Leopoldo era menudo, morenito, con el pelo casi mota armado
como un casco en su cabeza de doce años. Yo era un año más grande e igual de
petiso, pero gordo. Él iba al Champagnat del centro, yo al de Morón. Nuestros
padres, que al parecer eran severos, nos mandaron al campamento de verano
con la ilusión de volvernos fuertes. Subir montañas no era lo nuestro. Ninguno
de los dos quería hacer esa colimba infantil. A los tres días de sufrimiento nos
llegaron noticias de los colegios: a él le habían publicado una nota en el
suplemento cultural de La Nación, un reportaje que le había hecho a María
Esther Vásquez. Y yo había ganado mi primer concurso literario con un cuento
policial titulado “El guante”. Cuando en el suplemento y en la revista del
concurso supieron nuestras edades, decidieron avisarles a los respectivos establecimientos.
El director del San José en persona vino a darnos las buenas nuevas al
campamento. Los nombres de las dos sedes maristas habían salido en los diarios.
Esa noche conocí a Leo, porque nos hicieron leer nuestros
trabajos en el fogón. Después nos quedamos conversando de literatura hasta tan
tarde que al día siguiente nos dejaron dormir. Ahí nos dimos cuenta del poder de
las letras: empezamos a pedir comida especial, de la que comían los curas, y les
cambiamos la carpa por una de las cabañas que estaban reservadas a algunos
padres que aparecían, a veces, o a los chicos que se enfermaban. De pronto
éramos vips. Total, el bulling de un colegio de varones de 1976 para dos que
habían elegido escribir en lugar de disfrutar del fútbol o los autos, iba a
seguir. Y siguió, obviamente, pero nosotros también seguimos escribiendo.
Desde esa noche mantuvimos una copiosa correspondencia entre
La Plata y Castelar, por cuatro años. A veces llegaban dos cartas por semana.
Nos mandábamos cuentos o poemas. Me acuerdo de memoria de una copla suya que vino
en una de esas cartas:
“Mi barca se desliza
por el río
y la estela que su curso marca
marca a la vez el curso mío
y el próximo camino de otra barca.”
Hablábamos mucho de Kafka, Sartre y Bradbury. Nosotros no
queríamos escribir como Ray: con trece años éramos Ray. Participamos de otro
concurso que hizo la misma revista Oeste de David Ciechanover y ganamos juntos
los primeros puestos. Esta vez era un concurso para jóvenes. El cuento de Leopi
se llamaba “Bohemia”.
A los quince hablamos por teléfono para concertar una cita
en un monasterio de Luján. Los curas propiciaban un retiro. A mí me estaban por
echar del colegio. Nos anotamos. La experiencia fue mala y buena. Mala porque
el retiro era para rezar, no se podía hablar. Una putada, a ninguno de los dos
le interesaba dios ni maría santísima ni pescador de hombres. Conversamos de
costado haciendo que rezábamos hacia el altar, hasta que nos descubrieron. Como
castigo nos mandaron al velorio de una monja, en el que había que hacer
silencio absoluto. Fue el mayor silencio que ambos escuchamos en nuestras
vidas. Un silencio espeso, negro.
Ese año, al fin, me echaron por ateo y desquiciado. Mis
padres no sabían qué hacer conmigo. Yo sí: seguir escribiendo como mi querido y
apreciado amigo Brizuela.
Un fin de semana vino a casa, había terminado su novela y la iba a mandar al premio Emecé. Todavía era menor de edad, yo creo que estaba estrenando mis
dieciocho o andaba por ahí. Ambos éramos vírgenes, como correspondía a aquellos
tiempos. Comimos un asado que le hice y estuvimos leyendo los “Carnets” de
Camus en voz alta, hasta que se tuvo que volver a La Plata. Él tenía el tomo 2
y yo el 3. Estábamos fascinados con “El extranjero”. Había venido en tren, pero
mi papá lo llevó después.
Lo volví a ver en infinidad de encuentros literarios, acá y
en otros países, los dos con libros publicados. Siempre hablábamos como ese
día en mi casa, o como cuando estábamos frente al fuego del campamento. Como si
nos hubiéramos dejado de ver hace un ratito, nomás.
