8.7.15

DDUM 254 / LA ADMINISTRACIÓN DE UNA MARAVILLA

La arquitectura es hacerse preguntas.[i]
Una alumna de la Facultad me mostró por primera vez la planta de la ampliación del Museo Judío de Berlín hecha por el arquitecto polaco Daniel Libedskind. Él acababa de ganar el primer premio en ese concurso y los datos que llegaban eran raros: ningún dibujo parecía la documentación de una reforma. El edificio viejo era un bloque academicista de tres pisos, con volumen en herradura y un patio cuadrado. Los dos primeros pisos tenían ventanas rectangulares y cornisa; el tercero estaba escondido debajo de una mansarda. Como en todo proyecto academicista, la simetría era la norma. En la fotocopia que me mostró la chica, al edificio le salía desde su prolija ala izquierda un brazo histérico, forzado, eléctrico, largo. Lo primero que me hizo acordar fue a Pikachu, el animalito de Pokémon. Sobre todo a su cola, con forma de rayo de historieta. Un apéndice que no parece pertenecerle, como si no hubiera relación entre todos esos ángulos agudos y la blandura del resto del personaje.
Más adelante pude ver la maqueta del Museo: las paredes perimetrales del rayo se levantaban hasta la altura misma del palacio academicista, en el único gesto contextual. Edificio viejo y nuevo tenían exactamente la misma altura, unos quince metros. En la siguiente información que comenzó a llegarnos por las revistas aparecía también una estrella de David desmembrada y vuelta a pegar, como si fuera de cristal y el arquitecto la hubiera partido y luego juntado sus pedazos rotos con una lógica distraída.
Libedskind nos estaba contando, en ese solo dibujo, cómo hizo para diseñar su paralelepípedo zigzagueante, pero ninguno de nosotros tenía por entonces la cabeza preparada para comprender la lección.

La arquitectura se basa en la maravilla.
Tuve la suerte de viajar dos veces a Berlín; en la primera vi el edificio en obra, gracias a la compañía de Renata, una arquitecta chilena residente en Alemania. Ella estaba trabajando de sobrestante; me puso un casco y me hizo pasar como si fuera parte del personal. Los amantes de la arquitectura solemos ser muy solidarios al respecto: en Barcelona Don Félix Arranz me llevó a pasear por una hormigonada en el edificio póstumo de Enric Miralles y por la torre Agbar de Jean Nouvel, recién acabada de hornear y todavía sin habitantes. Prefiero visitar los edificios a medio hacer, como croquis en pie. Soy de los que considera que un dibujo borroso comunica más cosas que un render de presentación. La imaginación del espectador está ahí.
Como en las mejores obras de la arquitectura mundial, para comprender la ampliación del Museo Judío de Berlín no alcanzan las fotos ni las filmaciones. En mi recorrido percibí un edificio sufrido y penante, con la fachada resuelta a latigazos y unos interiores tortuosos, inclinados. El desorden aparente de sus rincones lo vuelven un rompecabezas imposible, un episodio de alienación. Casi como sentirse muy enfermo de golpe. Sentí un profundo vacío en el alma; la miré a Renata y también estaba llorando. Me dijo que le pasaba muchas veces, durante la dirección. Ese edificio vacío era la representación misma del Holocausto, su mismísima tristeza.

La arquitectura es un relato del esfuerzo y la lucha contra las imposiciones, la guerra de la memoria contra el hábito.
Volví a visitar el Museo Judío de Berlín durante el Congreso de la Unión Internacional de Arquitectos del año 2002, esta vez solo y pagando. El edificio ya estaba en funciones. Entré, como un visitante más, desde el viejo palacio academicista, descendiendo hacia la obra nueva por una escalera. La ampliación de Libeskind se une al viejo edificio por abajo. Un túnel te hace aparecer en la ampliación. La aparición siempre da mejores resultados en los espacios, porque viene de la mano de la sorpresa. Pero en esta segunda visita ya no sentí lo mismo. Esos interiores geniales, con pisos y paredes fuera de escuadra como las salas de un trasatlántico a medio hundirse, ya no eran igual de sufrientes. Estaban ocupados por otra realidad. Esa realidad que se llama detalle.
¿Qué había cambiado? El museo puso su muestra ahí. En vitrinitas. Y la colección de objetos domésticos rescatados de los campos de concentración, tan cara a la memoria judía, diluyó el concepto general de la obra. El caso es que la presencia de estos sencillos objetos (valijas, cartas, fotos, zapatos, utensilios, ropas, libros) es fundamental porque decanta la memoria social en memoria individual, nos habla de personas como nosotros, pero que dejaron de existir en medio de atroces castigos: persecución, tortura, vejaciones, cárcel, fusilamientos. La actualidad de la presencia de estos objetos, parecidos a los que todos nosotros utilizamos diariamente, es una indicación del peligro de que la catástrofe pueda ocurrir de nuevo, en cualquier momento, en cualquier sociedad.
Pero la contradicción de tamaños entre el espacio representativo, metafórico, desmesurado, y los objetos a exhibir, de pequeño formato, hace que el edificio de Libeskind sea mejor vacío que lleno. ¿La decepción se comió el diálogo entre escalas? ¿O tal vez fue mi emocionado recuerdo, lo que amenguó la maravilla?




[i] Los subtítulos son fragmentos del discurso de Daniel Libeskind en TED.

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