“Ni
el sentimiento logra hacer del consuelo verdad, ni la razón logra hacer de la
verdad consuelo" Del sentimiento trágico de la vida, Miguel de Unamuno.
No había leído a Unamuno cuando me mudé al pasaje
Unamuno. Lo leí después. Y me cayó la ficha de algo que me había dicho Abelardo
Castillo: que Unamuno era un grande, pero sus argumentos racionales cedían en
cuanto dios hacía su aparición en las páginas de sus libros.
Para la lectura de una ciudad utilizamos mapas que casi
nunca tienen la objetividad plana de la Guía “T” o la “Filkar”. Porque al
recorrer una ciudad le agregamos al mapa nuestros sueños, nuestros gustos,
nuestros recuerdos. Ni qué hablar de los segmentos de ciudad que se modifican
por razones políticas o sociales. O por un crimen. Cruzar el puente Pueyrredón
después del asesinato de Kostecki y Santillán ya no es lo mismo que antes.
Ahora el puente parece un monumento, y cruzarlo da un leve escalofrío.
Revisando el primer párrafo me doy cuenta de que escribí
dios en minúscula, debe ser porque soy ateo. Por eso me molesta de Unamuno que
después de la frase del epígrafe se despache, como si pasara una publicidad,
con frases del estilo “Dios no es sentido sino en cuanto es vivido, y no sólo
de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Él”. Me sabe
a catequista de primaria.
Puedo trazar mi propio mapa de Barracas, y estará
dibujado en un layer de cariño. En
mis referencias a la cuadra habrá nombres, personas, ya no el glosario
arquitectónico al que los tengo acostumbrados. Llegué al barrio huyendo de un
desalojo en un momento muy malo de mi vida, y encontré tranquilidad y
recepción. Descubrí el lugar porque estábamos haciendo los concursos de Oasis
Urbanos con mis socios Max Zolkwer y Ramiro Gallardo. La manzanas Magaldi -
Unamuno quedan a dos cuadras de Iriarte y Velez Sarsfield, y a tres cuadras de
la Villa 21-24. Me encantó el extraño trazado del arquitecto Fermín Bereterbide
durante su paso por la Muni en los años 30: acá se entra, mediante pasajes, a
corazones de placitas. Como en la manzana Butteler de la que hablamos en agosto,
que tiene ingreso por las diagonales.
También me gustó la cantidad de espacio verde que hay por
los alrededores: el Parque Pereyra mide tres hectáreas y media, y tiene un lago
artificial. También me gustó la delirante feria comercial que la Villa nos
regala cada domingo: es un bazar persa del que hablaré próximamente, cuando describa
los pasajes nómades.
La dirección de Desarrollo Urbano del Gobierno de la
Ciudad llamó a concurso para rediseñar estas placitas tan degradadas. A
nosotros se nos ocurrió la idea de las “puertas” cuando fuimos a visitar la
zona, y casi solamente con esa idea nos presentamos al concurso. Se trata de lo
siguiente: las placitas están ocultas en la trama. A la Unamuno, que es la de
la izquierda en el dibujo, se la descubre por los vértices, llegando desde mi
calle o desde Aníbal Ponce. A la Magaldi se entra en la mitad de manzana, a través
del pasaje Pedro Arata. La sorpresa de encontrar esos interiores es tremenda. Decidimos
diseñar unas pérgolas grandes que funcionaran como “puertas urbanas”, con la
intención de recibir a la gente con sombra cuando se decidieran a pisar el
espacio.
En esos días compré mi Cuchitril, un PH de fondo en una
manzana tallarín de Bereterbide. Ninguna de las casas del barrio son
documentables por sus hazañas arquitectónicas. Compré ese PH porque era barato y porque el barrio me hacía
acordar a uno apacible en el que viví cuando era chico.
De Unamuno también
leí “La tía Tula”, que me gustó más o menos, y un extraordinario libro de
reflexiones y anécdotas de escritores titulado “La vida literaria”. El pasaje
resultó ser muy manso, lleno de gente que podría disfrutar del querido opositor
franquista, si lo hojeara. Mi mapa de la cuadra es emocional por demasiadas
razones: esta gente me ayudó, me aceptó, me quiso. Me leyeron, aunque les
recomendé que leyeran al Viejo Católico.
Cuando estaba en mitad de la refacción del PH, apremiado
por el tiempo y dinero, sonó mi celular. De la Muni nos avisaban que habíamos
ganado el concurso. Salté de alegría. Pasó un lapso de planos y licitaciones, y
al fin se hicieron. Estrenamos placitas el mes pasado. Los vecinos están chochos. Nosotros, más.
Pudimos triplicar la luz en un barrio oscuro, pusimos mesas de pimpón, nuevos
juegos para niños, más árboles, más asientos, solados, pasto.
Ser arquitecto es ansiar hacer espacio público. Poder
construir el lugar de los sin nombre, la maravilla a la que aspiramos como
profesionales. Con la intuición y el deseo de estar colaborando a mantener un
equilibrio democrático en esa parte de la ciudad que pasa afuera de las casas.
El lugar que es de nadie, nuestro, de todos.
Le digo a mis socios: “después de hacer un espacio urbano
hay que mirar hacia el cielo con cara de agradecido, y sonreír”.
- ¿Unamuno te lavó el cerebro? - pregunta Ramiro.
- ¿Ahora creés en Dios? - pregunta Max.
- No -les respondo-: es para la foto del Google Earth.
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