El cacique Inacayal se cayó. Por las escaleras.
Trabajaba como esclavo en los pasillos del
Museo de Ciencias Naturales de La Plata, bajo las órdenes del Perito Moreno.
Barría junto a su gente. Los suyos podían estar agradecidos a la civilidad:
habían salido vivos de la Conquista. Eran “los vencidos”. Estaban ahí para
morir de viejos. Fregaban sus cepillos por afuera de las grandes vidrieras
repletas de animales. El perito las llamaba dioramas.
Adentro había una fauna disecada, de distintas especies, posando en sus
entornos escenográficos. La Pampa, el monte, el desierto. Los lugares de
la Argentina de 1890.
Cada indio que caía muerto, entre trapos y
baldes, pasaba a trabajar adentro del diorama. Quietos y rellenos de estopa.
Eso lo sabía el cacique. Había visto morir a sus mayores, a la hija de Foyel,
que ahora era una momia. La taxidermia los volvía más vivos que la
transpiración, como a los pájaros, los caballos y los pumas. Adentro, además,
les sacaban las escobas de las manos para devolverles las lanzas. Además,
adentro, había un paisaje parecido al suyo de antes. Piedras de imitación que a
veces se podían ver como piedras reales.
Algunos habían llegado de muerte natural; a
otros se los sospechaba envenenados, por el rictus raro que tenían y los
dientes apretados. Margarita, treinta años. El cacique la había visto reír de
niña. Ahora era una señora seria que lavaba ropa detrás de la vitrina.
La muerte de la taxidermia es una sala de
espera. Todos siguen vivos con sus túnicas, sus objetos, para que los demás los
vean estar tan apacibles. Haciendo sus comidas, cuidando de sus crías para
siempre. Todas las águilas tienen las plumas y los ojos brillantes. Un
purgatorio fotografiable, pero rancio.
Inacayal estaba acostumbrado a pasarle el
plumero a esos sudarios de desierto y tiempo. Pero no soportó ver a su propia
mujer tras el vidrio, para
regodeo de todos. Fue una
mañana. Para alimento de las
polillas. Entre pájaros que
aparentaban volar, entre chanchos salvajes cazando sin cazar. Se quedó mudo de
odio. Ella de pie, cubierta por una mantita tejida. El trofeo de los huincas.
Entonces el cacique, se quitó la ropa delante
de los niños de una escuela, que se pusieron a gritar horrorizados. Y tiró la
escoba lejos, para romper el vidrio. Y corrió hasta las escaleras, para
escaparse de su turno inmóvil.
Pero se cayó.
O lo empujaron.
Después lo pelaron, le arrancaron los
músculos, le secaron los huesos.
Lo colocaron, ya esqueleto, en una vidriera
sin árboles ni tierra falsa. Sin perro, ni cielo de Billiken.
Sin nombre.
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