18.7.18

MARÍA TERESA ANDRUETTO / FICCIONES


¿Por qué contamos? ¿Para qué sirven los relatos cotidianos, o los cuentos o novelas a los que con persistencia vamos a lo largo de toda una vida? A menudo me he escuchado responder, como la teoría indica, que la literatura no sirve para nada, que no tiene una utilidad visible. Tan fuerte esta pregunta ante el imperativo de compromiso social  de los años setenta, cuando era estudiante universitaria y pensaba que sería menos egoísta salir al campo a alfabetizar que quedarme tan cómodamente a leer, contar y escuchar historias. De eso -de leer, escuchar y contar- he vivido. Si leer (a ancianos en un geriátrico, a adolescentes encarcelados, a mujeres en barrios, a estudiantes secundarios, a profesores, a potenciales escritores que se iniciaban en los secretos de la escritura) fue mi entretenimiento y mi ganapán, escribir fue un vicio, y escuchar y contar fue el modo natural de vincularme a lo largo de la vida.
¿Para qué sirve narrar?, ¿tiene alguna utilidad en la vida de una persona?, ¿por qué persistimos en contarnos historias a nosotros mismos? Estoy en una situación especial, mi madre muy anciana, ha perdido absolutamente la memoria. Salvo algunos pocos nombres o circunstancias de sus primeros años, ha olvidado todo, ha olvidado que se casó, que tuvo hijos, el nombre y la vida de mi padre, cada cosa que hizo a lo largo de sus ochenta y ocho años…, sin embargo nada de eso ha suspendido en nosotras el hábito de contarnos historias. De niñas nos leía –a mi hermana y a mí- cuentos y nos hablaba de personas que había conocido y muy en detalle de su propia vida y de la vida de mi padre. Eso me convirtió no solo en una lectora sino en una entusiasta receptora de historias de vida, y ahora yo hago eso mismo con ella, le cuento una vida que conozco porque ella me la contó, cosas de su infancia, de sus padres, de su abuela, del encuentro con mi padre. Así es como ella escucha ahora en mis palabras una vida que fue suya, que ha olvidado y ahora recibe como si fuera un cuento. Esos encuentros son, en medio del desamparo del Alzheimer, momentos luminosos en los que siento que algo en ella se recompone, se amalgama, cuando –al igual que un niño- me pide que le cuente más, que le cuente eso mismo otra vez, una vez más.

¿Narrar tiene alguna utilidad?, es la pregunta que regresa a contrapelo de toda teoría.Vamos al diccionario para saber acerca del significado de las palabras y a los libros de ciencia para saber de ciencia y a los periódicos para leer las noticias y a las carteleras de cine para saber qué películas pasan, pero ¿a qué sitio vamos para saber acerca de nosotros mismos, para intentar comprendernos, para conocer algo más acerca de nuestras contradicciones, miserias y grandezas, es decir acerca de lo más profundamente humano? Me he preguntado sobre esto en otras ocasiones y me he dicho que el relato viene a decirnos acerca de nosotros de un modo que no pueden decir las ciencias ni las estadísticas, da cuenta de una necesidad muy humana: el deseo de acceder a otras vidas y a otros mundos. El deseo de acceder a otros mundos fue algo que nació pronto en mi vida, en el entonces pequeño pueblo de llanura en el que me crié, en una época en la que casi no salíamos de la aldea y en la que tampoco había modos de comunicación que nos sacaran virtualmente fuera de ella. La lectura fue un refugio contra el tedio, una ventana abierta a otros mundos;no era algo que hicieran los chicos en mi barrio ni en mi escuela, tal vez por eso descubrí entre mis muchas debilidades, esa fortaleza que me diferenciaba de otras chicas. Me gustaba contarles lo que leía y a ellas les gustaba que les contara, pero como desde lo real a lo ficcional hay nomas un paso, confesaba a veces que lo contado provenía de los libros y otras muchas veces dejaba creer que lo contado era de mi propia cosecha. Lo cierto es que me gustaba mentir, tal vez pensaba que la realidad que vivía (sin ser dolorosa ni desagradable, siendo apenas monótona), no era digna de ser contada. Por entonces, yo creía –como en general han de creer los niños- que en el narrar todo pasaba por los asuntos, aunque extendía o acortaba esos ejercicios mentirosos, según la duración del recreo y daba un rápido cierre al asunto cuando sonaba la campanilla. En fin, que les hacia el cuento a mis amigas de entonces, con el propósito de hacerme querer, porque a casi todo lo que hacemos (para nuestro bien o nuestro mal), nos lleva el amor o la falta de amor. Después,
mucho después, descubrí que la ficción es la forma estética de la mentira y que en sus mejores momentos, o en las mejores escrituras, la ficción es una mentira que nos permite atisbar una verdad más verdadera que la verdad, por un mecanismo que consiste en deshabitarse de algunas certezas sobre los otros y sobre uno mismo para que el inconsciente pueda decir algo.
Así es como aparece en un relato, en medio de lo ordinario, algo extraordinario. Algo que no está exactamente en los hechos sino en el particular relato de esos hechos, en el mejor modo de decir algo. Eso de que la ficción es una mentira que nos permite atisbar una verdad más profunda, puede tener derivas insospechadas que exceden, por cierto, a la literatura. Ficción (fictĭo, acción y efecto de fingir) es dar existencia a algo que no la tiene en el mundo real, una invención. El concepto está vinculado a la mímesis que en Grecia desarrollaron Aristóteles (las obras copian la realidad a partir del principio de verosimilitud) y Platón (las obras imitan a las cosas y las cosas a las ideas). Fingir es lo que hacemos, con mayor o menor eficacia los narradores y en eso que hacemos lo real está sumergido dentro de lo irreal (Wallace Stevens). Todo comienza con ciertos relámpagos de vida que nos atrapan porque se vinculan con algo muy propio, la sospecha de que ahí se esconde una verdad personal. Bastan unos indicios para que algo comience a revelarse en un sentido, se diría, fotográfico. El trabajo consiste en intentar que lo que vemos se vuelva visible para otros y el resultado son historias ni verdaderas, ni puramente imaginadas que condensan lo hecho, visto o escuchado en oportunidades y tiempos diversos; de modo que en lo imaginado habita siempre mucha resaca de la propia cosa. 

