Una muralla incompleta, discontinua, es
incapaz de frenar un ataque.
Kafka recrea la construcción de la muralla
china como una sumatoria de pedacitos que nunca cercaron al imperio, y
solamente dieron una visión posible de un cercado. En esos pedazos que le
faltan radica el riesgo de la indefensión.
Juan Fontana completa las ausencias de a
pinceladas amarillas, con el objeto de instalar la apariencia de lo
indestructible en los sectores de falencia. Es un trabajo que decidió tomarse
después del esfuerzo de caminarla de a trechos, y de bajar y subir en cada
interrupción. No lo hizo por la guerra, que ya no había. Lo hizo para el bien
de la continuidad.
Borges, por su parte, nos informa que el
Emperador que ordenó dicha edificación mandó a quemar todos los libros
existentes anteriores a su mandato. “Quemar libros y erigir fortificaciones es
tarea común de los príncipes”. Al parecer, su fuego alcanzó más tesoros.
En su paseo otoñal por Oriente, Esteban
Swinnen fue encontrando los discos no tocados
por las llamas. Los juntó en una pila y se detuvo al borde del precipicio de
Qingming. Desde allí alcanzaba a ver otro pedazo de la muralla trunca. Tomó el
primer disco, lo sacó de la funda y plegó su brazo para lanzarlo como a un
plato volante. Su objetivo: unir con un vuelo, como si tendiera un hilo
invisible, el sector de muralla sin construir. Pensó: “si llego, soy un
príncipe”.
Juan y Esteban vuelven desde Pekín, ciudad
prohibida, hasta la ciudad santa de Luján. Traen mensajes. Comen juntos wantán
frito y zarandean las cerdas de los shifus.
Una causa justa: la muralla, desde ahora,
sirve. Defiende, en la paz, la memoria de una guerra acabada. Y es del todo visible,
para siempre.
Gus Nielsen
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