Hace mucho tiempo —era el verano de 1958—, mi mujer, nuestros dos niños y yo abandonamos Yakima, Washington,para trasladamos a un pueblecito de las afueras de
Chico, California. Allí encontramos una casa antigua por
veinticinco dólares al mes. A fin de poder pagar este traslado
había tenido que pedir prestados ciento veinticinco dólares a un
farmacéutico para el que había trabajado de repartidor, un
hombre llamado
Bill Barton.
Con esto vengo a decir que en aquella época mi mujer y yo estábamos sin blanca. Nos ganábamos la vida a
duras penas, pero el plan era que yo estudiara en lo que entonces se llamaba Chico State College. Pero desde mis
primeros recuerdos, desde mucho antes de que nos
trasladáramos a California en busca de una vida distinta y de
nuestro pedazo del pastel americano, yo había querido ser escritor.
Quería escribir, escribir lo que fuera —ficción,
naturalmente, pero también poesía, obras de teatro, guiones
cinematográficos y artículos para Sports Afield, True, Argosy y Rogue (algunas de las revistas que leía entonces), y para el periódico
local—, cualquier cosa que requiriera juntar palabras y
crear algo coherente
e interesante para alguien aparte de mí mismo. Pero en
la época en que nos trasladamos, yo sentía en lo más profundo que para llegar a ser escritor tenía que estudiar. Entonces tenía muy buen concepto de los
estudios —mejor del que tengo ahora, seguro, pero eso es porque soy mayor y tengo estudios—. Téngase en cuenta que nadie de mi familia había ido a la universidad ni pasado siquiera del obligatorio octavo curso de segunda enseñanza. Yo no sabía nada, pero sabía
que no sabía nada.
Así pues, junto con el deseo de estudiar, tenía también un deseo muy fuerte de escribir; era un deseo tan
fuerte que, con el aliento que recibí en la universidad y el
criterio que adquirí, seguí
escribiendo durante mucho tiempo a pesar de que el «sentido común» y la «cruda realidad» me aconsejaban una y otra vez que desistiera, que dejara de soñar, que siguiera adelante discretamente y me dedicara a otra cosa.
Aquel primer otoño en la universidad de Chico me matriculé
de las asignaturas obligatorias para la mayoría de los alumnos de primer curso, pero también me
matriculé de algo que se llamaba Literatura Creativa
101. Esta clase la iba a dar un nuevo miembro del cuerpo docente
de la facultad llamado John Gardner, que llegaba rodeado de cierto misterio y de un aire novelesco. Se decía que anteriormente había enseñado en Oberlin College, pero que se había ido
de allí por alguna razón que no quedaba clara. Un estudiante decía que a Gardner lo habían echado —a los estudiantes, como a todo el mundo,
les encantan los rumores y la intriga— y otro decía que Gardner simplemente se había ido a
causa de algún lío. Alguien más decía que en Oberlin tenía que dar demasiadas clases, cuatro o cinco de Lengua de primer curso cada semestre, y que no le quedaba tiempo para
escribir. Y es que se decía que Gardner era un escritor de verdad, es decir, en ejercicio, que había escrito novelas y relatos cortos. De cualquier modo, iba a dar Literatura Creativa 101 en Chico y yo me apunté.
Me emocionaba asistir a las clases de un verdadero escritor. No había visto un escritor en mi vida y la
idea me imponía mucho. Pero lo que yo quería saber era dónde
estaban esas novelas y esos relatos cortos. Pues bien,
todavía no se había publicado nada. Se decía que no había
conseguido que le publicaran sus obras y que las llevaba consigo en
cajas. (Siendo ya alumno suyo, yo vería esas cajas de
manuscritos. Gardner se había enterado de mis dificultades para encontrar un sitio donde trabajar. Sabía que tenía familia y
que en mi casa no había sitio. Me ofreció la llave de su
despacho. Ahora veo que aquel ofrecimiento fue decisivo. No fue un
ofrecimiento casual, y yo me lo tomé, creo, como una orden
—pues de eso se trataba— Todos los sábados y domingos me pasaba parte del día en su despacho, que era donde tenía las cajas de manuscritos. Estaban apiladas en el suelo junto a la
mesa. Nickel Mountain, escrito
en una de las cajas con lápiz de cera, es el único título que recuerdo. Pero fue en su
despacho, a la vista de sus libros inéditos, donde llevé a cabo mis primeros intentos
serios de escribir.)