En algún momento, hace unos años, encontré una versión oscura del asunto: ciertos comportamientos de apropiadores del plan sistemático de robo de bebés, en relación a la construcción de biografías y relaciones de parentesco. Al niño apropiado -eso ya lo sabíamos- se le inventa un nombre, una fecha de nacimiento, una circunstancia de origen, qué dijo el padre cuando lo vio por primera vez, dónde estaba mamá cuando empezaron los dolores de parto, qué palabra balbuceó primero, cuál fue la secuencia de sus eruptivas… Entregadores convertidos en padrinos o tíos, fechas de cumpleaños inventadas para reforzar la pertenencia a la falsa familia y otros muchos detalles evidencian modos de funcionar, agregan pruebas, permiten finalmente llegar a los hechos. Con frecuencia los padrinos son quienes sacaron a esos niños de los centros clandestinos y los entregaron y en no pocas ocasiones son también quienes asesinaron a sus padres. Los nombres, circunstancias y fechas impostadas (niños “nacidos” el día del Ejército o el mismo día que “el padre” o el padrino) son desplazamientos de las huellas de lo real y al mismo tiempo evidencias de la persistencia de lo real. Aquí, como en las invenciones narrativas, se miente con eficacia, se esconde un secreto y lo real está sumergido dentro de lo irreal, sólo que el trabajo -si así puede llamarse-, consistió en volver invisible lo existente. “Borrar las marcas de los niños para que no aparezcan como hijos de otros y meterles una nueva liturgia de fechas, con una nueva significación, eso es una de las cosas que miramos porque es uno de los modos en los que se construye y circula una identidad que se forma no de grandes cosas sino de un nombre, de la pregunta del por qué me llamo de esa manera, del nombre de tus abuelos”, dice la fiscal Nuria Piñol. Se trata de los mismos mecanismos que usamos los escritores para construir a nuestros personajes e inventar nuestras historias, pero la veladura, la borradura llevada a cabo por los apropiadores, no alcanza por fortuna a ser completa y es por eso que la sociedad puede, tantos años más tarde, construir el camino de regreso. Las escenas de bautismo, las fiestas de cumpleaños, la vida “corriente” de los niños apropiados tienen grietas por las que, haciendo estallar las apariencias, la verdad termina por abrirse paso. Una verdad que se revela también de un modo, podría decirse, fotográfico. La tarea de quienes construyeron estas ficciones consistió no sólo en cometer los crímenes sino también en sepultar los hechos (a un par de cuadras sé que tiraron toda la ropa con la que yo venía porque no querían nada del pasado, dice Victoria Montenegro, apropiada por Mary y Herman Tetzlaff) bajo un imaginario ominoso, pero la imaginación es un vuelo bajo, un vuelo que nunca se aleja del todo de la experiencia. Las imágenes se edifican sobre una existencia real que las precede y motiva, dijo Sartre y Wallace Stevens anotó entre sus aforismos que Lo real sólo es la base. Pero es la base, y como es la base y lo precede, ese pasado tarde o temprano se hace presente.
Empecé a escribir ficciones de un modo más organizado, menos ocasional, cerca de los veinte y durante veinte años lo hice sin lectores, sólo para mí, no exactamente porque decisión ni programa, sino sencillamente porque así estaban las cosas. En algún momento de esos veinte años, en los 80, escribí varios cuentos que mucho después fueron a parar a libros que edité en los noventa. Uno de esos cuentos entró en Huellas en la arena, publicado en el 98 y diez años más tarde, en una renovación de edición lo quite de ahí y editores amigos hicieron un libro metido en una cajita, con increíbles ilustraciones de Claudia Legnazzi. De ese modo, un cuento escrito a mediados de los 80, se leyó como nuevo veinticinco años después. El cuento –extremadamente breve- hace homenaje a ese mito de la tradición