“El vestido era de broderí
blanco, el clásico modelo de vestidito de nena, fruncido en la cintura, con un
lazo de raso rosa, con cuello “Peter Pan” y mangas cortas terminadas con
puntilla también de broderì. Mi mamá
se lo había cosido a mi sobrina Manuela, su primera nieta, para los cuatro años.
Manu lo usó solo una
vez, en el casamiento de mi hermano, y se tiró un vaso entero de Coca en la
pechera. Su mamá lo lavó y no pudo quitarle la mancha, así que se lo llevó a la
abuela Enri, mi mamá, que tenía buena mano y paciencia, para ver si ella, usando
alguno de sus métodos infalibles, lograba salvarlo de la horrible mancha
marrón.
Mi mamá lo lavó una y
otra vez. La mancha seguía ahí.
Lo guardaba en el placar
junto con sus camperas y sacos, y de tanto en tanto compraba algún producto
nuevo quitamanchas que aparecía en la tele e intentaba otra vez. Lavado tras
lavado, pasó del marrón Coca al ocre oscuro, y luego a un amarillento. Lo
planchaba y lo volvía a colgar en su lugar, junto al resto de las camisas,
pantalones y chalecos.
Pasaron dos, diez,
quince años y el vestido seguía ahí. La mancha impidió que el vestido pasara a
otras hijas y sobrinas de cuatro años de la familia.
Mi mamá estaba enferma,
en su cama, yo la visitaba y charlaba con ella. En una de las visitas, le conté
sobre el monumento, que estábamos trabajando en los modelos, buscando objetos
familiares para imprimir en las piedras. Me ofreció el vestidito de Manu.”
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