Cuando conocí a Gardner, él estaba detrás de una de las mesas instaladas en el gimnasio femenino durante el
período de matriculación. Firmé la hoja de matrícula y me
entregó el programa de la asignatura. Su aspecto no se acercaba ni de lejos al que yo imaginaba que debía tener un
escritor. La verdad es que en aquella época parecía un
ministro presbiteriano o un agente del FBI. Vestía siempre
traje negro, camisa blanca y corbata. Y tenía el pelo
cortado al cepillo. (La mayoría de los jóvenes de mi edad
llevaban el pelo al estilo culo de pato, es decir, peinado hacia atrás
por los lados y fijado con gomina). Lo que digo es que
Gardner tenía un aspecto muy normal. Y para completar el
cuadro, conducía un Chevrolet cuatro puertas negro con neumáticos completamente
negros, sin banda blanca, un coche tan desprovisto de lujos o comodidades que ni siquiera
tenía radio. Después de haberlo conocido y de que me
hubiera dado la llave, cuando estaba utilizando su despacho
de forma regular como lugar de trabajo, me pasaba las mañanas
de los domingos sentado en su mesa, delante de la
ventana, tecleando en su máquina de escribir. Pero miraba por
la ventana esperando ver su coche detenerse y aparcar en la calle de enfrente, como cada domingo. Después Gardner y su mujer, Joan, salían y, vestidos completa y
severamente de negro, caminaban por la acera hacia la iglesia,
para entrar en ella y asistir al servicio. Una hora y media
después los veía salir, volver caminando por la acera hasta el
coche, subir
a él y marcharse.
Gardner llevaba el pelo cortado al cepillo, vestía como un ministro presbiteriano o un agente del FBI e iba a
la iglesia los domingos. Pero en otros aspectos no era convencional. Comenzó a saltarse las normas el primer día
de curso; en clase fumaba un cigarrillo detrás de otro, continuamente,
y empleaba una papelera de metal como cenicero. Y cuando otro profesor que utilizaba la misma aula se quejó de ello a sus superiores, Gardner se limitó a hacernos un
comentario acerca de la mezquindad y la estrechez de miras de aquel hombre, abrió las ventanas y siguió fumando.
A los escritores de relatos cortos que tenía en clase les exigía que escribieran uno de entre diez y quince
páginas de extensión. Y a los que querían escribir novela —creo
que habría uno o dos—, un capítulo de unas veinte
páginas, junto con un esbozo del resto. Lo malo era que el cuento o
el capítulo de la novela podían llegar a revisarse
hasta diez veces durante el curso semestral, para que Gardner se
quedara satisfecho. Tenía por
principio básico el de que el escritor encontraba lo
que quería decir en el continuo proceso de ver lo que había
dicho. Y a ver de esta forma, o a ver con mayor claridad, se llegaba por medio de la revisión. Creía
en la revisión,
la revisión interminable; era algo muy serio para él y que consideraba vital para el escritor en cualquier etapa de su desarrollo como tal. Y nunca perdía la paciencia
al releer la narración de un alumno, aunque la hubiera visto
en cinco encarnaciones
anteriores.
Creo que la idea que tenía en 1958 acerca lo que era un relato corto seguía siendo esencialmente la que tenía en
1982; un relato corto era algo que tenía un principio, una
parte intermedia y un final distinguibles. A veces iba hasta la
pizarra y hacía un diagrama para ilustrar algún comentario que
quería hacer sobre el aumento o el descenso de la emoción de una
historia: cumbres, valles, mesetas, resolución, denouement y
cosas así. Yo, por más que lo intentaba, no conseguía
interesarme mucho o entender realmente este aspecto de las cosas, todo
eso que ponía en la pizarra. Pero lo que sí entendía eran
las observaciones que hacía sobre la historia de algún alumno
cuando ésta se comentaba en clase. En estos casos Gardner podía comenzar a interrogarse en voz alta acerca de las razones que tenía el autor para escribir, pongamos, un relato acerca de una persona inválida y dejar de lado la invalidez del personaje
hasta el mismísimo final de la historia. «Así, ¿crees que es buena idea dejar que el lector se quede hasta la última frase sin
saber que este hombre está inválido?» El tono de su voz traslucía
su desaprobación, y la clase entera, incluido el autor, no
tardaba más de un instante en ver que no era una buena estrategia.
Emplear una estrategia que ocultara al lector información
necesaria e importante, con la esperanza de cogerlo por sorpresa al final de la
historia, era engañarlo.
En clase siempre hacía referencia a escritores cuyosnombres yo no conocía. O si los conocía, no había
leído obras suyas. Conrad, Céline, Katherine Anne Porter, Isaac
Babel, Walter van Tilburg Clark, Chejov, Hortense Calisher,
Curt Harnack, Robert Penn Warren... (Leímos una historia de Warren llamada «Blackberry Winter» que por la razón
que fuera a mí no me gustó, y se lo dije a Gardner.
«Pues vuélvela a
leer», me dijo, y hablaba en serio.) William Gass era otro de los que nombraba. Gardner acababa de lanzar una
revista, MSS, y estaba a
punto de publicar «The Pedersen Kid» en el primer número. Empecé a leer la historia en manuscrito, pero no la entendía y volví a quejarme a Gardner. Esta
vez no me dijo que lo volviera a intentar, simplemente me la quitó. Hablaba de Henry James, Flaubert e Isaak Dinesen
como si vivieran un poco más abajo siguiendo la carretera, en Yuba City. «Estoy aquí tanto para enseñaros a escribir como paradeciros qué leer», decía. Yo salía de clase aturdido y me iba directamente a la biblioteca a buscar libros de los
escritores de
que hablaba.
Los autores que estaban en boga en aquella época eran Hemingway y Faulkner. Pero en total yo había leído como máximo dos o tres libros suyos. De todos modos, eran
tan conocidos y se hablaba tanto de ellos que no podían ser tan buenos, ¿no? Recuerdo que Gardner me dijo; «Lee todo
el Faulkner que encuentres y luego lee todo lo de
Hemingway para limpiar de Faulkner tu manera de escribir.»
Nos dio a conocer las publicaciones «de poca tirada» o literarias trayendo un día a clase una caja de
dichas revistas y distribuyéndolas para que pudiéramos aprendernos
sus nombres, ver cómo eran y qué sensación producía
tenerlas en la mano. Nos dijo que allí aparecía la mejor ficción
y casi toda la poesía que se escribía en el país. Ficción, poesía, ensayos literarios, críticas de libros recientes y de autores vivos a
cargo de autores vivos. Yo estaba como loco de tantos descubrimientos
como hacía.
Pidió para los siete u ocho de nosotros que estábamos en su clase unas carpetas negras y grandes y nos dijo
que guardáramos en ellas nuestros escritos. Él mismo
guardaba sus trabajos en carpetas de aquéllas, decía, y eso,
naturalmente, fue definitivo para nosotros. Llevábamos nuestros relatos en aquellas carpetas y nos sentíamos especiales,
exclusivos, distintos
de los demás. Y lo éramos.
No sé cómo sería Gardner con sus otros alumnos cuando llegaba el momento de entrevistarse con ellos para
comentar lo que habían escrito. Supongo que demostraría un
considerable interés con todos. Pero yo tenía y sigo teniendo
la impresión de que durante aquel período se tomaba mis
relatos con mayor seriedad y ponía al leerlos más atención
de la que yo tenía derecho a esperar. Yo no estaba en absoluto
preparado para el tipo de crítica que recibía de él.
Antes de nuestra entrevista había corregido el relato y tachado
oraciones, frases o palabras inaceptables, incluso algo de la
puntuación; y me daba a entender que aquellas supresiones no eran
negociables. En otros casos encerraba las oraciones, frases o
palabras entre paréntesis, y ésos eran los puntos a tratar, esos
casos sí eran negociables. Y no vacilaba en añadir algo a lo que yo había escrito, una o varias palabras aquí y allá y quizá
hasta una frase que aclaraba lo que yo pretendía decir.
Hablábamos de las comas que había en mi historia como si nada en
el mundo pudiera importar más en aquel momento; y, en efecto, así era. Siempre buscaba algo que alabar. Si había una frase,
una intervención en el diálogo o un pasaje narrativo que
le gustaba, algo que le parecía «trabajado» y que hacía
que la historia avanzara de forma agradable o inesperada,
escribía al margen: «Muy acertado»; o si no: «¡Bien!» Y el
ver estos comentarios
me infundía ánimos.
