Hace unos años me propuse hacer una serie de notas que
trabajaran con mentiras y verdades, para crear mitos recreativos en conocidos
edificios de Buenos Aires. Alguna iba a ser verdadera de una historia fabricada
por otro, como la del Barolo con la leyenda del infierno de Dante. Las demás,
puros inventos míos. Planeé una sobre el obelisco y un concurso de arquitectura
que jamás existió, una con el Mercado de Abasto lleno de fantasmas y una con el
Planetario y las “Crónicas Marcianas”. Le llevé la propuesta al editor del suplemento
para el que trabajaba por entonces como free
lance: RADAR. El jefe me dijo que podíamos intentar publicarlas, a ver qué
pasaba: la crónica de ficción no era algo que interesara demasiado. No era
literatura, ni era noticia. Me dijo también que eligiera el edificio con el que
quería empezar. Largué con mi nave preferida. Escribí. Hice un dibujo para
ilustrar la nota y lo pinté con pinturitas. En ese momento estaba vigente una
idea que me parece que después no anduvo, que era la de retirar a Plutón de la
lista de planetas del Sistema Solar. Por eso hice un dibujo en el cual Plutón
estaba caído, con su correspondiente cartelito, sobre el parque de Palermo.
Aproveché una venida de Ray Bradbury anunciada en el
boletín del Planetario y la mezclé con datos del edificio hallados en “Nuestra
Arquitectura”, en la biblioteca de la SCA, de donde extraje nombres, fechas y
detalles técnicos. Ahí es donde vi a Enrique Jan, en una de las pocas fotos de
archivo que existen. Está sentado, concentradísimo, bien empilchado. Me lo
imaginé un hombre coqueto. Le inventé una personalidad basada en ese difuso
rectángulo en blanco y negro, y en los miedos que imaginé pudo haber tenido
cuando los ingenieros lo dejaron solo. Lo que hacemos los escritores.
Después armé la forma de comenzar el texto a la manera de
Borges, con Manuel Net como si fuera el condensador de mis recuerdos. Mi gran
amigo Manuel era el único tipo serio que se iba a bancar el chiste. Yo sabía
que leía Página 12 y que mis notas le gustaban. Ese domingo por la noche llamó
a mi casa y me dejó un solo mensaje en el contestador, que reconocí en su voz
cansada: “Mentiroso”, dijo. Y se rió.
El director del suplemento detuvo mi proyecto en esa
única publicación. Lo que en algún momento me pareció que era un fracaso, con
los años se volvió una alegría: contra todo lo que el diario o yo suponíamos,
la nota se iba a viralizar bien. Los propios ejecutivos del Planetario fueron
los que primero salieron a difundirla: decidieron publicarla para un
aniversario al que asistió la viuda de Jan, Beatriz Cordon. Me dio un poquito
de miedo conocerla: yo había mentido con devoción en todas las anécdotas,
incluyendo a su marido que ya no estaba. Sin embargo, me encontré con una
señora muy agradable a la que la nota le había encantado. Al parecer yo la
había pegado en casi todos los datos de la descripción del arquitecto.
Solamente me preguntó: “¿cómo supo que a él le gustaban los sacos de tweed?”.
A la semana tomé un café con Beatriz y me llevó los
escritos y los dibujos de Jan, para que los examinara en mi condición de
arquitecto. Adoré tener toda esa información en mis manos; la estudié durante
todo un mes. Los escritos, posteriores a la construcción, le daban un toque místico a los planos. Edité
el fragmento que ustedes van a leer con mi nota: habla de la fascinación por
los triángulos, una especie de endiosamiento que, para los que no son arquitectos,
puede pasar como un estado de enajenación. Pero si pensamos que
Le Corbusier escribió un largo Poema al ángulo recto, o Niemeyer una Oda a la
curva, podemos entender a Jan sin necesidad de complicarla con sicología de
entrecasa.
“La precaución de un proyectista” fue traducida a siete
idiomas, y vuelta a publicar en varios países. También se ha difundido
ampliamente en Internet, como suele pasar. Ahora está a punto de pertenecer a
un importante libro sobre Planetarios del mundo que está confeccionando el
periodista y escritor inglés William Firebrace, para una editorial londinense.
Es la nota que más satisfacciones me ha dado. Es mágica;
tiene patitas y sale corriendo para donde ella quiere. Todavía, de vez en
cuando, alguien me llama de una radio para que le cuente del secreto marciano
que guarda la estructura del Planetario Galileo Galilei. El artefacto sigue
funcionando. Es un texto que se puede chequear; la trampa está puesta en el
mismo lugar en el que está puesta la intriga. Como en cualquier mito simpático,
queremos que sea cierto.
Con el teléfono todavía en la mano me encuentro
decidiendo qué contestarle al periodista que me ha contactado. A uno le digo la
verdad, a otro le miento. Ninguna de las
dos cosas que haga influirá en el efecto de la nota. Me da la impresión de que
el que está al otro lado de la línea va a seguir creyendo lo que quiera,
cualquiera sea la respuesta que yo le dé. La precaución de Enrique Jan está también ahí, atenta y vigilante, para que el deseo del lector continúe inalterable,
intacto; feliz.
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