árabe por el que una mujer evita la violencia de un hombre, o la demora, a partir de relatos (uno o mil relatos); en aquella obra de la literatura universal, la sofisticación del contar es el arma suprema de Scheherezade y así la narración se convierte en el salvoconducto de una mujer condenada a muerte, una mujer que de ese modo –con la sola palabra como defensa- salvándose a sí misma, salva a múltiples mujeres. Había una vez corrió como un cuento nuevo entre nuevos lectores hasta que hace poco alguien me escribió que había sido el disparador (¡que palabrita para hablar de violencia!) de conversaciones con mujeres víctimas de maltrato y abuso, mujeres que no se animaban a mirar a los ojos y que luego de mucho trabajo colectivo, filmaron un video donde cuentan en esa clave el cuento que una vez imagine pensando en Las mil y una noches. Confieso que pese a recordar que aquel, el rey de la tradición literaria árabe tenía la costumbre de violar cada día a una virgen y decapitarla al siguiente y que ya había mandado a matar miles de mujeres cuando conoció a Scheherezade, yo no pensé en la violencia al escribirlo, sino en la estructura de cajas chinas que aparecía como un juego en las noches de los ochenta, tiempos familiares difíciles para mi, mientras mis hijas dormían. Tal vez la pregunta era por entonces ¿qué palabra, qué ritmo, qué frase, qué tono se ajusta a lo que quiero contar?… La verdad literaria es una cuestión de escritura y cuando funciona, no hay estereotipo o cliché que se resista, supo decir Saer, lo cierto es que hay siempre un vacío –una grieta entre las palabras y las cosas y la narración es un puentecito colgando sobre ese abismo. Lo humano particular, es lo que está del otro lado y para alcanzarlo hay que inventar un mundo, encontrar extrema coherencia entre sus partes hasta volverlo creíble.
Narrar es crear ese mundo íntimo desde el cual se puede atisbar el mundo grande. Así es como el relato amplía lo real, a golpes de intensidad y de ncertidumbre, porque el escritor es ese que no sabe, sobre todo ese que sabe que para escribir necesita no saber, que sin ese no saber no es posible la escritura. La narración pone en tela de juicio lo real, dice también Saer. Un relato de ficción es un artificio, un texto en el que las palabras han dejado de ser funcionales al afuera, para buscar en el adentro algo que no existe, algo que se agrega a lo real para permitirnos ver una realidad de otro orden. Por eso el sentido de un texto –de una novela, de un cuento- nace con la escritura misma y en su tránsito y no antes, un camino a través del cual quien escribe (como más tarde quien lee) va descubriendo algo, ese puentecito de palabras del que habla el poema de mi querida Circe Maia: ahora y aquí y mientras viva/tiendo palabras-puente hacia otros:/hacia otros ojos van y no son mías/no solamente mías:/ las he tomado como tomo el agua/ como tomé la leche de otro pecho.//Vinieron de otras bocas/ y aprenderlas fue un modo/ de aprender a pisar, a sostenerse.//No es fácil, sin embargo./Maderas frágiles, fibras delicadas/ya pronto crujen, ceden.//Duro oficio apoyarse sin quebrarlas/y caminar por invisible puente), un camino donde se busca que de algún modo misterioso (porque se trata de un mecanismo que jamás dominaremos) la lengua haga combustión, se vuelva incandescente, palabra calcinada de la que habla Gelman. Como las mariposas ciegas chocando contra una lámpara en las noches de verano, un escritor es alguien capaz de desviarse para ir en busca de ese fuego, de esa luz o de esa música. Por eso podríamos decir que un buen escritor no es un guardián de la lengua sino más bien un desviado, alguien capaz de hacer un hueco en la lengua oficial para que algo del inconsciente personal y colectivo se abra paso en su verdad, siempre incierta y provisoria.

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