Me hacía una crítica concienzuda, línea por línea, y me explicaba los porqués de que algo tuviera que ser de
tal forma y no de otra; y me prestó una ayuda inapreciable en
mi desarrollo como escritor. Después de esta primera y
minuciosa charla sobre el texto, hablábamos de cuestiones
más profundas relativas a la historia, del «problema»
sobre el que yo intentaba arrojar luz, del conflicto que
pretendía abordar, y de la forma en que mi relato podía encajar o no en
el esquema general de la narrativa. Estaba convencido
de que emplear palabras poco precisas, por falta de
sensibilidad, por negligencia o sentimentalismo, constituía un
tremendo inconveniente
para el relato. Pero había algo aún peor y que había que evitar a toda costa: si en las palabras y en los
sentimientos no
había honradez, si el autor escribía sobre cosas que no le importaban o en las que no creía, tampoco a nadie iban a importarle nunca.
Valores morales y oficio, esto es lo que enseñaba y lo que defendía,
y esto es lo que yo nunca he dejado de tener en cuenta a lo largo de los años desde aquel
breve pero trascendental período.
Este libro de Gardner me parece a mí que es una exposición
honrada y sensata de lo que supone convertirse en escritor y empeñarse en seguir siéndolo. Está inspirada por el sentido común, la magnanimidad y una serie de valores que no son negociables. A cualquiera que lo
lea le impresionará la absoluta e inquebrantable honradez de su autor, así como su buen humor y su nobleza. El autor,
si se fijan, dice continuamente: «Sé por
experiencia...» Sabía por experiencia —y lo sé yo, por ser profesor de
literatura creativa— que ciertos aspectos del arte de escribir
pueden enseñarse y transmitirse a otros escritores, en general más jóvenes. Esta idea no debería sorprender a nadie que se interese de verdad por la enseñanza y el hecho creativo. La mayoría
de los buenos e incluso grandes directores de
orquesta, compositores, microbiólogos, bailarinas, matemáticos,
artistas visuales, astrónomos o pilotos de caza aprenden de
personas mayores que ellos y más versadas en el oficio. Por el mero hecho de asistir a clases de literatura creativa, igual que si
se trata de clases de cerámica o de medicina, no se
convierte cualquiera en un gran escritor, ceramista o médico; puede que ni siquiera llegue a ser bueno. Pero Gardner estaba
convencido de que tampoco era perjudicial.
Uno de los
peligros de dar o recibir clases de literatura creativa radica –y hablo otra vez por experiencia– en animar en
exceso a los jóvenes escritores. Pero de Gardner aprendí a correr ese riesgo
antes que tomar el otro camino. Gardner daba y
seguía dando aun cuando los signos vitales fluctuaran alocadamente, como cuando se es joven y se está aprendiendo. El joven escritor necesita sin duda tanto
aliento como quien pretende iniciarse en otras profesiones, e
incluso diría que más. Y ni que decir tendría que hay que alentar
siempre con sinceridad y nunca para escurrir el bulto. Lo
que hace que este libro sea especialmente bueno es la calidad
de la manera
en que anima.
El fracaso y las esperanzas frustradas son comunes a todos nosotros. La sospecha de que estamos naufragando y
de que las cosas no nos salen como habíamos planeado
aparece en un momento u otro de nuestra vida. Cuando se tienen diecinueve años se suele saber bastante bien qué es
lo que no se va a ser; pero es más frecuente que a este conocimiento de las propias limitaciones, a la auténtica comprensión
de éstas, se llegue cuando termina la juventud y comienza la
madurez. Si alguien de entrada no tiene facultades para
convertirse en escritor, no llegará a serlo por más enseñanzas que
reciba o por buenos que sean sus maestros. Pero cualquiera
dispuesto a emprender una carrera o a seguir su vocación se
arriesga a sufrir un revés o a fracasar. Hay policías, políticos, generales, interioristas, ingenieros, conductores de autobús,
editores, agentes literarios, hombres de negocios y cesteros
fracasados. También hay profesores de literatura creativa
fracasados y desilusionados y escritores fracasados y
desilusionados. John Gardner no era ni lo uno ni lo otro, y las razones
de que no lo fuera hay que buscarlas en este maravilloso libro.
Mi deuda con él es grande y en tan breve contexto sólo puedo hacer mención de ello. No tengo palabras para
expresar lo mucho que le echo en falta. Pero me considero el
más afortunado de los hombres por haber recibido sus
consejos y su
generoso aliento.
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