En las redes practicábamos rimas: uno escribía, el otro le
contestaba. Me hacía doler la panza de la risa; creo que alegramos a mucha
gente. Hace muy poquito recuperé una de las coplas fabricada con
comentarios de ida y vuelta y la publiqué completa en el feis. Nunca supe si le
había gustado verla ahí, o me odió. Mi respuesta a un comentario suyo del tipo
“bajá esa payasada” hubiera sido un jajá feliz de los que abundan en la red.
Jamás me lo hubiera pedido, de tan alegre que era. “Gracioso” es el adjetivo
que tal vez lo pinte mejor. Brizuela tenía un tipo de inteligencia muy graciosa.
Hasta cuando hablaba de la muerte. Un epitafio posible, uno que él hubiera
querido, tal vez, sería el de su amada Cándida: “Que el Señor lo tenga en
conserva” (jajá tristón).
Lo invité a mi cumpleaños de 56 pero no pudo venir, porque
se estaba recuperando de una internación. No me dijo de qué estaba enfermo;
respeté su silencio. Ese día me acordé de una carta de lectores que él mandó a
los catorce años a la revista de David Ciechanover, después de ese premio que
ganamos juntos. Hoy me puse a revolver viejas revistas Oeste, que guardó mi
madre con devoción, y la encontré. Número 7, diciembre de 1977, página 23. La
transcribo entera, para que entiendan quién fue Leopoldo, para que sepan lo
agradecido, lo hermoso que era este adolescente lindo de La Plata, y lo bien
que escribía ya de tan chico. Va.
“Señor Director:
Cuando el sábado, por obra y gracia de mi querido y
apreciado amigo Gustavo Nielsen, tuve en las manos su revista con mis obras
premiadas, cuando leí mi nombre en letras de molde, supe que nada,
absolutamente nada en el mundo da tantas satisfacciones como la recompensa al
mérito propio. Supe que el sentido de la existencia no se logra sino hasta
alcanzar las aspiraciones y realizar los sueños. Supe, claro, a través de mi
experiencia modestísima, que vivir tiene algún sentido pese a lo que digan los
existencialistas.
A veces uno se sienta a escribir tardes enteras de sol
rajante, escribe días de la primavera, escribe en los feriados contados con
dedos de la mano, y quizás, desanimado por los frutos, rompe la cantidad de
papeletas elaboradas mientras el mundo juega y se divierte, considerando, en
ese momento, que el tiempo ha sido perdido vulgar e inútilmente. Esta máquina
en la que escribo, esta máquina con la cinta regastada y cambiada miles de
veces, estos dedos con cayos justo debajo de las uñas (¿cayos o callos?) nos
muestran todo ese esfuerzo tirado por la borda. La actividad de escribir es
pasiva, solapada y silenciosa. Es difícil. Apechuga uno solo con miles y miles
de gentes, las transforma, las pule, se somete a ellas. Y queda agotado como si
hubiese salido de una batalla interminable. Sólo cuando pasa algo así, cuando
se reconocen valores que nosotros mismos no reconocemos, gracias a Dios o a
quien sea, nos damos cuenta de que para algo vivimos, y nos sentimos útiles.
Cuando pasa esto, sea sábado o lunes, debemos agradecer a
quien nos lo propicia, a quien, en definitiva, da sentido a un montón de cosas
que nosotros, los escritores –si me cabe ese término- no reconocemos por una
virtud que la providencia nos ha concedido junto con nuestra vocación –y no se
dude de que lo es-.
Huelga casi, huelga por el sentimiento, por la gran alegría
que me invade y por los conceptos ya vertidos, agradecer. Pero agradezco.
Un enorme gracias desde esta ciudad del Este.
Leopoldo Brizuela, La
Plata.”
El director le responde emocionado. Dice, en un párrafo: “tu
carta representa a muchos”. Yo agregaría: a todos los que nos vimos publicados
por primera vez en alguna parte y de vez en cuando nos vemos de nuevo por ahí,
en nuestro libro nuevo o en la nota de un diario.
Ya no puedo seguir. Se fue el amigo con quien empecé mi
carrera literaria. Estoy llorando.
En La Agenda.
En La Agenda.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario