La biblioteca estaba en penumbras. Decidí no llevar la
laptop para no agregar luz. Mi Scheffer plateada regalo de Poli; hojas de
repuesto escolares, con renglones; muchos cartuchos de tinta azul. Me gustaba
la galería romana de abajo; me gustaba la sala
central con los libros a la que nadie podía entrar; pero sobre todo me
gustó un sillón turco y el salón egipcio. Llevé el sillón al salón. Los escritores
que pasaron por mi espacio, duraron apenas minutos. Los fui echando con la mirada.
Para mi sitio, solamente fantasmas.
El cuento que escribí se titula, hasta ahora, “La
biblioteca de Poe”. Todavía no lo entregué. ¿Cómo funciona la inspiración en un
lugar de distracción? Amo lo siniestro, me siento bien ahí. Me compré una casa
hace cinco años porque me dijeron que la habitaba un fantasma. Me encerré en
ella desde la primera noche. Jamás apareció.
El protagonista de mi cuento es Andrés, un amigo
verdadero que nació enfermo y estaba destinado a partir pronto. Un año antes de
que muriera hicimos este pacto: el que se fuera primero volvería a visitar al
otro. Fue un pacto injusto, porque era obvio que se iba a ir antes. Murió
durmiendo. Pensé que iba a aparecer ahí, en la biblioteca de Porto Alegre. No sucedió.
Solamente apareció en mi cuento.
Andrés nunca leía. Había heredado la Enciclopedia
Británica en una edición del año de su nacimiento. Decía de la colección que
era un muro macizo, por el volumen que ocupaba. Nunca la abrió, pero tampoco
nunca se atrevió a deshacerse de ella. Tal vez era su talismán. Yo era el único
que la consultaba. Pensé que sus padres iban a regalármela, a su muerte. La
vendieron por chirolas.
La verdad es que me gustaría poder creer que hay algo más
allá, pero si Andrés no vino, sé que no hay. Nada. Toda la religión, todas las
leyendas y las esperanzas de la humanidad son pura literatura. Un asunto de
escritores encerrados en una biblioteca vacía, hasta el amanecer.
Al menos hay ficción.
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