La arquitectura es hacerse preguntas.[i]
Una alumna de la Facultad me mostró por primera vez la
planta de la ampliación del Museo Judío de Berlín hecha por el arquitecto
polaco Daniel Libedskind. Él acababa de ganar el primer premio en ese concurso
y los datos que llegaban eran raros: ningún dibujo parecía la documentación de
una reforma. El edificio viejo era un bloque academicista de tres pisos, con volumen
en herradura y un patio cuadrado. Los dos primeros pisos tenían ventanas
rectangulares y cornisa; el tercero estaba escondido debajo de una mansarda.
Como en todo proyecto academicista, la simetría era la norma. En la fotocopia
que me mostró la chica, al edificio le salía desde su prolija ala izquierda un
brazo histérico, forzado, eléctrico, largo. Lo primero que me hizo acordar fue
a Pikachu, el animalito de Pokémon. Sobre todo a su cola, con forma de rayo de
historieta. Un apéndice que no parece pertenecerle, como si no hubiera relación
entre todos esos ángulos agudos y la blandura del resto del personaje.
Más adelante pude ver la maqueta del Museo: las paredes
perimetrales del rayo se levantaban hasta la altura misma del palacio
academicista, en el único gesto contextual. Edificio viejo y nuevo tenían
exactamente la misma altura, unos quince metros. En la siguiente información
que comenzó a llegarnos por las revistas aparecía también una estrella de David
desmembrada y vuelta a pegar, como si fuera de cristal y el arquitecto la hubiera
partido y luego juntado sus pedazos rotos con una lógica distraída.
Libedskind nos estaba contando, en ese solo dibujo, cómo
hizo para diseñar su paralelepípedo zigzagueante, pero ninguno de nosotros
tenía por entonces la cabeza preparada para comprender la lección.
La arquitectura se basa en la maravilla.
Tuve la suerte de viajar dos veces a Berlín; en la primera
vi el edificio en obra, gracias a la compañía de Renata, una arquitecta chilena
residente en Alemania. Ella estaba trabajando de sobrestante; me puso un casco
y me hizo pasar como si fuera parte del personal. Los amantes de la
arquitectura solemos ser muy solidarios al respecto: en Barcelona Don Félix
Arranz me llevó a pasear por una hormigonada en el edificio póstumo de Enric
Miralles y por la torre Agbar de Jean Nouvel, recién acabada de hornear y
todavía sin habitantes. Prefiero visitar los edificios a medio hacer, como
croquis en pie. Soy de los que considera que un dibujo borroso comunica más
cosas que un render de presentación. La imaginación del espectador está ahí.
Como en las mejores obras de la arquitectura mundial, para
comprender la ampliación del Museo Judío de Berlín no alcanzan las fotos ni las
filmaciones. En mi recorrido percibí un edificio sufrido y penante, con la
fachada resuelta a latigazos y unos interiores tortuosos, inclinados. El
desorden aparente de sus rincones lo vuelven un rompecabezas imposible, un
episodio de alienación. Casi como sentirse muy enfermo de golpe. Sentí un
profundo vacío en el alma; la miré a Renata y también estaba llorando. Me dijo
que le pasaba muchas veces, durante la dirección. Ese edificio vacío era la
representación misma del Holocausto, su mismísima tristeza.
La arquitectura es un relato del esfuerzo y la lucha contra las
imposiciones, la guerra de la memoria
contra el hábito.
Volví a visitar el Museo Judío de Berlín durante el Congreso
de la Unión
Internacional de Arquitectos del año 2002, esta vez solo y
pagando. El edificio ya estaba en funciones. Entré, como un visitante más,
desde el viejo palacio academicista, descendiendo hacia la obra nueva por una
escalera. La ampliación de Libeskind se une al viejo edificio por abajo. Un
túnel te hace aparecer en la ampliación. La aparición siempre da mejores
resultados en los espacios, porque viene de la mano de la sorpresa. Pero en
esta segunda visita ya no sentí lo mismo. Esos interiores geniales, con pisos y
paredes fuera de escuadra como las salas de un trasatlántico a medio hundirse,
ya no eran igual de sufrientes. Estaban ocupados por otra realidad. Esa
realidad que se llama detalle.
¿Qué
había cambiado? El museo puso su muestra ahí. En vitrinitas. Y la colección de
objetos domésticos rescatados de los campos de concentración, tan cara a la
memoria judía, diluyó el concepto general de la obra. El caso es que la
presencia de estos sencillos objetos (valijas, cartas, fotos, zapatos,
utensilios, ropas, libros) es fundamental porque decanta la memoria social en
memoria individual, nos habla de personas como nosotros, pero que dejaron de
existir en medio de atroces castigos: persecución, tortura, vejaciones, cárcel,
fusilamientos. La actualidad de la presencia de estos objetos, parecidos a los
que todos nosotros utilizamos diariamente, es una indicación del peligro de que
la catástrofe pueda ocurrir de nuevo, en cualquier momento, en cualquier
sociedad.
Pero la contradicción de tamaños entre el espacio
representativo, metafórico, desmesurado, y los objetos a exhibir, de pequeño
formato, hace que el edificio de Libeskind sea mejor vacío que lleno. ¿La
decepción se comió el diálogo entre escalas? ¿O tal vez fue mi emocionado recuerdo, lo que amenguó la maravilla?
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