandar al premio Emecé. Todavía era menor de edad, yo creo que estaba estrenando mis dieciocho o andaba por ahí. Ambos éramos vírgenes, como correspondía a aquellos tiempos. Comimos un asado que le hice y estuvimos leyendo los “Carnets” de Camus en voz alta, hasta que se tuvo que volver a La Plata. Él tenía el tomo 2 y yo el 3. Estábamos fascinados con “El extranjero”. Había venido en tren, pero mi papá lo llevó después.
Lo volví a ver en infinidad de encuentros literarios, acá y en otros países, los dos con libros publicados. Siempre hablábamos como ese día en mi casa, o como cuando estábamos frente al fuego del campamento. Como si nos hubiéramos dejado de ver hace un ratito, nomás.
En las redes practicábamos rimas: uno escribía, el otro le contestaba. Me hacía doler la panza de la risa; creo que alegramos a mucha gente. Hace muy poquito recuperé una de las coplas fabricada con comentarios de ida y vuelta y la publiqué completa en el feis. Nunca supe si le había gustado verla ahí, o me odió. Mi respuesta a un comentario suyo del tipo “bajá esa payasada” hubiera sido un jajá feliz de los que abundan en la red. Jamás me lo hubiera pedido, de tan alegre que era. “Gracioso” es el adjetivo que tal vez lo pinte mejor. Brizuela tenía un tipo de inteligencia muy graciosa. Hasta cuando hablaba de la muerte. Un epitafio posible, uno que él hubiera querido, tal vez, sería el de su amada Cándida: “Que el Señor lo tenga en conserva” (jajá tristón).
Lo invité a mi cumpleaños de 56 pero no pudo venir, porque se estaba recuperando de una internación. No me dijo de qué estaba enfermo; respeté su silencio. Ese día me acordé de una carta de lectores que él mandó a los catorce años a la revista de David Ciechanover, después de ese premio que ganamos juntos. Hoy me puse a revolver viejas revistas Oeste, que guardó mi madre con devoción, y la encontré. Número 7, diciembre de 1977, página 23. La transcribo entera, para que entiendan quién fue Leopoldo, para que sepan lo agradecido, lo hermoso que era este adolescente lindo de La Plata, y lo bien que escribía ya de tan chico. Va.

“Señor Director:
Cuando el sábado, por obra y gracia de mi querido y apreciado amigo Gustavo Nielsen, tuve en las manos su revista con mis obras premiadas, cuando leí mi nombre en letras de molde, supe que nada, absolutamente nada en el mundo da tantas satisfacciones como la recompensa al mérito propio. Supe que el sentido de la existencia no se logra sino hasta alcanzar las aspiraciones y realizar los sueños. Supe, claro, a través de mi experiencia modestísima, que vivir tiene algún sentido pese a lo que digan los existencialistas.
A veces uno se sienta a escribir tardes enteras de sol rajante, escribe días de la primavera, escribe en los feriados contados con dedos de la mano, y quizás, desanimado por los frutos, rompe la cantidad de papeletas elaboradas mientras el mundo juega y se divierte, considerando, en ese momento, que el tiempo ha sido perdido vulgar e inútilmente. Esta máquina en la que escribo, esta máquina con la cinta regastada y cambiada miles de veces, estos dedos con cayos justo debajo de las uñas (¿cayos o callos?) nos muestran todo ese esfuerzo tirado por la borda. La actividad de escribir es pasiva, solapada y silenciosa. Es difícil. Apechuga uno solo con miles y miles de gentes, las transforma, las pule, se somete a ellas. Y queda agotado como si hubiese salido de una batalla interminable. Sólo cuando pasa algo así, cuando se reconocen valores que nosotros mismos no reconocemos, gracias a Dios o a quien sea, nos damos cuenta de que para algo vivimos, y nos sentimos útiles.
Cuando pasa esto, sea sábado o lunes, debemos agradecer a quien nos lo propicia, a quien, en definitiva, da sentido a un montón de cosas que nosotros, los escritores –si me cabe ese término- no reconocemos por una virtud que la providencia nos ha concedido junto con nuestra vocación –y no se dude de que lo es-.
Huelga casi, huelga por el sentimiento, por la gran alegría que me invade y por los conceptos ya vertidos, agradecer. Pero agradezco.
Un enorme gracias desde esta ciudad del Este.
Leopoldo Brizuela, La Plata.”

El director le responde emocionado. Dice, en un párrafo: “tu carta representa a muchos”. Yo agregaría: a todos los que nos vimos publicados por primera vez en alguna parte y de vez en cuando nos vemos de nuevo por ahí, en nuestro libro nuevo o en la nota de un diario.
Ya no puedo seguir. Se fue el amigo con quien empecé mi carrera literaria. Estoy llorando.

En La Agenda.

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