3.5.17

DDUM 575: PAN TRENZADO / FLORENCIA VERLATSKY

Florencia Veslatsky llegó tarde a las donaciones. “Hubiera querido donar un objeto judío”, dijo, “de mi familia”. Pero en el monumento no se permitían objetos solamente judíos, por este empecinamiento en ser lo más abarcativos posibles. “Bueno, pero podía ser un pan. Un pan judío”. Esta conversación la tuvimos ahora, mientras compongo este libro. De inmediato recordé que Lea nos pidió, en un mal momento (porque ya estaban todas las piedras construidas), que pusiéramos un pan.
Nos resistimos a poner comida, aunque probamos mucha, solamente quedaron unos huevos (y porque el maple de 30 unidades da como los dioses en el hormigón), y algunas frutas. Y nada más.  Desechamos la idea de colocar un pollo o una milanesa, sentimos que estaba mal. Nos pareció una falta de respeto a los que tienen hambre: así como rompimos los objetos para ponerlos en el muro, sería obvio que esa comida fue derrochada, que nadie se la comió. Pero en el libro lo puedo poner. Entonces le pedí a Florencia que hiciera un objeto literario sin foto, y judío, y de su infancia. El pan trenzado. Esto es lo que escribió:

Sobre el mármol de la cómoda, que me llegaba al mentón, un pan trenzado del ancho de mis hombros de entonces, sobre una bandeja “del juego”. La trenza era marrón claro por arriba y amarilla en los costados; cada ramal, gordito y restallante, después se angostaba para meterse por debajo de otro y emergía, gordito y restallante otra vez, en una cadena que ojalá hubiera sido sinfín. Yo absorbía el olor a papilla dulce. Mi bobe, Cata, rebuscaba en el placar y traía una tela de color amarillo oscuro con letras hebreas negras y cubría el pan. Al lado, un candelabro y un palito de metal con signos grabados. Ella se ponía un pañuelo en la cabeza y me ponía otro en la mía. Después encendía las velas y hablaba. Era un murmullo incomprensible. De cuando en cuando besaba el palito y me lo ponía sobre los labios para que yo también.
Cata había venido de Ucrania, más precisamente de Mariupol, con su familia. Tenía 13 o 14 años, había hecho el Gimnasium y se casaría con Miguel,  oriundo de un pueblo cercano a Mariupol. Pero se conocieron acá.
Nunca nadie me explicó qué era lo que hacíamos los viernes al atardecer en lo de mi bobe. Ahora sé que era la Bendición de las Velas.

Me hubiera gustado donar mi versión de su pan trenzado, pero no existe. Me pasé años buscando la receta exacta, amigas y bobes no muertas de amigas me dieron cada una la suya. Las probé todas. Nunca, ese marrón claro, ese amarillo nítido, ese olor a papilla dulce.”

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