Florencia Veslatsky llegó tarde a las donaciones.
“Hubiera querido donar un objeto judío”, dijo, “de mi familia”. Pero en el
monumento no se permitían objetos solamente judíos, por este empecinamiento en
ser lo más abarcativos posibles. “Bueno, pero podía ser un pan. Un pan judío”.
Esta conversación la tuvimos ahora, mientras compongo este libro. De inmediato
recordé que Lea nos pidió, en un mal momento (porque ya estaban todas las
piedras construidas), que pusiéramos un pan.
Nos resistimos a poner comida, aunque probamos mucha,
solamente quedaron unos huevos (y porque el maple de 30 unidades da
como los dioses en el hormigón), y algunas frutas. Y nada más. Desechamos la idea de colocar un pollo
o una milanesa, sentimos que estaba mal. Nos pareció una falta de respeto a los que tienen hambre: así
como rompimos los objetos para ponerlos en el muro, sería obvio que esa comida
fue derrochada, que nadie se la comió. Pero en el libro lo puedo poner.
Entonces le pedí a Florencia que hiciera un objeto literario sin foto, y judío,
y de su infancia. El pan trenzado. Esto es lo que escribió:
“Sobre el mármol de la cómoda, que me llegaba al
mentón, un pan trenzado del ancho de mis hombros de entonces, sobre una bandeja
“del juego”. La trenza era marrón claro por arriba y amarilla en los costados;
cada ramal, gordito y restallante, después se angostaba para meterse por debajo
de otro y emergía, gordito y restallante otra vez, en una cadena que ojalá
hubiera sido sinfín. Yo absorbía el olor a papilla dulce. Mi bobe, Cata,
rebuscaba en el placar y traía una tela de color amarillo oscuro con letras hebreas
negras y cubría el pan. Al lado, un candelabro y un palito de metal con signos
grabados. Ella se ponía un pañuelo en la cabeza y me ponía otro en la mía.
Después encendía las velas y hablaba. Era un murmullo incomprensible. De cuando
en cuando besaba el palito y me lo ponía sobre los labios para que yo también.
Cata
había venido de Ucrania, más precisamente de Mariupol, con su familia. Tenía 13
o 14 años, había hecho el Gimnasium y se casaría con Miguel, oriundo de un pueblo cercano a Mariupol. Pero
se conocieron acá.
Nunca
nadie me explicó qué era lo que hacíamos los viernes al atardecer en lo de mi
bobe. Ahora sé que era la Bendición de las Velas.
Me hubiera gustado donar mi versión de su pan
trenzado, pero no existe. Me pasé años buscando la receta exacta, amigas y
bobes no muertas de amigas me dieron cada una la suya. Las probé todas. Nunca,
ese marrón claro, ese amarillo nítido, ese olor a papilla dulce.”
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